familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para junio, 2020

Diario del año de la peste, entrega 106

Cuando llegué al cole al que van los dos pequeños (y entonces iban los 4), una de las cosas que me fascinó fue su «política de puertas abiertas». A diferencia de lo que pasaba en el cole anterior, donde dejabas a las criaturas en la puerta de la calle y ellas solas recorrían el trayecto hasta el patio donde hacían sus filas (lo que nos costó no pocos dramas) o subían las escaleras hasta las clases, y les recogías igualmente en la calle, donde las familias nos aglomerábamos mientras las maestras les llamaban uno por uno cuando nos veían para que salieran de sus filas, en este cole, con una estructura arquitectónica muy distinta (el patio estaba alrededor, no el en interior), entrábamos hasta la zona donde hacen las filas, podíamos esperar con ellos y verles subir. Y despedirles, si no les daba vergüenza (A. era el único en los últimos cursos que siempre me daba un beso antes de subir). Y por las tardes, igualmente les recogíamos dentro del cole. Y luego nos quedábamos: algunas criaturas, a hacer extraescolares, pero otras, los hermanos, las madres y los padres, con la excusa de esperarles, nos quedábamos en el patio. Incluso familias cuyas criaturas no tenían extraescolar este día. Merendaban, jugaban al futbol, al ping-pong o al pilla, hacían los deberes colectivamente sentados en las mesitas del porche, y las familias nos quedábamos de tertulia hasta que caía la tarde. Circulaba la información, se tejían redes, arreglábamos el mundo.

Todos los años, a principios de cursos, no recordaban desde Dirección que no nos podíamos quedar; pero hicimos de nuestra permanencia un acto de resistencia. El patio será siempre nuestro.

Ahora ha venido el Covid-19 y le ha ganado la batalla a Dirección.

La escuela será un poco menos a partir de septiembre, con las mascarillas, y el distanciamiento social y el miedo a las aglomeraciones.

Esto sí, con un poco de suerte empezará a haber medidas higiénicas básicas, como jabón en los baños y papel higiénico.

Ayer bajé al parque con P., A. y su amigo M. En un momento dado, me pidieron alejarse a otra zona sin sombra, que les parecía que ofrecía posibilidades más interesantes. Les dije que no, pero no pude dejar de pensar que hace unos meses, o si no hubieran pasado estos meses, no habría tenido problema en que tres chicos de 11-12-casi 13 años se fuera a 500 metros sin mi supervisión.

La autonomía de las criaturas es otra de las cosas que nos ha robado el coronavirus. Poder mandarles a la tienda a comprar algo, o que se den un paseo solos, o que se vayan con su pandilla hasta el campo de futbol. Un puñado de posibilidades que tenían ganadas y que de repente se han esfumado, o al menos, se han difuminado.

Diario del año de la peste, entrega 105

Parte médico familiar:

Después de un fin de semana casero de bricolaje y descanso, llegan los resultados de las pruebas. Bastante ajustadas a lo que esperábamos: buena parte de la familia hemos pasado el Covid-19 y lo hemos superado. Ninguno estamos enfermos ahora mismo. Podemos viajar sin miedo a contagiar; debemos seguir guardando las precauciones pertinentes.

Más allá de estos datos, falta saber todo lo demás: si haberla pasado genera inmunidad, y hasta cuándo; si las pequeñas molestias que persisten son síntomas o secuelas; si van a ir desapareciendo o se cronificarán; si va a ser fácil conseguir la atención médica necesaria o vamos a quedar en un limbo.

Aunque B. y C. aún tienen extraescolares, ha terminado la escuela, y el calor nos aplasta a todos. M. y O., los mejores amigos de los pequeños, están fuera: de acampada, en casa de los abuelos. Ha llegado definitivamente el verano. Un verano raro, que también está en un limbo. No sabemos si abrirán las piscinas,. No sabemos si viajaremos, hasta dónde, con quién, dónde podremos alojarnos, cuán seguros nos sentiremos lejos del refugio de las paredes de nuestro piso.

Por ahora, y a pesar del teletrabajo, el calor nos obliga a adoptar los hábitos morosos de los veranos: habitaciones en penumbra por las contraventanas entornadas, poner los toldos cuando da el sol para proteger las habitaciones que dan al patio, quitarlos cuando el sol se va para que el aire circule; manguerazos, siestas, camisas blancas de algodón, salir al atardecer para aprovechar las horas más frescas y no morir en el intento, regar las plantas para que sobrevivan al calor.

He puesto tutores a las tomateras. Los tomates siguen verdes, tirando al amarillo y empiezan a tener un tamaño considerable.

Diario del año de la peste, entrega 104

“El 13 de marzo tuve los primeros síntomas”… “el 6 de marzo”… “el 10 de abril”… “Han pasado 100 días”… “90 días”… “3 meses”… “135 días”…

“Tengo hormigueo”… “tos y cansancio”… “vómitos”… “traquea y garganta inflamadas”… “agotamiento”… “un peso en el pecho”… ”dificultad para respirar”… “no he vuelto a recuperar el olfato y el gusto”…

“Pcr positiva”… “después de 80 días, la pcr por fin ha salido negativa”… “serología positiva”… “serología negativa”… “sigo siendo positiva”… “sigo de baja”… “me han dado el alta”… “estoy teletrabajando”… “los anticuerpos dan negativo pero los síntomas siguen”… “IgM negativos e IgG positivos”…

“No me hacen caso”… “me dicen que es de la ansiedad”… “dice el médico que todo está en mi cabeza”… “me dicen que es sinusitis”… “que si me he tragado una espina”… “dice el médico que no me hará más pruebas porque estoy estupenda y que cambie el chip”… “por la Seguridad Social no nos quieren derivar y lo achacan a problemas psicológicos cómo hipocondría y miedo”…

“Es como si nadie me creyera”… “me estoy desesperando”… “Que suerte haberos encontrado, porque ya pensaba que me estaba volviendo loca”… “al igual que todos vosotros pensaba que estaba sola en esto”… “menos mal que os encontré”… “Pensé que estaba más menos sola”… “Sé que suena algo un poco horrible, pero me alegra saber que no soy la única”…

Es un bálsamo y también una tristeza infinita leer las decenas de mensajes en el grupo de Facebook Covid-19 persistente Madrid. Un grupo que crece por horas y que es uno de los miles que existen por todo el mundo. Los que reúnen a los pacientes de Covid-19 que, a pesar del paso del tiempo, el alta, las pcr negativas… siguen teniendo síntomas. A los que nadie atiende. Que sienten que no tienen derecho a que nadie les atienda porque hay gente más grave. Porque hay enfermos que siguen en las UCIS, ingresados, luchando por su vida. Porque hay 30.000 muertos.

Llegamos al grupo a través de un artículo que publicó El País, y no somos las únicas: va llegando al grupo un goteo de personas que por fin atisban algo de luz después de un viaje muy solitario, en muchos casos, sin nadie que les escuchara o entendiera. Es como llegar a casa después de una travesía agotadora y darte cuenta de que te esperan.

Hay una cita de un libro que leí muchas veces de jovencita. Era una novela policíaca de Ruth Rendell, pero el autor de la cita (lo acabo de buscar), es el poeta Robert Frost: El hogar es este lugar donde, cuando llegas, deben dejarte entrar.

Diario del año de la peste, entrega 103

A estas horas deberíamos estar saliendo hacia Barcelona, después de casi 4 meses sin ir.

Pero hace unos días, y después de consultar varias veces tanto al Centro de Salud como al Hospital sin obtener respuesta ni atención por unas molestias que no han acabado de desaparecer después de que le dieran el alta del Covid-19, N. decidió hacerse una serología para quedarse más tranquila. En su trabajo están empezando a hacer trabajo presencial, teníamos previsto este viaje, y todas precauciones eran pocas.

Me pareció buena idea: di por sentado que saldría que había generado ya anticuerpos, nos aseguraríamos de haberlo pasado, porque sus resultados, claro, serían extrapolables al resto de la familia.

Llegaron los resultados: efectivamente, la serología era positiva, es decir, había pasado el Covid-19. Todas esas semanas de febrícula (a veces fiebre), tos, dolor muscular, pérdida de olfato, agotamiento… respondían a nuestras sospechas y a los de los médicos, a pesar de que en aquel momento ninguna prueba lo había confirmado. Pero cuando leímos la letra pequeña, nos sorprendieron los valores que daban. Después de preguntar a los sanitarios de nuestro alrededor, nos dijeron que con esos valores, no era descartable cierto riesgo de contagio.

Así que cogió el papel y se fue al Centro de Salud, donde, por fin, los médicos que se la habían quitado de encima cada una de las veces que fue a contarles que seguía con molestias, que no tenía seguridad de haber pasado la enfermedad, y tampoco de haberla superado al 100%, que no habían encontrado razones para hacerle pruebas de ningún tipo de prueba y que de hecho, dejaron de preocuparse cuando la fiebre remitió, esos médicos, esta vez sí, reaccionaron: Le hicieron un PCR cuyo resultado debería llegar pronto y también le dieron la baja. Avisó a sus compañerxs y jefxs, cancelamos el viaje a Barcelona… y nos decidimos a hacernos serología toda la familia, para estar segurxs al 100% que no podemos contagiar a nadie.

Esta mañana nos hemos levantado prontísimo para ir al laboratorio que escogimos. «Hace frío», han dicho A. y P. al entrar al coche. Y sí, parece mentira que unas horas después fuera a hacer tanto calor. Medio dormidos y con un humor regular, hemos cargado a las criaturas al coche y nos hemos desplazado hasta el lugar donde nos iban a hacer la analítica. Todo el proceso no ha estado exento de complicaciones: dificultades para aparcar, las dudas a la hora de elegir el tipo de prueba, colas para las analíticas y hasta algún mareo. Pero finalmente, hemos salido con las pruebas hechas y un código para comprobar el lunes los resultados.

Después hemos vuelto al barrio, hemos ido a la escuela a recoger las notas de A. y P. y hemos desayunado en un bar que descubrimos hace unos cuantos meses, en un encuentro familiar. Ha sido la primera salida a un bar que hemos hecho los 6 juntos. En la terraza, las mesas estaban ocupadas, pero dentro del local estábamos solos.

Todavía quedaba todo el día por delante, y ya empezaba a hacer calor.

Diario del año de la peste, entrega 102

C. se ha puesto el despertador, se ha levantado antes de las 8, se ha preparado un desayuno ligero y ha cogido la bici para ir a la piscina. Por fin, hoy, retoma las clases de Natación Sincronizada que tanto ha echado de menos.

¿De verdad hace este buen tiempo por la mañana?, me ha preguntado. Jamás había madrugado tanto en verano.

Ha llegado el calor y andamos todo el día abriendo y cerrando ventanas, subiendo y bajando persianas, arriando e izando los toldos, buscando crear zonas de penumbra y corrientes de aire que nos permitan esquivar al máximo el calor y optimizar los momentos más frescos.

Hasta que llega la noche y volvemos a respirar.

La noche, dice A., es como vuestro día: os echáis en el sofá a ver series hasta tarde.

Hemos terminado la segunda vuelta de «Cites», que aguanta muy bien el segundo visionado, incluso sabiendo lo que va a pasar. Y hemos arrancado con «Snowpiercer», «El rompehielos», del que va apareciendo cada semana una capítulo nuevo. Solo empezarlo recordé un cómic que leí de pequeña, solo algunos fragmentos, en un volumen encuadernado de Totem o Cimoc que andaba por casa; siempre quise saber cómo continuaba. Y N. encontró que era una película de Bong Joon-Ho, el mismo director de «Parásitos».

La buscamos y la vimos, y me pareció la metáfora perfecta del capitalismo: gente que vive con todos los lujos, pero cuya vida regalada no tiene sentido; y otra gente que vive en la más aterradora miseria, hacinados y alimentándose de comida basura, cuya vida miserable tampoco tiene sentido. Les dicen que la división en clases es la única manera de que el sistema siga rodando; y que fuera no hay vida posible. Y la supervivencia del sistema se asienta sobre el trabajo esclavo de la infancia.

 

Diario del año de la peste, entrega 101

Contaba Primo Lévi en «Si esto es un hombre» que cuando estaba en el campo de concentración de Auschwitch, todos los días se aseaba y se afeitaba. Otro prisionero le preguntó por qué le hacía, qué sentido tenía lavarse y arreglarse en un lugar como aquel, si lo más probable es que todos acabaran muriendo; y él le dijo que en un lugar donde trataban de quitarles no solo la vida sino la dignidad, cuidarse cada mañana era una forma de conservar la humanidad.

Me he acordado mucho de esto por el peso que han tenido en este confinamiento las peluquerías, a pesar de que al principio nos reímos mucho de que los consideraran servicios esenciales. De alguna manera lo son.

Ayer volví a la peluquería, yo que voy tan pocas veces: decidí volver a teñirme el pelo después de casi 4 meses. Había pensado en dejármelo blanco, pero no me veo yo. Igualmente, seguro que estos 4 meses libres de tintes le han hecho bien a mi pelo.

Por la tarde fuimos a ver el párking del vecino del padre de F., que lo alquila. Finalmente no nos lo quedamos porque las maniobras de entrada y salida son complicadas y no tengo ninguna duda de que acabaría rascando el coche o arrancando (otra vez) el retrovisor. Pero descubrimos un rincón de barrio fascinante, escondido: un callejón como de película neorrealista italiana, detrás de la puerta del párking, con media docena de garajes independientes, ropa tendida y vecinas asomadas a la terraza de sus cocinas.

Hay otros mundos, pero están en este.

Igualmente tuve esta sensación cuando, un rato más tarde, entramos en un club de fútbol del barrio por el que habíamos pasado muchas veces pero en el que no habíamos entrado. Detrás de la verja, se abría otro universo: es como si salieras de la ciudad para trasladarte al campo, con su verde, su mesa de plástico en la puerta de la caseta, el gorjeo de los pájaros y el cri-cri de las cigarras.

Cuando pisé mi barrio por primera vez, y descubrí la plaza de la Iglesia, y los callejones de alrededor, con sus casas de pueblo techadas con tejas, pensé que, como en otros lugares, era el núcleo antiguo del barrio moderno que luego creció entorno suyo. Pero cuando traté de pasearme este núcleo primigenio, me dio la sensación de que era como un decorado de las películas del Oeste: detrás de las fachadas, no había nada. El pueblo original – que hace menos de 100 años existía, como demuestran la fotos que tienen colgadas en la Tahona – ha desaparecido, fagocitado por los edificios nuevos: detrás de estas 4 casas bajas, no hay nada.

Pero más tarde descubrí que, detrás de los edificios anodinos de dos plantas que conforman las calles, se abren otros mundos incógnitos. Como el callejón neorrealista del párking, o el campo abierto del club de fútbol, te encuentras jardines con olivos, la plaza de pueblo que es nuestro patio compartido, patios a cuyo alrededor se organizan pequeñas viviendas.

Hay otros mundos, pero están en mi barrio.

Seguro que si hubiéramos estado en Barcelona, no habríamos salido de verbena. Pero cada Sant Joan pasado lejos de casa no puedo menos que pensar en las verbenas de mi infancia, esa vez que mi madre nos enseñó a encender y arrojar las piulas lejos de nosotras para oírlas estallar, la ristra de farolillos que colgábamos alrededor de la piscina al inicio de mi adolescencia, la meticulosidad con la que escogíamos los distintos tipos de fuegos artificiales en la tienda de petardos, la música, la coca, el fuego, las copas de cava burbujeando encima de la mesa de mármol debajo de la parra que ya tenía uvas chiquititas y verdes, todo lo que marcaba el inicio del verano.

Diario del año de la peste, entrega 100

Hace 100 días empecé a escribir este diario. Era viernes 13 y llevábamos 4 días confinados, desde el martes anterior, aunque los colegios cerraron el miércoles. El viernes 13 fue el día que el Gobierno decretó el Estado de Alarma y declinamos una invitación de E. para bajar a tomar algo a una terraza, la última oportunidad antes de muchas semanas de encierro. Aún no sabíamos que nos venía encima, pero ya empezábamos a saberlo.

No sé si ya nos encontrábamos mal, creo que no; yo había estado regular la semana antes, pero ese día me sentía recuperada.

Fue el último día que fui a mi trabajo, por la tarde. Recuerdo los carteles en los estudios de “proteged al técnico, no entréis a los controles si no es imprescindible”. Entré y hablé con J., pero no nos acercamos el uno al otro.

Al volver llené el depósito de gasolina, había cola en la gasolinera. Hicimos alguna compra para proveer la despensa.

Aquel 13 de marzo, hace 100 días, estaba lejos de imaginar lo largo que se haría esto. Pensé que estaríamos en casa 15 días, hasta que todo estuviera controlado; quizás otros 15 más, por precaución. Nunca habría imaginado que morirían más de 30.000 personas (según las cifras más optimistas). Que se habilitaría un hospital de campaña en el IFEMA. Que se convertiría el Palacio de Hielo en una morgue provisional.

He visto cosas que vosotros no creeríais.

Escuchábamos la radio todo el tiempo, veíamos los programas informativos en la televisión, la prensa, las redes. Teníamos se de información, de datos que nos permitieran hacernos una idea de qué había pasado y qué pasaría después.

Esto todavía me sucede: hay muchas cosas que no he logrado entender.

En el barrio se empezaba a organizar grupos de ayuda mutua y ya se conocían los datos de que en China, la cuarentena había reducido la contaminación. No sé si habíamos visto ya las imágenes de los cisnes y los delfines en los canales de Venecia.

No sabía qué pasaría en las siguientes semanas, pero sí estaba convencida de que lo que pasaran, nos cambiaría para siempre.

100 días atrás.

Diario del año de la peste, entrega 99

Ayer iba a ser el fin del mundo, según una de las interpretaciones del calendario Maya.

Terminó el día y aquí seguimos.

Lo que sí terminó fue el Estado de Alarma. Y de alguna manera, la sensación de excepcionalidad. En otros países se están produciendo rebrotes, y tengo la sensación de que tendremos que estar muy alerta, ser muy cuidadosos, para no ponernos en riesgo; y no solo en lo que se refiere a la enfermedad: también tendremos que ser cuidadosos para no volver a las normalidades de antes, las de usar y tirar lo que nos rodea.

En otros contextos, los chicos habrían terminado el colegio el viernes pasado. Habría sido una semana de fiestas, actuaciones, juegos de agua, despedidas. En vez de esto hubo videollamadas de clase.

«D. lloró», me dijo A. «Se emocionó. Lo que no entiendo es por qué hubo niños y niñas de la clase que no se conectaron, ¡qué es la última videollamada!»

También ha llegado el calor: hemos sacado los vestidos de tirantes y los ventiladores, hemos guardado mantas y edredones. Tenemos hambre de piscina, de playa, de hamaca, de estar encerrados hasta que al anochecer baja un poco el calor.

Los domingos son días de cine clásico: ayer vimos King Kong. La de 1933. Con muchas protestas por parte de las criaturas, que consideran que la moderna es «más completa». Y en color, claro.

No la había visto desde hace muchísimos años, y la recordaba poco. Me sorprendió mucho las reminiscencias de cine mudo que conserva, las largas secuencias sin palabras, solo con lenguaje gestual, la elección de actriz protagonista, esa rubia de ojos abiertísimos que chilla tan bien; no me sorprendió nada el machismo, el racismo, el lenguaje colonial. Los niños lo notaron enseguida: que imbéciles, piensan que no saben hacer nada porque es chica; ¿por qué se ríen de los chinos y de los negros?; dicen que King Kong es malo, pero son ellos los que se meten en su hábitat y le tocan las narices.

A las criaturas, ver cine clásico les permite venir de dónde venimos; a mí, cuánto hemos avanzado.

Diario del año de la peste, entrega 98

Corría el año 2010, cuando descubrí que las Familias Monoparentales con dos hijos – yo lo era desde un año atrás – sufríamos una discriminación flagrante en el contexto de las Familias Numerosas; mientras ellos tenían esta consideración y una serie de beneficios con 3 criaturas (es decir, una ratio menor a la mía de criaturas por adultx, incluso en el caso de que todos sus hijos e hijas fueran comunes), nosotras quedábamos excluidas. No solo eso: si eras monoparental por viudedad – y por tanto, probablemente cobrabas en casa prestaciones por orfandad y/o viudedad – también eras Familia Numerosa. Si no había habido un padre legal en ningún momento, no.

Hubo cierto debate en esa época, en la que me sentí muy incomprendida: el discurso generalizado era, o bien que tener 2 hijos no se podía considerar una familia numerosa, o bien que las monoparentales no viudas habíamos escogido tener criaturas solas, o bien, por parte de los colectivos monoparentales, que el hecho de tener dos hijos no marcaba ninguna diferencia: que lo realmente importante era ser una sola persona adulta.

Y entonces descubrí un comunicado de la Asociación de Madres Solteras por Elección, que recogía todos y cada uno de los puntos que me preocupaban. Y aunque no soy muy de asociarme, me apunté. Y allí conocí a un puñado de mujeres que tenían conmigo muchas más cosas en común que la monoparentalidad: también maneras de ver la vida, preocupaciones, miedos, expectativas, logísticas. No con todas, claro: era un grupo heterogéneo con ideas e ideologías muy distintas, pero sí unas cuantas. Y había una que, cada vez que entraba en los foros que compartíamos y veía su nombre, leía, convencida – nunca me decepcionó – de que estaría de acuerdo en todo lo que decía, de que me aportaría reflexiones interesantes.

Era N.

Entonces no sabía que era ella quién había escrito el texto que me llevó a la Asociación; ni sabía, claro está, que acabaríamos compartiendo vida, casa, proyectos, maternidad, logísticas.

Nuestras criaturas han crecido y, aunque conservamos amistades y afectos, nuestra relación con la Asociación de MSPE se ha diluido mucho, excepto una vez al año: en la Asamblea Anual. Durante un fin de semana nos encontramos con decenas de mujeres de todo el Estado para definir objetivos y luchas comunes.

Excepto este año, claro.

Este año hemos seguido la asamblea a través del Zoom. Sin el calor del encuentro, las charlas después de la cena, los reencuentros con las que viven lejos, el café de media mañana, los manolitos de la merienda, las risas de las criaturas en las actividades por la granja, las carreras por las literas, los carritos de los bebés en el pasillo de la sala.

Después, los pequeños se fueron a casa de G. para el cumpleaños de M. comieron allí, pasaron la tarde, se quedaron a dormir.

N. y yo decidimos dejar a los mayores con barra libre de Netflix y palomitas y salir a cenar. Llamamos al restaurante de delante de casa. Llamamos al restaurante hipster del barrio. A la hamburguesería guay. Al restaurante delicatessen del barrio vecino. A otros restaurantes menos guays.

En ningún sitio tenían mesa.

La gente reserva con varios días de antelación, nos dijeron.

Me sorprendió, igual que cuando el día anterior me contaron que el campamento deportivo del barrio estaba ya lleno. Como nosotras apenas hemos salido, me llama la atención que tanta gente salga a hacer tantas cosas.

Finalmente encontramos una mesa en un bar del barrio, un sitio nuevo que no estaba nada mal.

Siempre se dice que la de Sant JOan es la noche más corta del año, pero no es cierto: la más corta ha sido esta noche pasada, que ha durado 8h, 49 minutos y 48 segundos.

Y luego ha llegado el verano. El del calendario, y el meteorológico.

Y el final de Estado de Alarma: El paso al solsticio de verano marca el paso al inicio de la nueva normalidad.

Diario del año de la peste, entrega 97

Ayer volví a la escuela de los pequeños, después de 104 días sin pisarlo, para devolver los libros de préstamo de este curso.

Una de las cosas que siempre me han chocado de esta escuela es la extraña (e incómoda) gestión que hacen del tiempo de las familias: 4 representaciones de Navidad en días y horarios distintos, 4 excursiones de convivencia en días distintos (pero en semanas consecutivas, como si pudieras pedirte fácilmente 4 días de fiesta en dos semanas), distintos días para cada curso para recoger presencialmente las notas y otros días, también distintos, para entregar los libros… en fin, un goteo de visitas breves que agujerean la agenda y que terminan siendo un despropósito.

Excepto en las reuniones de clase: estas las ponen el mismo día, como si pudieras pedirte en dos, en tres o en cuatro.

También este final de curso nos han organizado una gimcana, con un día y una hora para entregar los libros de A., otro día y hora para entregar los de B. (todos limpios de forros y etiquetas, cuidadosamente guardados en su bolsa, etiquetada con el nombre y el curso, y acompañadas de 3 copias de un recibo debidamente rellenado y firmado); y, la semana siguiente, un día para recoger presencialmente las notas de uno y otro para recoger las del otro.

Después de una ardua negociación vía mail, hemos conseguido reducir las visitas a dos días, uno para los libros y otro para las notas (y para recoger las pertenencias que quedaron en la escuela).

La entrega se efectuaba en una mesita en el porche trasero, dotada con un dispensador de gel hidroalcohólico. Una maestra a la que no había visto nunca recogía las bolsas con los libros, cotejaba con su lista los que llegaban y los que faltaban (buena parte del material de trabajo se quedó en los cajones del alumnado) y los guardaba en cajas donde pasarán la cuarentena.

Una madre quiso recoger una chaqueta que su hijo había dejado olvidada. Tuvo que dar la vuelta al edificio, identificarse ante el conserje, exponer su necesidad. Puedes entrar, dijo el conserje: se entra por esta puerta, se avanza por el pasillo en el sentido de las agujas del reloj y se sale por aquella.

Aprovechamos para tomar un café con Y., A., M., con las que no nos habíamos visto desde que empezó todo, aunque nos hemos mantenido en contacto a través del grupo de Whatsapp que compartimos. A., que es grupo de riesgo porque tiene diabetes, nos contó que no había salido de casa ni para pasear el perro en los primeros 82 días; M., que ella y su marido están en ERTE desde que empezó todo, que han disfrutado mucho del tiempo pasado con los niños pero que se sienten en la cuerda floja en lo económico; Y., que la llamaron al principio de la pandemia para trabajar como limpiadora en un hospital, y que en este tiempo, ha visto cosas que nosotras no creeríamos, porque las limpiadoras son invisibles y todo el mundo habla delante de ellas como si no escucharan; lo pasó tan mal, que finalmente decidió darse de baja voluntariamente del trabajo cuando su marido pudo reincorporarse al suyo cuando volvieron a abrir los bares.

En el año 2001, trabajaba en un programa de televisión que veía todo el mundo. Entraba en la redacción a las 9 de la mañana, a veces antes, y salía muchos días a las 7 o a las 8 de la tarde. Y me llevaba trabajo a casa. Los fines de semana solíamos ir al cine Verdi R., N., O. y yo. Y antes del cine, o después, cenábamos en un libanés del barrio, o en un griego. Caminaba mucho. Visitaba museos y exposiciones. Pasé muchos días y algunas noches en hospitales, acompañando a mi hermana, que aún no había recibido el diagnóstico de su enfermedad crónica; en muchos sentidos era como estar en una burbuja, en un no-tiempo. Viajé con N. a la Rioja, al Delta del Ebro. Siempre terminábamos en polígonos industriales y bromeábamos sobre que deberíamos hacer un libro que se llamara «España, polígono a polígono». Ya sabía que quería tener hijos y que los iba a tener sola, aunque todavía no había decidido cómo.

En el año 2001, se publicó «La sombra del viento», uno de los libros que más me ha enganchado. No recuerdo demasiado el argumento, más allá de que me provocaba cierta familiaridad con «La historia interminable», con sus librerías de viejo que eran entradas a otros mundos, pero me recuerdo pegada a sus páginas hasta que la terminé.

Ayer murió su autor, Carlos Ruiz Zafón, a los 55 años. De cáncer. Que la tierra le sea leve.