familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para abril, 2017

Querido adoptado

Hace poco he descubierto este blog de una adoptada adulta, acaba de arrancar, pero promete maneras. Comparto una de sus entradas, que explica de una manera diáfana sus sentires respecto a la adopción. Esas cosas que nuestros hijos raramente nos cuentan. Que quizás ni siquiera les resulta fácil contarse a ellos mismos.

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Te pido perdón por haberte hecho sufrir

Te pido perdón por no tener un abrazo para ti en el momento preciso

Te pido perdón por ese beso que no dejé que te diesen para secar tus lágrimas

Te pido perdón por hacerte creer tantas veces que la vida no merece la pena

Te pido perdón por hacerte pensar que eras un bicho raro

Te pido perdón por hacerte fuerte por obligación cuando tenías que estar quitando las costras de las heridas que se hacen todos los niños al caer al suelo mientras juegan.

Te pido perdón por todas esas veces que sentías vergüenza al decir que yo formaba parte de tu vida.

Te pido perdón por tantas personas que no me conocen y se creen con el derecho de opinar sobre mí cuando solo tú me conoces

Te pido perdón por todas las veces que quienes no me conocen te dijeron que debías de estar agradecido

Te pido perdón por hacerte creer que tienes dos vidas, la que vives y la que deberías vivir pero no puedes.

Te pido perdón por hacerte sentir vacío por dentro

Te pido perdón por no dejar que llores de emoción pero sientas miedo por casi todo.

Te pido perdón por convertir tu almohada en un mar de lágrimas saladas con tanta frecuencia

Te pido perdón por el dolor que sientes cuando llamas “papá” y “mamá” a quienes no lo son

Te pido perdón por hacerte sentir envidia de tus compañeros de clase cuando hablaban de sus familias

Te pido perdón por pedirte que no hablases de mí pues, aunque existo, solo tú me ves y me sientes. No quería que te llamasen loco.

FDO.: La Adopción

La muerte y los perros

Recuerdo nuestra primera conversación, en la cafetería de la cadena de televisión donde se emitía el programa en el que ambas trabajábamos. Ella tenía 38 años y hacía dos que se había quedado viuda. Me lo contó este día y me pareció que aún estaba en shock.

Luego vinieron otras conversaciones, cines, cenas, tardes en la terraza de su casa (más de una insolación de invierno), copas de vino, amigos compartidos, confidencias, discos de Sabina, conciertos, libros, desacuerdos, risas, complicidades. Y un futuro que parecía desplegarse delante nuestro, infinito.

Tardes y noches respirando el olor a pinos mientras sus perros, Pirus y Atka, nos rondaban.

Y ese viaje Barcelona-Marsella-Lago di Garda-Mostar-Sarajevo-Dalmacia-Dubrovnik-Split-Ancona-Bologna-Arlès-Barcelona que hicimos con X., los tres pasábamos una época extraña, con duelos sin resolver y sin saber qué queríamos ser cuando fuéramos mayores, y fue un viaje extraño, intenso, a la vez hacia el mundo y hacia dentro.

Un paisaje después de la batalla para tres personas que nos recuperábamos de nuestras guerras.

La última vez que hablamos dijimos de volver dentro de 10 años.

Luego vino la distancia, los desencuentros, los malentendidos, los silencios. El tiempo que pasa y el ya la llamaré mañana, hoy se me hizo tarde, los saludos a través de amigos.

Fue la enfermedad quién me devolvió a C.

Alguien me dijo que se había encontrado mal y había ido al hospital, que allí habían encontrado que estaba llena de tumores. Que le cortaron trozos de pulmón, hígado, intestino, y le dieron una quimio que la dejó agotada y sin pelo.

Los correos para ponernos al día, la nostalgia y los planes de futuro, los niños, los perros (que ya eran otros), los amigos. Los libros.

¿Quieres que me ponga peluca? ¿Se asustarán los niños?, no, los niños no se asustarán, si lo hacen nos lo dirán, y así pasamos otra tarde en esa casa de piedra que yo no conocía, con chocolate y perros y sol.

Hace una semana me escribió para decirme que estaba ingresada, que los tumores habían crecido, la quimio era inviable, y que quizás era mejor que habláramos de 10 días que de 10 años.

Tuve la suerte de poder ir a verla, hablar con ella por última vez. De que la muerte no le daba miedo pero le parecía rara, de qué pasaría con los que quedarían, de que todo era tan distinto a cómo había imaginado, del libro de Murakami que no iba a terminar.

Era festivo y en ningún lugar encontramos las flores blancas que tanto le gustaban.

Ayer por la mañana me dijeron que había pedido que la sedaran. A mediodía me dijeron que “se había ido”.

Que difícil de creer que ya no exista.

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Hace unos meses leí (y guardé) este fragmento en el libro de Guillermo Arriaga “El Salvaje”.

De acuerdo con la mitología náhuatl, una persona al fallecer debe migrar al Mictlán – el lugar de los muertos – situado en lo más profundo de la Tierra. El trayecto es prolongado y se necesitan cuatro años para recorrerlo. Durante el viaje se requiere salvar varias pruebas en completa oscuridad:

Remontar dos sierras.

Vadear un río custodiado por una serpiente.

Pasar por un lugar protegido por un lagarto.

Atravesar un cerro de pedernales.

Ascender ocho páramos donde el viento corta como navajas.

Surcar ocho collados donde no cesa de nevar.

Cruzar el río Chiconahuapan.

Este último es un río caudaloso y difícil de cruzar en la impenetrable noche de la muerte. AL llegar a la ribera, los muertos descubren que les aguardan sus perros. Los perros, al reconocer a su dueño, menean sus colas, felices por el reencuentro. El amo entra al agua y se sostiene del lomo de su perro que con sabiduría canina lo guía por entre los rápidos para atravesar sanos y salvos. Una vez que arriban a la otra orilla, perro y amo continúan juntos hasta la último morada: el Mictlán.

Aquellos que en vida maltrataron a su perro no tendrán su auxilio para cruzar el río y deambularán perdidos en los laberínticos territorios de la oscuridad eterna.

No tengo ninguna duda de que Pirus y Atka la esperaban para atravesar con ella este último río.

Guárdanos sitio donde quiera que estés.

Cinco letras

Hace poco cayó en mis manos – ante mis ojos – esta entrada de un blog que no conocía.

No es nueva, pero por desgracia, hay cosas que no cambian.

 

Cuando era pequeño, no tenía cuerpo. Mi cuerpo estaba hecho de impulsos, emociones, deseos. No era sólido, sino fluido: como niebla recién nacida con el día. Como lo son todos los niños. O deberían serlo.

Pero pronto las conocí: a esas cinco letras.

Ya siendo pequeño, empezó la caza. Tres años; preescolar. De esa época no guardamos más que unos pocos recuerdos, y yo guardo este: cinco cuchilladas, cinco armas arrojadizas.

Y aún se preguntan si un niño puede ser cruel.

Desde entonces, las he oído demasiadas veces. En boca de conocidos y de extraños, en el colegio y en la calle. De pie o postrado de rodillas, en miradas y en corros de risas. Me las han gritado de lejos, me las han escupido en la cara. También he oído su silencio: ausencias eufemísticas cuando estás cerca. Ojos que te preguntan, y tú de dónde eres. De aquí, señor. Este es mi país.

Pero eso no es lo peor. Lo peor llega el día en el que aparecen escritas en el espejo; esas cinco hijas de puta. Y no con vaho, sino con algo que no se borra aunque pases la mano. No salen de otras bocas, sino de la tuya. No están en otros ojos, sino en los tuyos. Lo peor llega el día en el que ya no eres un niño. En el que la niebla se levanta, y qué ves. Una cara, un cuerpo que duele. Que quema. Y que nadie podrá amar porque no lo merece. Porque no es como debe ser, porque está mal hecho. Que será tu cárcel hasta el fin de tus días.

¿Cuánto daño pueden hacer cinco letras?

¿Cuántas palabras hacen falta para vencerlas?

7 de abril

Hay muchas fechas que he olvidado del proceso de kafala de A.: tengo que pararme a hacer memoria si quiero recordar qué día viajamos hacia Marruecos, cuando fue el juicio o el día que salió de la crèche. En cambio, el 7 de abril lo tengo grabado minuto a minuto.

 

 

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Cómo chillé cuando recibí en la calle el sms que me indicaba que ya estaba el visado de A.

Cómo entré en la oficina de la Royal Air Maroc a pedir un billete para el día siguiente, sin importarme el precio.

Cómo el taxista accedió a llevarme a pesar de que había una huelga de taxis, y me pidió que me sentara delante, al lado de él, con el niño en brazos, por precaución. “No quiero que me rompan los cristales: si alguien pregunta, diremos que eres mi mujer”.

Cómo, delante de ese ascensor, A. se cayó del carro de las maletas de cabeza y se hizo un chichón considerable. Sus gritos, la bronca del personal del aeropuerto por no llevarle más seguro.

Las 5 horas que esperé en el interior del aeropuerto, tratando de vigilar a la vez las maletas y el crío, que gateaba a toda velocidad por la terminal.

Cómo se negó a comer nada de lo que le había preparado.

Cómo me pidió la chica del control de pasaportes el permiso del padre y cómo sonrió cuando le dije que era un niño kafalado.

Y cómo llegué a Barcelona, bajo un diluvio universal, y me encontré con familiares y amigos y sus carteles de bienvenida.

Y cómo, entre los que nos recibieron, estaban R. y C. con V. Y cómo R. me recordó en voz baja que ese día habría cumplido 9 años Valentina.