Diario del año de la peste, entrega 106
Cuando llegué al cole al que van los dos pequeños (y entonces iban los 4), una de las cosas que me fascinó fue su «política de puertas abiertas». A diferencia de lo que pasaba en el cole anterior, donde dejabas a las criaturas en la puerta de la calle y ellas solas recorrían el trayecto hasta el patio donde hacían sus filas (lo que nos costó no pocos dramas) o subían las escaleras hasta las clases, y les recogías igualmente en la calle, donde las familias nos aglomerábamos mientras las maestras les llamaban uno por uno cuando nos veían para que salieran de sus filas, en este cole, con una estructura arquitectónica muy distinta (el patio estaba alrededor, no el en interior), entrábamos hasta la zona donde hacen las filas, podíamos esperar con ellos y verles subir. Y despedirles, si no les daba vergüenza (A. era el único en los últimos cursos que siempre me daba un beso antes de subir). Y por las tardes, igualmente les recogíamos dentro del cole. Y luego nos quedábamos: algunas criaturas, a hacer extraescolares, pero otras, los hermanos, las madres y los padres, con la excusa de esperarles, nos quedábamos en el patio. Incluso familias cuyas criaturas no tenían extraescolar este día. Merendaban, jugaban al futbol, al ping-pong o al pilla, hacían los deberes colectivamente sentados en las mesitas del porche, y las familias nos quedábamos de tertulia hasta que caía la tarde. Circulaba la información, se tejían redes, arreglábamos el mundo.
Todos los años, a principios de cursos, no recordaban desde Dirección que no nos podíamos quedar; pero hicimos de nuestra permanencia un acto de resistencia. El patio será siempre nuestro.
Ahora ha venido el Covid-19 y le ha ganado la batalla a Dirección.
La escuela será un poco menos a partir de septiembre, con las mascarillas, y el distanciamiento social y el miedo a las aglomeraciones.
Esto sí, con un poco de suerte empezará a haber medidas higiénicas básicas, como jabón en los baños y papel higiénico.
Ayer bajé al parque con P., A. y su amigo M. En un momento dado, me pidieron alejarse a otra zona sin sombra, que les parecía que ofrecía posibilidades más interesantes. Les dije que no, pero no pude dejar de pensar que hace unos meses, o si no hubieran pasado estos meses, no habría tenido problema en que tres chicos de 11-12-casi 13 años se fuera a 500 metros sin mi supervisión.
La autonomía de las criaturas es otra de las cosas que nos ha robado el coronavirus. Poder mandarles a la tienda a comprar algo, o que se den un paseo solos, o que se vayan con su pandilla hasta el campo de futbol. Un puñado de posibilidades que tenían ganadas y que de repente se han esfumado, o al menos, se han difuminado.