familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para abril, 2020

Diario del año de la peste, entrega 48

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Hace un año estábamos cargando las últimas cajas desde el anterior piso a la casa nueva. Decidiendo dónde colocábamos los muebles. Barriendo y fregando el polvo que habían dejado las obras y colocando ventanas. Vivimos entre cajas bastantes semanas, y aprovechamos para hacer limpieza: tiramos muchas cosas, o las vendimos en Wallapop, o se las regalamos a los amigos. I. se ha hecho una biblioteca con libros de espurgo (que no estaban mal, pero eran demasiados) y los que no quiso, se fueron a la Biblioteca del barrio.

Nunca llegamos a hacer la inauguración. Entonces era todo demasiado provisional, luego llegó el verano y después había pasado demasiado tiempo.

No pasa nada, pensamos: podemos hacer una fiesta informal cuando se cumpla un año de que nos instalamos.

Va a ser que no.

Después de 3 días, los niños remolonean cuando toca salir. Es cuestión de salud, les decimos: salir, movernos un poco, que nos dé el sol y el aire, mirar a más distancia que las cuatro paredes de la habitación o las fachadas de la acera de enfrente.

Finalmente salimos y vuelven cargados de energía.

Nosotras también, el día que nos toca (nos alternamos).

Después de muchas semanas de confinamiento, N. descubrió que nuestra vieja impresora se puede conectar al ordenador nuevo. No solo esto: la reconoce, ¡e imprime!

Esto nos ha facilitado bastante el trabajo escolar, que ahora se ahorran copiar ejercicio por ejercicio. Por otra parte, a medida que han avanzado las semanas y se han organizado (y presumo que también gracias a nuestros correos de queja), las maestras de nuestros hijos nos envían la tarea mucho más ordenada y en un volumen razonable.

Los niños van aprendiendo a manejarse con las webs, las plataformas y el correo. Y si a algo no llegan ellos ni nosotras, ahí está C., nuestra adolescente, que nos da 20 vueltas a todxs y es a quien recurrimos cuando nos vemos en apuros tecnológicos.

Las escuelas reabrirán en septiembre, aunque hay globos sonda anunciando que podría hacerse, parcialmente (para las familias que lo necesiten, para los más pequeños) antes.

Por ejemplo, para las familias monoparentales, que se encuentran no solo frente a una crisis económica sin precedentes: también en una situación sin medidas de conciliación, con las escuelas cerradas y los abuelos inaccesibles por ser grupo de riesgo. Lo que hace difícil teletrabajar y prácticamente imposible hacerlo fuera de casa.

A nivel personal, estoy dividida sobre la vuelta a la escuela. Por una parte, creo que la escuela aporta muchas cosas, desde conciliación a vida social, pasando por cierta igualdad de oportunidades, además de descargarnos a las familias de impartir ciertos conocimientos, que aunque los tengamos (o no), no necesariamente sabemos transmitir.

Por otra, creo que esta «cura de colegio» les está viniendo muy bien a los míos en concreto.

En una sociedad sin momentos de pausa como el Ramadán o la Cuaresma, esta ralentización de los estímulos y los ritmos que ha representado esta Pandemia (si le quitas todo el dolor, la enfermedad, la muerte y la angustia, que no es fácil), no nos viene nada mal.

Diario del año de la peste, entrega 47

Hace tres veranos, pasamos unos días en familia en uno de mis lugares favoritos del mundo: el Delta de l’Ebre. Además de playa, excursiones en bici, ver amigos y matar mosquidos a bofetones, hicimos una visita interesantísima a un arrozal donde cultivaban arroz ecológico y donde nos contaron cómo, después de la Guerra Civil, se había recuperado el arte de moler arroz a mano. Eran tiempos de racionamiento y había un control estricto sobre los molinos de la zona: cuántos kilos de arroz entraban, cuántos salían, dónde se vendían, a qué precio. Así que los agricultores aprendieron a hacerlo a mano para no pasar por los molinos y poder quedarse con parte del arroz – para consumo propio o para venderlo de extraperlo. Esto fue posible gracias a que quedaba alguien que no había olvidado cómo hacerlo: hacía muchos años que esa práctica había caído en desuso.

Me acordé mucho de esta historia cuando leí hace unos días que las cooperativas ganaderas de muchas zonas del país batallan para que puedan llegar de Uruguay esquiladores para las ovejas. ¿Cómo puede ser que haya 12 millones de ovejas a las que hay que esquilar cada año pero nadie que sepa hacerlo? ¿Cómo puede ser que salga más a cuenta traer del otro lado del Atlántico a los que saben hacerlo en vez de formar y pagar debidamente a gente que lo haga aquí? ¿Qué precio pagaremos por haberlo deslocalizado todo y haber perdido en solo dos generaciones los conocimientos que nuestros abuelos se pasaron de generación en generación? No sabemos cultivar alimentos, ni hacer fuego, ni construir ninguno de los objetos que utilizamos. No conocemos las bondades de las plantas que nos rodean, ni dónde encontrarlas, ni cómo utilizarlas. Ni muñir vacas. Nuestras abuelas hacían lejía con la ceniza y jabón con el aceite usado. Eran capaces de coserse un vestido con cualquier retal de tela, de tejer jerséis y alfombras. Cuando haya una catástrofe – si es que esto que estamos viviendo no lo es – nos enfrentaremos a ella inermes y desprotegidos.

Ayer el Gobierno anunció y agendó la desescalada, el proceso que nos llevará a laa “Nueva normalidad”. Que expresión. Me hace pensar en la neolengua del “1984” de Orwell, en el que las cosas significan lo que nos dicen que deben significar y están al servicio del Estado totalitario.

¿Cómo será esta “Nueva Normalidad”? Podremos consumir pero no abrazarnos; podremos apelotonarnos en el metro para ir a trabajar a destajo pero no bailar con amigos o compartir plato en un restaurante. Volverá la contaminación, la productividad, las prisas, el querer cada vez más cosas que luego olvidamos que tenemos y la derecha usará los muertos del Covid-19 como antes usaba los de ETA.

Las escuelas reabrirán en septiembre, dicen. ¿En qué condiciones? ¿Los niños irán con mascarilla y. no podrán tocarse? Ambas cosas las veo imposibles. Sin embargo, sí que creo que habría que adaptar escuelas para que estén menos hacinados, más ventilado todo, más aire libre, más flexibilidad, mejores espacios, jabón en los baños.

Y tambien hay que darle una vuelta a los horarios, tanto los nuestros de trabajo como los escolares, ahora que la conciliación no podrá descansar en los hombros de las abuelas.

Y también habría que repensar los cuidados de las personas mayores, más allá de esos morideros que son las residencias.

Por qué, ¿quién se queda con las criaturas, los mayores, los dependientes? ¿Renunciando a qué, a qué precio?

Si no lo volvemos a pensar todo, caerá, una vez más, sobre los hombros de las mujeres.

No lo haremos claro. Pondremos algún parche y rezaremos para que aguante.

Diario del año de la peste, entrega 46

 

Este fin de semana vimos “Contagio”, una película de hace 9 años que anticipa la pandemia. Lo tiene todo: empieza en China, hay un murciélago implicado, el vector de transmisión es una ejecutiva occidental, se propaga rápidamente por el mundo, no se sabe cómo funciona, la gente muere a mansalva, habilitan hospitales de campaña, hay investigación, intereses farmacéuticos, imprevisión, bulos… pero hubo una cosa que me parece que no se resolverá tan fácilmente: de repente, como por arte de magia, aparecía una vacuna y el peligro pasaba.

Ya podían volver a vivir como si no fueran mortales.

Hace muchos años, a un conocido le diagnosticaron una enfermedad que era como una espada de Damocles: podía morir en cualquier momento.

Cuando comenté la angustia que debía generar esto, P., una amiga de mi madre, me dijo que al fin y al cabo era lo que nos pasa a todos: podemos morir en cualquier momento.

Todos. Siempre.

Solo que vivimos como si fuéramos inmortales.

Le di muchas vueltas cuando estábamos enfermas. No pensaba que fuéramos a morir, pero había ahí un Pepito Grillo recordándome que la gente muere a paladas de esto todos los días, y no solo la gente mayor. Y llegué a la conclusión de que, aunque me quedan muchas cosas por hacer, si muero ahora, mi vida ha sido estupenda: no cambiaría nada. Lo único que me dolería es dejar solos a los niños tan pronto, pienso que les costaría mucho recuperarse de algo así.

Quizás esta bien ser conscientes de que no tenemos el control. Quizás nos viene bien esa cura de humildad. No sé, igual podría hacernos hasta mejores.

Bueno, igual tanto no.

Ayer volvieron a salir los pequeños, esta vez con N. A las 5:30 de la tarde, y fueron hacia la Universidad, ahora sin clases ni estudiantes ni personal: estaba desierta y pudieron correr arriba y abajo con los patinetes. Regresaron eufóricos.

Seguimos sin palomitas, pero N. consiguió ayer un saco de harina de 4 kilos.

Luego colgó cortinas en las ventanas que no tenían todavía, entre ellas, la de la ventana frente a la que trabajo. Ya no me ven los vecinos. Pero ahora tampoco yo veo lo que pasa fuera.

Diario del año de la peste, entrega 45

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Decía Blaise Pascal: “Todos los males derivan de una sola causa: nuestra incapacidad de quedarnos quietos en una habitación”. No he podido evitar pensar en esta frase al seguir toda la polémica que se ha organizado con las salidas de las criaturas de ayer.

Hay una disonancia entre lo que nos cuentan y mi experiencia, y la de la gente que me rodea, y la de la gente a la que leo.

Circulan 4 o 5 fotos, otros tantos vídeos, de familias con criaturas que incumplen las normas del distanciamiento social. Fotos que no sabemos quién, cómo, dónde o cuándo se han hecho. Hay hilos en Twitter de fotógrafos explicando la diferencia de una imagen según desde dónde y con qué tipo de objetivo se tome, como se ve en estas fotos (tomadas, respectivamente, con gran angular y zoom).La imagen puede contener: 7 personas, personas de pie, personas caminando y exterior

Pero el problema no es que se utilicen fotos trucadas (que no sé si lo son). Es cuestión de coger la parte por el todo y hacer de la anécdota categoría.

En mi salida matutina, los únicos que no cumplían las normas de distanciamiento social eran tres hombres adultos con perros haciendo un corrillo. ¿Os imagináis que hubiera hecho fotos que se hubieran convertido en virales?

¿No hemos visto, en las semanas que llevamos de confinamiento, a gente que se salta las normas, o las interpreta a su favor, o son menos estrictos de lo que deberían, o justifican sus casos particulares? Personas que no guardan la distancia en los supermercados, familias que organizan convivencias en una misma casa para encargarse de los pequeños, personas que salen a comprar muchas más veces de lo necesario, o que aprovechan la salida del perro para dar la vuelta al barrio. ¿Por qué todos estos casos no han merecido portadas ni trending topics?

Creo que, contra todo lo que nos quieren “vender”, la mayoría lo hicimos bien: no solo porque es lo que vi: es también lo que dicen en el Ministerio del Interior, que no creo que tenga un sesgo pro-salidas incontroladas, y que asegura que no ha habido incumplimientos graves.

Pero esto no impide que cada uno pongamos el foco en lo que queremos ver, en lo que confirma nuestros prejuicios.

Y tengo la impresión de que hay mucho interés en decirnos que está saliendo mal, e incluso en que salga mal.

Cuando pase la oleada de indignación de las salidas infantiles, volveremos a discutir las mismas cosas de antes.

Volverá el discurso de que esto es un paréntesis y después volveremos a la «normalidad», como si lo de antes tuviera algo que deseable. El otro día aluciné cuando leí que el Ayuntamiento de Barcelona prepara una campaña internacional para cuando termine todo esto; como si el turismo internacional no fuera una de las cosas que está acabando con la ciudad. Pensamos en reactivar la economía, cuando es esta economía la que nos ha llevado al callejón sin salida en el que estamos. El cortoplacismo nos lleva directos a la destrucción.

Me recuerda a la crisis de 2008, no aprendimos nada, al revés, exacerbamos los defectos de nuestra economía y nuestra sociedad. Está claro que estamos ante el fin de una era, que el Capitalismo es insostenible… pero también que va a morir matando.

 

Diario del año de la peste, entrega 44

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Foto tomada en Lleida unas semanas atrás por ANABEL RAMOS

Aunque siempre han sido muy callejeros, tenía dudas de si los niños tendrían miedo de salir de casa el primer día, pero anoche quedó muy claro que no: A. y P. nos anunciaron que pensaban madrugar para salir a las 9 en punto, la primera hora en la que se permite la salida de criaturas a la calle.

Se durmieron tarde, y pensamos que no se despertarían, pero lo han hecho. Un poco antes, nos hemos levantado nosotras. N. con la comezón de hacerles unas mascarillas a medida, yo con la ansiedad propia de estos días, después de una noche con sueños raros.

Se han vestido, han decorado cada uno su mascarilla, han desayunado un poco y nos hemos lanzado a la calle.

Los más madrugadores del barrio.

Huele a hierba, y a campo, y se oyen los pájaros, ha dicho P.

Como querían ponerse los patines y se quedaron en el coche después de la última extraescolar de Patinaje, hemos andado hasta allí. El coche estaba en el mismo sitio, ¡y ha arrancado!, lo he probado mientras ellos, sentados en la acera, se iban poniendo los patines.

Habíamos pensado ir hacia el campus de una universidad cercana, que entra en el kilometro a la redonda preceptivo, y que seguro que estaría desierto, pero no ha hecho falta: desiertas estaban todas las calles.

Un hombre que paseaba un perro nos ha saludado: Son los primeros que veo, yo que pensaba que estarían llenas las calles!!

Un par de esquinas más abajo, una abuela ha salido a la ventana y nos ha saludado con una sonrisa de oreja a oreja.

No sé si éramos muy conscientes de la ausencia de criaturas por la calle, pero creo que hoy sí hemos sido muy conscientes de la alegría cuando están.

Una mujer más joven, en una galería, también sonreía.

Y la señora que cerca del descampado paseaba el perro, y que les ha dicho: Felicidades, chicos, sois unos campeones, que bien habéis aguantado.

Un poco más adelante, una pareja ha salido a la ventana y les ha aplaudido.

Hacía mucho tiempo que no vivía nada tan emocionante.

Hemos ido a ver el cole, el parque, el Paseo. Corrían y gritaban de alegría, cuidando de guardar la distancia de dos metros con la gente.

Una hora más tarde, se empezaban a ver algunos niños más por la calle: una muy chiquitina con una bici sin pedales, uno que chutaba el balón con su padre, otro que lo hacía con su madre unas esquinas más allá.

¿Podríamos quedarnos más rato? No nos ha visto nadie.

No se trata de que te vean, de que se puedan hacer trampas: es una cuestión de responsabilidad. Volvemos a casa para que salgan otros niños y niñas.

Y hemos llegado, los niños se han duchado y cambiado de ropa, y hemos desayunado. Con hambre.

Ahora soy yo quien se asoma al balcón cuando oye ruido infantil, como si hubiera llegado la primavera.

Diario del año de la peste, entrega 43

Sábado.

Aún así, me despierto pronto. Querría seguir durmiendo, pero sé que no lo conseguiré. Así que me ducho, me visto, me pongo la mascarilla y el carro de la compra, y bajo al súper.

Cuando llego al portal me doy cuenta de que no he cogido el bolso: ni llaves, ni cartera, nada. ¿Por qué cuesta tan poco perder hábitos tan arraigados?

Hago la cola en la acera, me preceden media docena de personas. Como me pasó la semana pasada, cuando ya me toca entrar aparece la señora mayor del andador. Le cedo el paso. Me lo agradece.

No hay harina: solo dos paquetes de preparado para hacer pizza. Las cojo: de algo nos servirá. Tampoco hay palomitas. Encuentro todo lo demás que buscaba, aunque no puedo escoger marcas y de algunas cosas me llevo el último paquete.

Sin ánimo de comparar situaciones, pienso en el racionamiento.

Aprovecharlo todo, hacer lo que puedas con lo que tienes en casa (o con lo que encuentras en el súper) es uno de los aprendizajes del confinamiento. El mundo ha dejado de ser un escaparate de posibilidades ilimitadas.

Por suerte.

Dejo el carro en casa y cojo la bolsa del pan. Hago cola en la tahona. Tampoco tienen harina, ni pan rallado; pero sí levadura fresca: dos paquetes de medio kilo. Me llevo uno. Cuando llegue a casa, N. lo troceará y congelará, para el día que encontremos harina.

Me acuerdo mucho de un libro de Carol Dunlop y Julio Cortázar que me fascinó en la adolescencia: “Los autonautas de la cosmopista”. Un viaje a lo largo de la autopista que separa Marsella de París, narrado como una historia de aventuras.

Así es nuestro mundo hoy: pequeño como el patio de una casa, desconocido e ignoto como una selva.

Faltan solo 24 horas para que las criaturas puedan salir – también en tamaño bolsillo – al mundo. Pero leo a mucha gente que asegura que va a seguir sin salir. No solo con de paseo: tampoco llevarán a sus hijos e hijas al colegio, si vuelven a abrir las puertas. Ni volver a empezar a hacer vida normal. Hablan de no exponerse, de no exponer a los suyos. Y lo entiendo. Lo entiendo en el ahí y el ahora, pero no tengo dudas de que en algún momento habrá que, si no volver a la normalidad (¿qué es la normalidad?), al menos sí volver a salir al mundo. Poco a poco, quizás falta aún mucho, con precauciones. Pero salir.

Habrá que hacer e l duelo por la era de las certezas, las seguridades y las garantías y correr riesgos: tanto más cuando solo que nos vayamos contagiando acabará por protegernos.

Pero cada vez que lo digo, la gente responde cosas como «sí, lo veo, pero yo no contagio, los míos que no se contagien». Me suena un poco a los antivacunas, que quieren inmunidad de grupo, pero que corran riesgos otros.

No paro de leer a gente que dice que no va a salir hasta… ¿¿Que sea seguro?? ¿¿que el virus desaparezca?? ¿¿Que exista una vacuna que nos devuelva las certidumbres??

¿Vamos hacia una sociedad bunkerizada?

Anoche vimos un capítulo de “El Ministerio del Tiempo” en el que uno de los personajes traía al presente la gripe de 1918. Cuarentena, enfermedad, muerte, miedo. Esta mañana jugaban P. y A. a médicos. Los dos eran médicos que combatían “el virus mortal”.

Diario del año de la peste, entrega 42

Hemos introducido nuevos elementos en nuestras rutinas de patio.

Volvemos a jugar al badmington. Lo hacíamos al principio del confinamiento, pero los niños colgaron la única pluma que teníamos y nos tocó guardar las raquetas. Antes de ayer E. nos acercó unas cuántas plumas que tenía en casa (y que no pueden usar porque no tienen patio) y hemos vuelto a jugar.

Ni a N. ni a mí se nos da demasiado bien, pero supongo que mejoraremos. Y al menos nos movemos algo más que con los paseos carcelarios que doy en el patio cuando hace sol.

No soy la única: por las tardes hay un vecino en el edificio contiguo que da vueltas a la azotea, con su mascarilla puesta.

Además, B. montó ayer una mesa de ping pong. Con las dos mesas de cámping haciendo de caballetes de una tabla de madera que fue el tablero de la mesa de estudio de los pequeños y que teníamos detrás de una puerta, pendiente de bajar al contenedor. Es una mesa tremendamente estrecha: ping pong de riesgo, digo yo.

Después de muchos anuncios y contra anuncios, finalmente el Gobierno ha anunciado que a partir del domingo, las criaturas podrán salir a pasear. Tres criaturas y una persona adulta: si tienes más, te lo juegas a suertes (o sales más veces; o divides la familia en dos y hacer ver que no te conoces).

No sé si saldremos, cuántos, cómo y dónde. Me cuesta pensarlo, como me cuesta pensar en el día después: a veces pienso que será más difícil el desconfinamiento de lo que fue el confinamiento.

El mismo día, escuchamos también el anuncio y el contraanuncio de que las criaturas andaluzas volverán a la escuela el 15 de mayo. EN menos de un mes pasamos de oír que estamos locos por querer sacar a los niños a la calle a que no pasa nada para que vuelvan al cole.

Los niños «volen i dolen», que se dice en catalán: Quieren ver a sus compañeros, echan de menos una cierta normalidad, pero por otro lado, les viene bien esta “cura de escuela”: florecen en este ambiente libre de tensiones, horarios y exceso de estímulos.

Pero lo cierto es que en algún momento tendrán que volver. Lo contrario es insostenible, social y económicamente. O implicaría una regresión social típica de tiempos de crisis, que siempre nos manda a las mujeres de vuelta a casa.

Y si no queremos que nos mande de vuelta a casa, también habrá que repensar los horarios, porque la conciliación no podrá seguir descansando en las espaldas de las abuelas.

En las abuelas – y los abuelos – pienso mucho estos días también.

La imagen puede contener: una o varias personas

En la ventana de enfrente de casa vemos a las 8 de la tarde una anciana de pelo blanco. Los primeros días solo miraba, ahora ya se saludan con N. – que es quien sale a aplaudir. También en el piso de arriba vive una abuela: hablamos con ella cuando sale a tender. Poco antes de que empezara todo esto se quedó viuda, y ahora sus nietos, a los que llevaba y recogía del colegio, no la pueden visitar.

Nos contó E. que los abuelos de M. y G. viven enfrente de su casa, al otro lado de la calle. Desde hace 7 semanas, se saludan desde la ventana.

Hablo por teléfono con mi madre y me dice: no sé cuándo volveremos a vernos.

Pensamos mucho en las criatures, en sus necesidades y en las secuelas que van a sufrir, pero también hay que pensar en las abuelas y los abuelos, no solo en que pueden enfermar y morir, sino en que muchos van a pasar solos el resto de sus vidas.

O mucho tiempo: lo que suceda antes.

Diario del año de la peste, entrega 41

Desde que tengo memoria Sant Jordi es mi día favorito. No sé por qué: me agobian las multitudes, me estresan las colas, me aturulla tener que escoger un solo libro entre miles y miles. Y como cae en la segunda mitad del mes, en algunas épocas tenía que hacer malabarismos para comprar libros, o comprárselos a los niños.

De pequeña salíamos con la clase de excursión a las Ramblas; una vez hasta nos sacaron en las noticias. De adultas solíamos quedar mi hermana y yo e intercambiar libros y rosas.

Fue un día de Sant Jordi cuando empezó mi primer proceso adoptivo, el que me llevaría hasta B. Salí de esa primera reunión grupal del CI agotada y nos fuimos mi hermana y yo a recorrer paradas.

Desde que cambié de ciudad, he vivido con nostalgia estos Sant Jordi en el el exilio. Sin gentío, sin paradas de libros, sin rosas.

Viendo en la tele las riadas de gente en las Ramblas, leyendo a mis amigos en las redes sociales.

Este año me parece una catástrofe. No es que yo no vaya a verlo: es que no va a ser.

Este sábado habríamos tenido encuentro en el Club de Lectura en el que participo. El segundo que nos saltamos.

Mi librería de cabecera está cerrada desde hace semanas. Ayer pusieron un mensaje en las redes sociales de que están trabajando para cuando puedan abrir. Estoy pensando en hacer un pedido de libros, aunque aún me queda en el armario mucha lectura pendiente.

Leemos para saber que no estamos solos. También por esto visitamos las librerías.

 

Diario del año de la peste, entrega 40

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Cuando era niña, un verano hice una visita al Lazareto de Mahón. Está en una pequeña isla cerca d’Es Castell que contiene un complejo de edificios del siglo XVIII que se utilizaba para que pasaran la cuarentena los marineros que llegaban en barcos sospechosos de transportar la peste bubónica. Cuando yo estuve, hacía muchas décadas que había entrado en desuso y se utilizaba como complejo de vacaciones para funcionarios del Ministerio de Sanidad.

Cuarentena deriva de 40… pero llevamos ya 44 días (se lo he preguntado a C., que lo ha mirado en su calendario. Hemos perdido la cuenta).

Lo peor no es el tiempo que llevamos: es no saber el que nos queda por delante. Esto es lo que lo hace largo, pienso.

Me escriben desde Etiopía. Les preocupa cómo estamos, lo peligroso del virus, que hayamos estado enfermos. Nos cuentan que ellos no salen de casa, que llevan días confinados excepto el marido de la prima, que sale a trabajar dos días en semana; que están aburridos, pero tratando de permanecer vivos.

Y no puedo dejar de pensar en lo afortunados que somos, no solo por lo evidente: vivir en un rincón del mundo donde el sistema sanitario, a pesar de la derecha, sigue funcionando; sino también por razones tan personales como haber hecho, por fin este año, el tanto tiempo pospuesto viaje a Etiopía. Si no hubiéramos ido la pasada Navidad, ¿quién sabe cuando habríamos podido ir, si habríamos podido ir?

El turismo y sus efectos secundarios nocivos, que le han cambiado la cara a mi ciudad en menos de una década, que en los últimos años he pensado que me habían expulsado de ella para siempre como han expulsado a tantos amigos y familiares, es otra de las cosas que queda en stand by por esta crisis. El turismo, los viajes baratos, la globalización, la permeabilidad de las fronteras… tienen mucho que ver con lo que nos está pasando, pero ya antes eran una fuente de gentrificación de las ciudades, expulsaban de ellos a sus ciudadanos, mostraban la cara más exacerbada del capitalismo, y en contra de lo que nos venden, no generaba riqueza, sino que nos empobrecía a todos.

El turismo es como el eucaliptus: una vez lo plantas no crece ningún árbol más. ¿Servirá lo que estamos viviendo para sanear el bosque?

El Gobierno rectificó ayer su decisión de solo dejar a las criaturas salir a hacer recados y a partir del domingo podremos pasear. Ya nos contarán cómo, hasta dónde, cuánto rato.

Rectificar es de sabios, dicen, y también inevitable en el momento que estamos viviendo: ¿Cómo no equivocarse cuando estamos viviendo una situación inédita? No se puede hacer más que improvisar, pero a la vez es necesario actuar viendo más allá del corto plazo.

Me llama mi madre para decirme que ayer nacieron P. y J., los hijos pequeños de mi primo. Su también muy pequeño hermano mayor, M., no quería hablar del tema. Cuando finalmente consiguieron que abriera la boca, dijo, muy serio: “Yo les pegaré”.

La vida siempre se abre camino.

La vida siempre se abre camino, también en casa.

Dice N. que a los niños quizás les falta sol, pero que tal vez antes les sobraban extraescolares. Obligaciones, agendas.

C. echa de menos la piscina pero tiene tiempo para hacer pan, bizcochos, yoga, manualidades increíbles.

Estaría bien salir aprendidos de esto. Un poco aunque sea.

Diario del año de la peste, entrega 39

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Hemos descubierto que tenemos que levantarnos pronto y adelatar todo el trabajo que podamos antes de que las criaturas se levanten.

Después, ayudarles a organizarse las tareas, encontrar los recursos para resolverlas, ver la manera de mandarlas, responder dudas, arreglar desmanes informáticos, fotografiar y mandar lo producido… se nos lleva la mañana.

Luego preparar la comida, lavadoras, lavaplatos, sentarnos todos a la mesa a comer, y es después de la comida, cuando los niños se ponen su película, que volvemos a tener un par de horas para trabajar del tirón.

A las 7 de la tarde consigo por fin sentarme para leer un rato. Me suena el móvil, tengo mensajes de Whatsapp. Los leo. Miro el mail, a ver si ha llegado algo nuevo. Miro el Facebook. Me levanto a servirme un té. Paso por la habitación de alguno de mis hijos y le recuerdo algo que había olvidado decirle. Me vuelvo a sentar. Me acuerdo de que no he tendido la ropa. O destendido. Salgo al patio a tender. Me saluda algún vecino; hablamos. Pienso que no le he llevado un té a N., lo hago. Entra la videollamada de mi sobrina. Los niños se pelean. Hay que mandar a alguno a la ducha. Me acuerdo de que tengo que cortarme las uñas. Los aplausos de las 8. Camino un rato por el patio. Me vuelvo a sentar. Cojo el libro. Me doy cuenta de que es la hora de hacer la cena.

Una de las cosas más desasosegantes de estos días es la dispersión, lo difícil que se hace centrarse en nada. Ni en el trabajo, ni en lo doméstico, ni en lo familiar, no estoy al 100% en nada.

Los estímulos son menos y menos diversos pero la cabeza me va a toda velocidad, a todas horas. También por la noche.

Vuelvo a tomar infusiones para dormir.

Dicen que las criaturas podrán salir a la calle, sí, pero… a acompañarnos al supermercado, a la farmacia o al banco, no a dar un paseo. Ni siquiera una vuelta a la manzana. Que despropósito que sus opciones de salida se limiten a ir al rebufo de los adultos, que estupidez que los únicos destinos que les proponen sean focos de infección.

Y de estrés: Pienso en todas las veces en las que me fui de un supermercado con B. o A. (o ambos) pequeños), enrabietados, desregulados, arrastrándolos mientras sentía las miradas asesinas del resto de compradores, dejando el carro medio lleno en un pasillo.

Y no se me ocurre pesadilla peor.