Recuerdo nuestra primera conversación, en la cafetería de la cadena de televisión donde se emitía el programa en el que ambas trabajábamos. Ella tenía 38 años y hacía dos que se había quedado viuda. Me lo contó este día y me pareció que aún estaba en shock.
Luego vinieron otras conversaciones, cines, cenas, tardes en la terraza de su casa (más de una insolación de invierno), copas de vino, amigos compartidos, confidencias, discos de Sabina, conciertos, libros, desacuerdos, risas, complicidades. Y un futuro que parecía desplegarse delante nuestro, infinito.
Tardes y noches respirando el olor a pinos mientras sus perros, Pirus y Atka, nos rondaban.
Y ese viaje Barcelona-Marsella-Lago di Garda-Mostar-Sarajevo-Dalmacia-Dubrovnik-Split-Ancona-Bologna-Arlès-Barcelona que hicimos con X., los tres pasábamos una época extraña, con duelos sin resolver y sin saber qué queríamos ser cuando fuéramos mayores, y fue un viaje extraño, intenso, a la vez hacia el mundo y hacia dentro.
Un paisaje después de la batalla para tres personas que nos recuperábamos de nuestras guerras.
La última vez que hablamos dijimos de volver dentro de 10 años.
Luego vino la distancia, los desencuentros, los malentendidos, los silencios. El tiempo que pasa y el ya la llamaré mañana, hoy se me hizo tarde, los saludos a través de amigos.
Fue la enfermedad quién me devolvió a C.
Alguien me dijo que se había encontrado mal y había ido al hospital, que allí habían encontrado que estaba llena de tumores. Que le cortaron trozos de pulmón, hígado, intestino, y le dieron una quimio que la dejó agotada y sin pelo.
Los correos para ponernos al día, la nostalgia y los planes de futuro, los niños, los perros (que ya eran otros), los amigos. Los libros.
¿Quieres que me ponga peluca? ¿Se asustarán los niños?, no, los niños no se asustarán, si lo hacen nos lo dirán, y así pasamos otra tarde en esa casa de piedra que yo no conocía, con chocolate y perros y sol.
Hace una semana me escribió para decirme que estaba ingresada, que los tumores habían crecido, la quimio era inviable, y que quizás era mejor que habláramos de 10 días que de 10 años.
Tuve la suerte de poder ir a verla, hablar con ella por última vez. De que la muerte no le daba miedo pero le parecía rara, de qué pasaría con los que quedarían, de que todo era tan distinto a cómo había imaginado, del libro de Murakami que no iba a terminar.
Era festivo y en ningún lugar encontramos las flores blancas que tanto le gustaban.
Ayer por la mañana me dijeron que había pedido que la sedaran. A mediodía me dijeron que “se había ido”.
Que difícil de creer que ya no exista.
Hace unos meses leí (y guardé) este fragmento en el libro de Guillermo Arriaga “El Salvaje”.
De acuerdo con la mitología náhuatl, una persona al fallecer debe migrar al Mictlán – el lugar de los muertos – situado en lo más profundo de la Tierra. El trayecto es prolongado y se necesitan cuatro años para recorrerlo. Durante el viaje se requiere salvar varias pruebas en completa oscuridad:
Remontar dos sierras.
Vadear un río custodiado por una serpiente.
Pasar por un lugar protegido por un lagarto.
Atravesar un cerro de pedernales.
Ascender ocho páramos donde el viento corta como navajas.
Surcar ocho collados donde no cesa de nevar.
Cruzar el río Chiconahuapan.
Este último es un río caudaloso y difícil de cruzar en la impenetrable noche de la muerte. AL llegar a la ribera, los muertos descubren que les aguardan sus perros. Los perros, al reconocer a su dueño, menean sus colas, felices por el reencuentro. El amo entra al agua y se sostiene del lomo de su perro que con sabiduría canina lo guía por entre los rápidos para atravesar sanos y salvos. Una vez que arriban a la otra orilla, perro y amo continúan juntos hasta la último morada: el Mictlán.
Aquellos que en vida maltrataron a su perro no tendrán su auxilio para cruzar el río y deambularán perdidos en los laberínticos territorios de la oscuridad eterna.
No tengo ninguna duda de que Pirus y Atka la esperaban para atravesar con ella este último río.
Guárdanos sitio donde quiera que estés.