Demasiado imperfectos
Hace unos días, Emma escribió una entrada sobre los niños Demasiado mayores para ser adoptados. Hoy reflexiona sobre los niños Demasiado imperfectos.
D. se me acerca caminando, ayudado por sus muletas. Yo le digo siempre que parece un pirata con pata de palo, pero él no sabe muy bien qué es un pirata, nunca ha visto uno. Es lógico, tampoco ha visto un barco, ni el mar, apenas habrá visto el río Níger una docena de veces, las pocas que ha ido a la escuela.
D. es uno de los muchos niños discapacitados que hay en el orfanato, y además es mayor, muy mayor, para ser adoptado. Diría que tiene unos 12 años, pero podría tener hasta 15, es difícil calcular la edad de un saco de huesos que apenas se mantiene recto sobre sus extremidades inferiores. Es inteligente, quizá no para encajar en el estúpido estándar de inteligencia decidido por la gente lista. Pero es lo suficientemente avispado para entender que nunca saldrá de allí, y a pesar de ello lo sigue intentando: “Cuando te vayas a Francia llévame contigo para ser mi madre”, me dice, en perfecto francés. Le he dicho muchas veces que no me voy a ir a Francia, sino a España, que no puedo llevarlo conmigo, que no puedo ser su madre y que es muy difícil que le encuentren una. Él se limita a bajar la cabeza, algo afectado. Al día siguiente vuelve a la carga, y así día tras día. No pierde la esperanza.
A tiene más o menos su misma edad y es discapacitado mental profundo. En cuanto puede corre desnudo por el patio y defeca en medio del arenero, ignorando las órdenes de las cuidadoras sobre el respeto a las visitas oficiales. A A. le importan poco los formalismos: enseña el culo al menor descuido al mísmisimo presidente del Tribunal, en un acto inocente que pareciera tener un significado simbólico: aquí estamos los niños handicapés, somos dignos de atención, existimos.
A es una niña de unos 4 ó 5 años, baila de rodillas al ritmo del yembé, porque la impresionante curvatura de su espalda le impide incorporarse. A. es dulce y bonita, y también tiene enredada en su ensortijado cabello la esperanza de que alguien se la lleve a casa, a un hogar de verdad donde mamá hace sopa de pollo y da besos por las noches.
Como D., como A., muchos niños handicapés esperan su oportunidad en la planta baja, tan deteriorada y maloliente que las pocas veces que accedo a ella me entran náuseas, y me pregunto cómo puede un ser humano tan desvalido y frágil como un niño discapacitado soportar vivir allí día tras día. Observo cómo nadie hace nada por estos niños, cómo un par de cuidadoras abnegadas hacen lo posible por convertir aquella cuadra en algo parecido en un hogar. Los pocos medios externos que van destinados a estos niños no les llegan, parecen quedarse en el despacho de la dirección. Al fin y al cabo, ¿qué valor pueden tener estos niños para la sociedad?
Los niños discapacitados físicos y mentales son desechados como la fruta podrida en la mayor parte de los países africanos, y en mayor proporción en aquellos donde el animismo tiene una fuerte raigambre. Tener a uno de ellos en la familia supone un estigma, una maldición. La mayoría son abandonados y los que sobreviven son ingresados en centros estatales. No tienen opciones, o estas con mínimas, de ser integrados en la sociedad.
Ninguna agencia de adopción que yo conozca tiene un programa específico de ayuda a estos menores, se dedican a dar salida a los bebés sanos del orfanato. Podrían aprovechar la coyuntura para promover algún programa de apoyo a los discapacitados, pero ¿a quién le gusta comerse la fruta podrida?
A mi mente regresa la sonrisa de D. cuando le daba a escondidas un par de galletas, y cómo me decía bajito “merci”, en francés, empeñado quizá en que realmente me iba a Francia…