familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para junio, 2011

Negro como yo

Una de las cosas más difíciles para mí de ser madre de un niño negro es la imposibilidad de ponerme en su piel. Sé que el racismo existe, me he vuelto más sensible a él desde que mi hijo está en casa, pero no sé qué se siente al experimentarlo.

Al sufrirlo.

Raquel me pasa este enlace que narra la historia de John Howard Griffin, un hombre blanco de los Estados Unidos que en los años 50 decidió «volverse negro» para intentar descubrir cómo sabía el racismo. Durante varias semanas viajó por el Sur de los Estados Unidos, y le sucedieron cosas como ésta, el día en el que intentó votar:

—¿Puedes recitar el párrafo quinto de la Constitución de los EE.UU.?

El votante potencial así lo hizo.

¿Puede decirme usted todos los presidentes desde 1840 hasta 1860, su mandato, y por lo que fueron conocidos?

El negro postizo así lo hizo. El examinador -sorprendido- agarró entonces un periódico impreso en chino del que disponía para los casos más duros y le invitó a leer el párrafo de introducción de la noticia principal.

No puedo entender el párrafo entero, pero si puedo leer el título. Dijo John.

Incrédulo, el diputado del sheriff blanco, dijo:

—¿Cómo? ¿De verdad puede usted leer el título? ¿Qué es lo que dice?

Dice -aclaró el periodista- «Aquí un hombre negro que no va a votar en el estado de Misisipi durante todo este año.»

No he leído el libro ni conozco a John Howard Griffin más allá del enlace que me ha pasado Raquel (seguiré investigando). Pero hace algún tiempo, me leí el libro del periodista alemán Gunther Wallraff «Con los perdedores del mejor de los mundos».

En el primer capítulo, el periodista alemán se hacía pasar por negro y relataba desde humillaciones como que no en una excursión organizada no le dijeran dónde iban a tomar café el resto de los compañeros, hasta el miedo que sufrió en un tren lleno de hooligans de un equipo de fútbol, que no le agredieron físicamente sólo porque la policía lo impidió.

Recuerdo haber leído a Wallraff en mi adolescencia, cuando era una estudiante de periodismo y «Cabeza de Turco» era un libro imprescindible, pero la revuelta que me ocasionó aquel libro que narraba la existencia de los turcos en Alemania, no se puede comparar con la náusea que me provocó la lectura de historias parecidas, ahora.

La diferencia, sin duda, es que ahora tengo un hijo negro, y en cierta medida, nunca del todo, empiezo a ser capaz de ponerme en su piel.

24 horas

De todos los niños que estaban en la crèche con mi hijo pequeño, sólo recuerdo bien los «mayores», los que tenían la edad de mi hijo o más (alrededor de los 2 años… y 3, 4, 5, 6… hasta 14). No llegué a conocer a la mayoría de bebés por su nombre y tampoco los cogí en brazos, ni les di biberones… mi día a día estaba «monopolizado» por los chicos mayores, a los que acompañaba al patio, alzaba en brazos, cantaba, reñía…

Una de las criaturas que se me han quedado clavadas es una niña de entre uno y dos años cuyo nombre desconozco, que sólo estuvo 24 horas en la crèche.

Cuando entré, una tarde, estaba de pie en una de las cunas, llorando desconsolada. Me acerqué a ella, le acaricié las mejillas llenas de lágrimas, y se calmó. Apoyó la cara en mi muslo, y algo, no sé, el olor, el calor, mi voz, el tacto de mi mano… pareció tranquilizarla. Repetí la operación aquella tarde tantas veces como mis «obligaciones» con los chicos mayores (incluídos mis hijos) me dejaron.

Las cuidadoras me contaron que aquella niña, a la que habían decidido llamar I., la había traído la polícia aquel mediodía. Su madre estaba en la cárcel, había sido detenida el día anterior, y la niña se había pasado la noche entera llorando. Finalmente, unos vecinos habían avisado a la policía.

A B., mi hijo mayor, le impresionó mucho aquella niña. Me preguntó muchas veces qué le pasaba, qué sería de ella, por qué habían metido a su madre en la cárcel, si era mala.

Yo no pude evitar verle a él en esa niña. A la criatura desamparada, separada de su madre sin más explicaciones, que llegaba a un sitio inhóspito en el que no conocía a nadie y nadie tenía tiempo para atenderle. Me lo imaginé al día siguiente de separarse de su madre, llorando en una cuna como había hecho I. Igual de asustado, igual de incapaz de comprender.

I. se marchó al día siguiente. Habían localizado a una tía suya, hermana de la madre, que la recogió al mediodía y se la llevó a su casa. Afortunadamente, sólo habían pasado 24 horas.

Posiblemente, las 24 horas más largas y solitarias de su vida.

Mi hijo B., siguió preguntando por I. durante mucho tiempo. Durante mucho tiempo, me pidió que jugáramos a que él era una niña cuya madre estaba en la cárcel y que lloraba sin parar.

¿Sois novios?

El fin de semana pasado, R., amigo de mi hijo mayor, lo pasó en nuestra casa. Mi hijo y él se besaban, se abrazaban, se echaban juntos en el sofá, se miraban embelesados…

Pensé: si uno de los dos fuera una niña, sin duda les preguntaríamos si son novios.

Así que, ¿por qué no preguntárselo?

Un rato más tarde, oí a R. decirle a mi hijo:

– Yo te quiero mucho, mucho, pero no como novio. Te quiero como mi mejor amigo.

Ahí queda esto.

Notas

Estos días, se anda felicitando a los niños (y a sus padres, por absurdo que parezca) por las notas.

Esto siempre me recuerda algo que me dijo O., que estudió de mayor para convertirse en lo que siempre había querido ser, bibliotecario, después de muchos años dando tumbos sin saber qué hacer con su vida, y dedicándose a trabajos tan dispares (y tan poco considerados) como repartir propaganda o elaborar pizzas:

– Desde que tengo una carrera universitaria, la gente me trata distinto que antes, pero no lo entiendo, porque yo sigo siendo el mismo.

Me niego a valorar más a mis hijos por sacar buenas notas (o simplemente por aprobar), a convertir sus «éxitos académicos» en un baremo para medir su éxito en la vida, igual que no me parecería un fracaso que tuvieran que repetir curso.

Lo que me hace feliz es ver a mis hijos hacerse mayores y ser responsables, cariñosos, solidarios, preocupados por las injusticias, trabajadores, curiosos, críticos… cosas en las que nadie les pone notas.

El éxito académico y los genes

Leo en El País una propuesta de reforma educativa encargado por la CEOE que tiene, cuánto menos, dos puntos enormemente discutibles.

 Uno es el perfil de los docentes, o mejor dicho, LAS docentes. Los autores de la propuesta ven puntos negativos en el hecho de que las maestras sean mujeres: «al asumir la mujer las labores profesionales y las tareas del hogar, el colectivo ha primado las reducciones de jornada y la introducción de la jornada continua por encima del salario (…) El énfasis en la reducción de jornada lo habría pagado el resto de las madres trabajadoras, pues no pueden acomodar sus jornadas al horario escolar».

 Este párrafo me inspira tantas preguntas que no sé por cuál empezar. ¿No nos cuestionamos que las mujeres asuman «las labores profesionales y los trabajos del hogar»? ¿Los maestros varones no tienen interés en tener buenas jornadas laborales y poder conciliar su trabajo con su vida familiar, que también la tendrán? ¿Las jornadas escolares sólo perjudican a las madres trabajadoras? ¿Los padres no asumen ni un minuto del tiempo que hay que dedicar a los niños? ¿Es la jornada escolar lo que tiene que cambiar o la jornada laboral?

 El otro punto me parece más fuerte todavía: El nivel académico depende de la genética. No de la preparación o el nivel cultural de los padres, no de la clase social, no del tipo de colegio al que vamos o del modelo pedagógico en el que nos formamos… no: son los genes.

 Y lo más fuerte es que «la conclusión proviene de estudios sobre el nivel educativo que alcanzan hijos biológicos y adoptivos de una misma familia. El resultado es una mayor correlación entre el nivel educativo de los padres y el de los hijos biológicos que respecto al de los adoptivos».

 Partiendo de esta premisa… los que van a escuelas de élite, tienen padres universitarios o viven en Islandia, que son los que según las estadísticas tienen más éxito académico, ¿tienen todos mejores genes?

 Los abandonos, carencias emocionales y nutricionales, las institucionalizaciones que han sufrido los niños que son adoptados, ¿son genética?

 ¿Es imposible que sus padres biológicos sean más inteligentes que nosotros (como me hace notar Noèlia)?

 Ana me recuerda que Steve Jobs, el fundador de Apple, era adoptado. Y no fue a la universidad. No sé si conocen su historia. Él mismo la contó en un discurso ante jóvenes universitarios en 2005.

TÍTULO: Tienes que encontrar lo que Amas

Es para mí un honor estar con ustedes en el día de su graduación de una de las mejores universidades del mundo. Yo nunca llegué a graduarme en la universidad. A decir verdad, esto es lo más cerca que he estado de una graduación. Hoy les quiero contar tres historias de mi vida. Eso es todo. No es gran cosa. Sólo tres historias.

 La primera historia es sobre conectar los puntos

 Abandoné los estudios oficiales a los seis meses de llegar al Reed College, pero me quedé por allí, asistiendo a algunas clases, durante otros dieciocho meses más. Entonces, ¿por qué abandoné?

 Esto comenzó antes de mi nacimiento. Mi madre biológica fue una estudiante universitaria joven y soltera, que decidió darme en adopción. Ella quiso que yo fuera adoptado por profesionales, de tal manera que lo arregló todo para darme en adopción a un abogado y a su esposa. Sin embargo, cuando nací, aquel matrimonio cambió de opinión porque en el último momento decidieron que lo que realmente querían era una niña.

 Así es que los que ahora son mis padres, que se encontraban inscritos en una lista de espera, recibieron una llamada a medianoche: «Tenemos un niño recién nacido, ¿lo desean?» Y ellos contestaron: «Por supuesto».

 Pero mi madre no era universitaria y mi padre ni siquiera llegó a graduarse en la escuela secundaria, así es que cuando mi madre biológica se enteró, se negó a firmar los papeles finales de la adopción. Sólo cuando mis padres se comprometieron a enviarme un día a la universidad, cambió de opinión y aceptó la situación tal y como había venido dada.

 Así es que, 17 años más tarde, lo hice. Me matriculé en Stanford, una de las universidades más caras del país, obligando a mis padres, que eran de clase trabajadora, a invertir todos sus ahorros en mi educación. A los seis meses no le encontraba valor a los estudios, no tenía ni idea de lo que quería hacer con mi vida y pensaba que la universidad no me iba a ayudar a averiguarlo. Y mientras tanto, allí estaba, gastando todo el dinero que mis padres habían ahorrado durante toda una vida de trabajo.

 Así que decidí abandonar, con la convicción de que era lo más apropiado y que todo saldría bien. En aquel momento fue una difícil decisión, pero ahora, mirando hacia atrás, creo que fue una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida, porque a partir de ese momento, pude dejar de tomar clases con las que me sentía muy exigido y que no me interesaban y comencé a entrar en aquellas que simplemente me parecían interesantes.

 No fue un camino de rosas. No tenía dinero, ni alojamiento, así es que dormí en el suelo de las habitaciones de mis amigos, recogí botellas de coca-cola por 5 centavos para comprar comida y llegué a caminar siete millas cada domingo por la noche para conseguir un plato de comida caliente en el templo Hare Krishna de las afueras de la ciudad. Pero me gustaba lo que hacía. Y en ese camino de aprendizaje, siguiendo mi curiosidad y mi intuición, me tropecé con cosas sumamente valiosas.

 Déjenme darles un ejemplo:

El Reed Collage ofrecía en esa época una de las mejores enseñanzas en caligrafía del país. A lo largo de todo el campus, cada anotación, cada etiqueta en cada cajón, estaban hermosamente dibujados a mano con una exquisita caligrafía que me llamaba poderosamente la atención, así es que empecé a asistir como oyente a las clases de caligrafía. Aprendí mucho sobre tipos de letra «serif» y «san serif», sobre cómo hacer para variar el espacio entre diferentes combinaciones de letras y todo aquello que hace grande a la gran tipografía. Era un tema hermoso, histórico, artístico, en una forma en que la ciencia no puede comprender, y lo encontré fascinante.

 Sin embargo no tenía ninguna aplicación práctica en mi vida. Hasta que diez años después, cuando estábamos diseñando la primera computadora MacIntosh, recordé mi trabajo con la tipografía y lo incorporamos al proyecto. El Mac fue el primer ordenador que cuidaba las tipografías. Si no hubiera seguido mi intuición de asistir a ese simple curso, el Mac nunca habría incluido una variada colección de tipos de letra y fuentes espaciadas proporcionalmente. Y como Windows copió a MacIntosh, tampoco ellos las tendrían. Así es que si no hubiera dejado la universidad, nunca habría asistido a clases de caligrafía y los ordenadores no tendrían esas hermosas y variadas tipografías que tienen hoy en día.

 Por supuesto era imposible hacer esas conexiones mirando hacia delante, cuando estaba en la universidad, pero estuvo muy, muy claro para mí cuando diez años después, miré hacia atrás.

 No puedes conectar los puntos mirando hacia delante; sólo puedes conectarlos mirando hacia atrás. Pero es importante saber que, de alguna manera, los puntos se conectarán en el futuro. Tienes que creer en algo: tu valor, el destino, la vida, el karma, lo que sea. Esta idea nunca me ha decepcionado y ha marcado la diferencia durante toda mi vida.

 Mi segunda historia es sobre amor y pérdida

 ¿Fui afortunado? Encontré aquello que me gustaba hacer, temprano en mi vida. Woz y yo empezamos Apple en el garaje de mis padres cuando tenía 20 años. Trabajamos duro y, en 10 años, Apple pasó de ser una empresa de dos personas, en un garaje, a una compañía de dos billones de dólares con más de 4000 empleados. Habíamos entregado nuestra mejor creación –el Macintosh- un año antes y yo acababa de cumplir 30 años.

 Y entonces, me despidieron. ¿Cómo te pueden despedir de una compañía que has fundado tú mismo? Bueno, como Apple creció, contratamos a alguien que pensé que tenía suficiente talento para manejar la compañía conmigo y, durante el primer año, más o menos fue así. Pero luego nuestras visiones sobre el futuro comenzaron a ser diferentes. Nuestras divergencias fueron en aumento, hasta que llegaron a un punto de ruptura en el que nos enfrentamos abiertamente. En aquel momento, el Consejo se puso de su lado, así es que a los 30 años me encontré fuera del proyecto. Y de una manera muy pública, ante los ojos de todo el mundo. Así fue como todo lo que había sido el centro en mi vida entera de adulto, se había ido, y había sido devastador.

 Durante algunos meses no supe qué hacer. Sentí que había decepcionado a la generación anterior de empresarios, que había soltado el bastón que me había sido entregado. Me encontré con David Packard y Bob Noyce y traté de disculparme por haber ‘metido la pata’ de forma tan fatal. Era un error tan público que hasta pensé en huir del país. Pero algo comenzó a aterrizar lentamente en mí. Todavía amaba lo que había hecho. La forma en que se dieron los acontecimientos en Apple no había cambiado eso. Había sido rechazado, pero todavía estaba enamorado. Y decidí empezar de nuevo.

 No lo vi en ese momento, pero resultó que ser despedido de Apple fue lo mejor que podía haberme pasado. El peso del éxito de los años anteriores fue reemplazado por la agilidad y la liviandad de ser un novato otra vez, mucho menos seguro respecto a todo. Aquello me permitió entrar en uno de los períodos más creativos de mi vida.

 Durante los siguientes cinco años, creé una compañía llamada NeXT y otra llamada Pixar. Y me enamoré de una asombrosa mujer que después se convertiría en mi esposa.

 Pixar creó la primera película de dibujos animados por ordenador del mundo, Toy Story. Hoy en día es el estudio de animación de más éxito del mundo. En una carambola del destino, Apple compró Next, así es que yo regresé a Apple para desarrollar la nueva tecnología de Next en lo que ha supuesto el renacimiento actual de los nuevos ordenadores Apple.

 Y Laurene y yo tenemos juntos una familia maravillosa.

 Estoy seguro de que nada de esto hubiera pasado si no hubiera sido despedido de Apple. Fue horrible probar la medicina, pero supongo que el paciente la necesitaba.

 A veces la vida te golpea la cabeza con un ladrillo. No pierdas la fe. Estoy convencido de que la única cosa que me mantuvo de pie fue que amaba lo que hacía. Tienes que encontrar lo que amas. Y esto vale tanto para tu trabajo como para las personas que amas. Tu trabajo va a llenar una gran parte de tu vida, así es que la única forma de estar verdaderamente satisfecho es hacer lo que tú crees que es un gran trabajo. Y la única forma para lograr un gran trabajo es amar lo que haces. Si no lo has encontrado, sigue buscando. No te estanques. Como todos los asuntos del corazón, cuando lo encuentres, lo vas a reconocer. Y como cualquier gran relación, simplemente mejorará y mejorará conforme pasen los años. Así que sigue buscando hasta que encuentres.

 No te estanques.

 Mi tercera historia es sobre la muerte

 Cuando tenía 17 años, leí una frase que decía más o menos: «si vives cada día como si fuera el último, algún día es seguro que acertarás». Esto me impresionó y desde entonces, cada mañana me miro al espejo y me pregunto: «si hoy fuera el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que tengo programado para hoy?» Y cada vez que la respuesta ha sido «no» durante muchos días seguidos, he sabido que había algo que tenía que cambiar.

 Recordar que pronto estaré muerto es la herramienta más importante que jamás encontré, para ayudarme a tomar las decisiones más importantes en la vida. Porque casi todo, todas las expectativas externas, todo orgullo, todo temor al ridículo o al error, todo esto se desarma ante la muerte, dejando sólo lo que es verdaderamente importante. Recordar que vas a morir es la mejor manera que conozco para evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay razón para no seguir a tu corazón.

 Hace un año me diagnosticaron un cáncer. Me hicieron un escaner a las 7:30 a.m. que mostró claramente un tumor en mi páncreas. Ni si quiera sabía lo que era el páncreas. Los doctores me dijeron que se trataría, con toda seguridad, de un tipo de cáncer incurable, con una esperanza de vida de entre tres y seis meses. Me aconsejaron que me fuera a casa y que preparara mis asuntos. Esta es la fórmula habitual de los médicos en estos casos, pero implica muchas cosas: implica tratar de decirles a los niños en unos pocos meses, todo lo que pensabas decirles en los próximos diez años. Significa asegurarte de que todo está arreglado de tal manera que tu familia no tenga problemas más adelante. Significa despedirte.

 Viví con ese diagnóstico todo el día, hasta que por la tarde me hicieron una biopsia, me metieron un endoscopio por la boca, a través de la garganta y del estómago, hasta los intestinos. Llegaron con una aguja hasta el páncreas y allí recogieron algunas células del tumor. Yo estaba sedado, pero mi esposa, que estaba allí, me contó que cuando vieron las células a través del microscopio, los doctores empezaron a llorar porque resultó que era una forma muy rara de cáncer pancreático que se puede curar con cirugía. Me operaron y ahora estoy perfectamente.

 Esto ha sido lo más cerca que estado de afrontar la muerte y espero que sea lo más cerca durante algunas décadas más. El haber pasado por eso me permite decirles hoy a ustedes, con un poco más de certeza, que la muerte es un concepto útil, incluso desde un punto de vista racional. Nadie quiere morir, incluso la gente que quiere ir al cielo no quiere morir para llegar allí. Y aún así, la muerte es el destino que todos compartimos. Jamás nadie se ha escapado. Y así es como debe ser, porque la muerte es definitivamente la mejor invención de La Vida. Es el agente que cambia la Vida. Limpia lo antiguo para hacer camino a lo nuevo.

 En este momento lo nuevo son ustedes, pero algún día no muy lejano, ustedes gradualmente van a convertirse en lo antiguo y serán apartados. Disculpen que sea tan dramático, pero es exactamente la verdad.

 Su tiempo es limitado, así que no lo desperdicien viviendo la vida de otros. No se queden atrapados en el dogma, que es vivir los resultados del pensamiento de otras personas. No dejen que el ruido de las opiniones de otros apague su voz interior.

Y lo que es más importante, tengan el coraje de seguir su corazón y su intuición. Ellos de alguna manera ya saben lo que tú realmente quieres ser. Todo lo demás es secundario.

 Cuando era joven, había una publicación impresionante llamada «El Catálogo de la Tierra Entera», que era una Biblia de mi generación. Fue creada por un tipo llamado Stewart Brand, no muy lejos de aquí en Menlo Park, y le dio vida con su toque poético. Esto fue a finales de los 60, antes de la llegada de los ordenadores, así es que estaba hecha íntegramente con máquinas de escribir, tijeras y cámaras polaroid. Era algo así como Google en formato de papel, 35 años antes de que Google apareciera: era idealista y estaba llena de excelentes herramientas y de nociones sensacionales.

 Stewart y su equipo sacaron varios ejemplares de su catálogo y finalmente, cuando había cumplido su ciclo, publicaron un último ejemplar. Eran ya mediados de los ’70 y yo tenía la edad de ustedes. En la contraportada de este último ejemplar había una foto de un amanecer en el campo de esos que ustedes desearían recorrer si fueran aventureros. Y en medio de la foto, estas palabras: «Mantente hambriento. Mantente tonto». Ese era su mensaje de adiós al retirarse.

 Manténganse hambrientos. Manténganse tontos. Yo siempre he deseado eso para mí mismo. Y ahora, mientras ustedes se gradúan y se enfrentan a sus nuevas vidas, yo les deseo eso.

 Manténganse hambrientos. Manténganse tontos

Noticias de Etiopía

Hace 4 años, más o menos por estas fechas, recibí por primera vez noticias de la madre biológica de mi hijo mayor.

 Llegaron a través del teléfono, una explicación somera de la situación familiar con datos que han resultado ser muy relevantes, y horas más tarde, encontré en el correo electrónico la primera foto.

 Recuerdo la extrañeza y la emoción al ver esta foto, cómo busqué a mi hijo mayor en los rasgos de su madre, cómo intenté escudriñar en su estado de ánimo a partir de la expresión de sus ojos.

 Recuerdo cómo intenté rellenar todos los nuevos vacíos que dejó esta información, saber su nombre, su edad, su situación sentimental. Cómo traté de rastrearla, de inventarla, a partir de las pocas frases que me transmitieron de la conversación.

 Lo que me costó encajar la nueva fecha de nacimiento – y la nueva edad – de mi hijo. Cómo algunas cosas que había observado en su comportamiento cuadraron de repente.

 El vértigo al ser consciente del camino que se abría delante de mi. Un camino que – me parecía entonces – tan pocas familias adoptivas habían transitado.

(Nota: la foto que ilustra esta entrada NO es de la madre de  mi hijo. Por si hay alguna duda, NINGUNA foto de este blog es de nuestra familia. La mayoría están sacadas de Internet. Esta la he «cogido prestada» del magnífico blog Mamá Etiopía, el blog que muchos de los que nos sentimos conectados con este país leemos para estar informados de cosas que suceden allí. Como dirían los de Cahiers du Cinéma, un blog «imprescindible para la supervivencia»).

La madre de cenicienta

Durante toda mi infancia estuve convencida de que «madrastra» era sinónimo de mala madre.

La culpa la tenían, claro está, cuentos como La Cenicienta, Blancanieves o Hansel y Gretel, donde la segunda esposa del padre viudo era un dechado de defectos, que maltrataba, ninguneaba, abusaba y a menudo intentaba matar a la tierna protagonista de la historia.

Muchos años después, leí que en la primera versión de «La Cenicienta» que hicieron los Hermanos Grimm, la que maltrataba y utilizaba a la hija era la madre, la madre biológica, lo que algunos llaman «la madre de verdad». Después decidieron cambiarlo ante el escándalo del público lector, que no pudo tolerar la idea de que una madre pudiera ser tan mala.

Porque en el imaginario colectivo, la madre es buena, la madre es abnegada, la madre lo da todo por sus hijos. Incluso cuando se equivoca, lo hace con la mejor de las intenciones, buscando el bien de sus hijos.

Esto contrasta con algunas noticias tremendas de los últimos días, como la de la madre neoyorkina que ha matado a su hijo por romper el televisor (no apta para estómagos sensibles).

Sin llegar a este extremo, no es tan raro encontrar madres negligentes, madres que abusan emocionalmente, madres que insultan a sus hijos, que les dejan en ridículo delante de sus amigos. Madres tóxicas.

Digan lo que digan los cuentos, no todas las madres son buenas.

Ni las madrastras malas.

Más allá de la vida

 

Hace pocos días vi «Más allá de la vida», la última película de Clint Eastwood. Aunque a priori lo de los contactos con los muertos no es un tema que me interese demasiado, me gusta mucho el Eastwood director (y el Eastwood actor… y hasta el Eastwood hombre, si me apuras), así que la cogí convencida de que me aportaría algo.

Y efectivamente, me pareció que aportaba un punto de vista interesante sobre el tema, un punto de vista que parte del descreimiento que comparto. Porque, como la protagonista de la película, yo no creo en meigas, pero haberlas, haylas.

Pero lo que más me tocó no fue la historia de los dos adultos que tienen experiencias extrasensoriales, sino la historia del niño (ojo: a partir de ahora podría estropearle la película a alguien que quiera verla sin saber mucho de ella).

Me llegaron al corazón aquellos dos hermanos gemelos, tan frágiles, tan solos, tan responsables de su madre drogadicta y perdida, que limpian la casa cuando llegan los Servicios Sociales, esconden las botellas y despiertan a la madre. Me llegó al corazón lo solo que se queda el gemelo superviviento cuando el otro muere. Lo tremendamente perdido que se encuentra cuando su madre le dice que no es lo bastante fuerte para seguir ocupándose de él. Y el miedo, el desconcierto, con el que llega a su familia de acogida, que por voluntariosos y experimentados que sean, no dejan de ser unos desconocidos.

Lo difícil, lo duro, lo doloroso, que le es dejar atrás su mundo. Lo que conoce. Lo que es.

Desde que decidí adoptar, siempre he intentado imaginar cómo se sentiría un niño que de golpe, es separado de todo lo que conoce. Que pierde su familia, sus referentes, su idioma, sus olores, su historia. Pero creo que sólo he sido capaz de imaginarlo realmente cuando he tenido conmigo a mis hijos, cuando les he conocido, y cuando he conseguido ponerme en el lugar en el que estarían si lo perdieran todo ahora. ¿Cómo se sentirían B. y A., si de un día para otro yo desapareciera, toda su vida desapareciera? ¿Cómo encajarían una nueva familia, quizás un nuevo nombre, que alguien les dijera «ahora yo soy tu madre» (e incluso quizás que yo, la que he sido su madre hasta el momento, no lo soy ya, no soy nada)? ¿Separarse no sólo de la familia sino del barrio que conocen, de los amigos del colegio, de sus rutinas, de las estrategias que les permiten sobrevivir aquí y ahora?

¿Cómo podrían reconocerse, fuera de contexto?

Decía Nancy Verrier que nuestros hijos no tienen comportamientos anómalos, sino reacciones normales a vivencias anómalas.

Y es que es para volverse loco, ¿no?

Familia

Esta semana se ha publicado una noticia muy curiosa relacionada con las adopciones en la época de los «robos de niños» en España.

 María Victoria, cuya hermana gemela murió al nacer, y María José, adoptada que llevaba años buscando la familia biológica, estaban convencidas de que haberse encontrado por fin. Su aspecto físico era idéntico, como demuestra la foto:

 y en seguida se sintieron conectadas, así que decidieron hacerse las pruebas de ADN… y descubrieron que no tenían ninguna relación familiar. Pero ellas han decidido no conformarse con la noticia: repetirán las pruebas porque ya se sienten familia.

 ¿Qué nos convierte en familia? ¿Es tan importante la genética entre dos personas que nunca se han visto? ¿Más importante que esta conexión que sienten que hay aunque el ADN no la corrobore?  Si ustedes descubrieran de golpe que los que consideran sus hijos (biológicos) no lo son, porque los cambiaron en el hospital al nacer o porque sus mujeres fueron infieles, ¿dejarían de considerarlos sus hijos?

 ¿Qué nos convierte en familia? ¿Más allá de querer serlo?

Conversaciones con A.

Esta es una conversación que tuvo hace poco S. con su hijo A., de 5 años, adoptado en Marruecos.

A. me saca ayer una foto que tenemos en su habitación, los tres en la crèche… y me dice:
– ¿Qué hacía yo ahí?
– Estás con papá y mamá…
– Sí. Pero, ¿por qué estaba ahí?
– Estábamos en el jardín porque hacía bueno.
– Sí, hay sol. Pero en el banco no (y me señala los alrededores de la foto, o sea la crèche), ahí mamá. ¿Por qué estaba ahi?

(Ya caí, pero es que es la primera vez que me pregunta).

– Pues ahi estabas con otros niños que estaban como tú, que no tenían papás, esperando que vinieran unos papás y unas mamás a buscarlos.
– Mamá, una señora me dejó ahí.
– Sí, creo que fue la mamá que te tuvo en su tripa.
– No mamá: una señora que me robó… y papá me encontró y vinimos a casa…
– No, cariño a tí no te robó nadie, y no te robará nadie porque no lo vamos a dejar.
– No te preocupes, mamá, no me roban. Estas tú y papá… y la tia N., y el tio M., y M. y …. (nombró a toda mi familia)

Ostras, me dejó sin palabras.

A mí también.