Debería recordarlo, porque tenía 9 años y vivía en una casa donde la política era no importante: parte de lo que éramos. Pero lo único que recuerdo del 23F es ver a mi madre pegada a un transistor, algo que no sucedía nunca: en mi casa se escuchaba mucha música, pero apenas nunca la radio. De hecho, tengo la idea de que el transistor nos lo había prestado una vecina.
Al día siguiente fui a la escuela y allí sí hablamos del tema: el resto de niños y niñas, o al menos algunos de ellos, sí sabían qué había pasado. Quizás porque tenían tele, quizás porque les habían explicado, quizás porque preguntaron. Nos explicaron qué era un golpe de Estado y qué significaba “República bananera” (que expresión más racista, por cierto).
Tardé años no solo en entender sino en conocer qué había pasado. Y siempre me fascinó la imagen de los tres únicos hombres del hemiciclo que no se escondieron tras los escaños: el presidente saliente, Adolfo Suárez; el vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, que llamó al orden a los golpistas; y Santiago Carrillo, el secretario general del Partido Comunista recién legalizado, que pensó que al final le iban a matar igual, y siguió fumando en su escaño. Hombres que, siendo veinteañeros, estaban en bandos opuestos: Carrillo era jefe de la defensa del Madrid republicano y Gutiérrez Mellado, quintacolumnista de Franco, coincidieron en ese gesto que, dicen algunos, es el mito fundacional de la imperfecta democracia en al que vivimos ahora.
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