familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para diciembre, 2012

Feliz año

Que el 2013 os sea propicio. Que encontréis respuestas a vuestras preguntas… y sobretodo, preguntas nuevas. Ilusiones por perseguir. Cosas que aprender. Proyectos pequeños y grandes. Horizontes que os hagan avanzar. Y gente para compartir el camino.

A Belén Pastores

Me reincorporo al trabajo después de una intensísima semana de vacaciones, con una sonrisa en la cara y después de un día de San Esteban que se empieza a convertir en tradición…

Como en años anteriores, montamos el árbol, colgamos los calcetines… pero este año hemos decidido hacer también un Belén.

Y como no encontramos ninguno que se ajustara a nuestro gusto, lo hicimos nosotros mismos (con nuestras manitas… y la ayuda inestimable de mi tía, que es ilustradora y maestra de profesión y de vocación).

Estos son los Reyes, con sus camellos…

… y estos nuestro niño Jesús, nuestro San José con rastas y perilla (ahora lleva también gafas), y nuestra Virgen María bereber.

Para el año que viene esperamos tener tiempo de hacer pastores nepalíes, campesinos vietnamitas, pescadores nigerianos, tejedoras andinas…

San José hace la colada

La Navidad no es mi época favorita del año, quizás porque es una época solo apta para familias felices… pero desde que tengo hijos, los recuerdos de mi infancia que vienen a mi cabeza son los más tiernos y entrañables.

Por ejemplo, villancicos que no he cantado en años y que vuelvo a recordar enteros, desde el primer verso hasta el último.

Sin embargo, el villancico que más me gusta no es uno que yo les haya enseñado a mis hijos… sino uno que han aprendido en el colegio y me han enseñado ellos a mí.

Me gusta, además de por su musicalidad, por lo igualitario que es. Dice así:

Sant Josep fa bugada a dintre d’un morter / hi posa la flassada, després el travesser / la Verge Maria hi posa un llençol / i els àngels canten la, do, re, mi fa sol// Sant Josep fa la pasta  amb un tros de llevat / i després ell la tasta, «quin pa més encertat» / la Verge Maria remena el perol / i els àngels canten la, do, re, mi, fa sol// Sant Josep fa sopada i posa l’olla al foc / amb naps i cansalada, ja bull a poc a poc / la Verge Maria li posa una col / i els àngels canten la, do, re, mi, fa, sol // Sant Josep fa l’endreça, escombra els racons / amb cuita i de pressa ell renta els fogons / La Verge Maria diu non-non al bressol / i els àngels canten la, do, re, mi, fa, sol

(San José hace la colada dentro de un mortero / pone la manta, también el larguero / la Virgen María añade una sábana / y los ángeles cantan la, do, re, mi, fa, sol // San José hace la pasta con un trozo de levadura / luego la prueba, «que pan tan acertado» / la Virgen María remueve el perol / y los ángeles cantan la, do, re, mi, fa, sol // San José hace la cena, pone la olla al fuego / con nabos y tocino, ya hierve poco a poco / la Virgen María añade una col / y los ángeles cantan la, do, re, mi, fa, sol // San José hace el aseo, barre los rincones / a toda prisa limpia los fogones / la Virgen María dice «non-non» en la cuna / y los ángeles cantan la, do, re, mi, fa, sol»

Princesas y princesas

Desde que adopté a B., no he vuelto a comprar ningún libro infantil en el que no salga, por lo menos, una persona de una raza distinta a la blanca. Es algo en lo que no me fijaba antes, pero que ahora no dejo pasar… igualmente, primo la entrada en casa de cuentos y películas en los que aparezcan distintos modelos de familia.

Por esto me pareció una buena noticia el lanzamiento de colecciones como las que recoge esta noticia en la que salen niñas que tienen dos papás, y princesas que se enamoran de otras princesas.

 

El editor, escritor e ilustrador insiste en que sus cuentos no están orientados solo al colectivo LGBT (lesbianas, gais, bisexuales y transexuales), «sino también, y con más razón, a los heterosexuales». Y los comentarios que hay al final de la noticia confirman la necesidad de educar, o reeducar, a muchos adultos, respecto a la visibilidad de la homosexualidad.

Desde los más suaves «ya sé qué libros no comprar» a «las lesbianas quieren ser hombres, aunque saben que no pueden, porque tienen miedo de ser las mujeres que deben ser», pasando por «Occidente ha entrado en un periodo muy oscuro de la historia en cuanto a moral. en un futuro, cuando estudien esta época se preguntarán: pero en que estaban pensando estos anormales?», o aún peor: «Estas personas tienen que tener claro que el comportamiento que promueve es un acto antinatural creado por los placeres del hombre, en vez de seguirles la corriente haciéndoles un daño irreparable a las generaciones venideras, necesitan comprensión y ayuda para corregir algo que les lleva a ser motivo de depresiones y otras alteraciones. Los niños no necesitan a estos populistas estúpidos, necesitan saber el orden natural de las cosas, un padre y una madre».

Quizás porque en mi entorno no son habituales comentarios de este tipo, siempre me descolocan. Pero creo que es importante conocerlos, que es peligroso vivir en el pequeño mundo de nuestro entorno «normal», porque pero estos prejuicios, este odio,… están ahí. Y conviene tenerlo presente.

Por suerte, también hay comentarios de otro calibre, como el que dice «Bien por este tipo de iniciativas, que tienden a integrar sin excluir. Bien por intentar que la diferencia sea normal o que la normalidad no tenga qué ver con las diferencias. Bien por esforzarse en que la normalidad abarque un campo más amplio. Bien por incluirnos a todos sin apartar a nadie»…

…aunque yo creo que las parejas gays, las familias homoparentales, la gente que se sale de la norma…. Es mucho más habitual, mucho más «normal» de lo que los libros, las películas, la televisión… nos quieren hacer creer. Que, igual que pasa con las personas de raza no blanca, están infrarepresentados en los productos culturales.

A los que tienen miedo que el hecho de que su descendencia lea este tipo de libros pueda perjudicarles… que tal vez les convierta en homosexuales… recordarles lo que dice este simpático afiche:

«He visto una gran cantidad de besos heterosexuales, pero, ¿sabes qué? Esto nunca me volvió heterosexual».

El precio de la adopción

Estos días ha llegado a mí por varias vías referencias respecto al documental danés «Adoptionens pris» («El precio de la adopción»).

Adoptionens pris

No he encontrado ninguna versión ni subtitulada ni doblada a ningún idioma que conozca, aunque las imágenes hablan por si solas, así que os pongo el resumen del blog Camino a Etiopía:

He visto recientemente el documental «Mercy Mercy – A Portrait of a True Adoption» («Mercy Mercy – Adoptionens pris» es el titulo original) de la directora danesa Katrine W. Kjær que documenta en un periodo de cinco años, la adopción de dos niños etíopes.

Es imposible mirarlo y no conmoverse con la historia de Mosho, y de lo mal que fue manejada su adopción.

No hablo danés, sin embargo entendí su sufrimiento y el sufrimiento de sus padres biológicos. No quiero juzgar duramente a sus padres adoptivos, pero todavía no entiendo lo que han hecho.

Teniendo yo misma tres niños adoptados, sé lo difícil que pueden ser las adopciones, pero yo nunca dejaría a ninguno de mis hijos, adoptado o biológico.

La historia de estos niños es algo así: Una pareja en Etiopía es informada por médicos que tienen SIDA y que no vivirán más de dos años. Para asegurar el futuro de sus hijos más pequeños deciden ponerlos en adopción antes de que alguno de ellos muera. Los niños son adoptados por una pareja de Dinamarca y llevados fuera de Etiopía.

Debido a varios malentendidos, los padres etíopes piensan que seguirán en contacto con sus hijos, pero la familia adoptiva piensa que será una adopción cerrada y rompe los lazos con la familia biológica.

De los dos niños adoptados, la niña mayor tiene problemas para adaptarse a la nueva familia y sufre terriblemente. Los nuevos padres se sienten sobrepasados por la situación y ya que carecen de experiencia buscan ayuda con profesionales de la adopción. Pero todo sale mal, y en lugar de ayudar a la niña, quien debería ser la mayor preocupación, finalmente la remueven de la familia y entra en el sistema de acogida de Dinamarca soportando un nuevo abandono en su vida y sufriendo probablemente daños irreversibles.

En Etiopia, los padres biológicos en lugar de la muerte predecida, siguen vivos y bien, pero con sus corazones completamente destrozados.

¿Es esta una historia excepcional en la adopción? ¿Una entre un millón? Es posible. Es posible que la mayoría de historias de adopción no tengan nada que ver con una realidad tan amarga como la que narra este documental (aunque estoy más que segura de que la escena de la niña tirando cosas y llorando en la habitación del hotel le es familiar a más de una familia)… pero a mí me trajo a la cabeza otra historia, más cercana en lo geográfico, que tiene muchos paralelismos con la de Masho.

Es la historia del pequeño Ángel, tal y como nos la narraba Beatriz San Román en el reportaje Cuando las adopciones fallan:

Los cuatro primeros años de la vida de Ángel transcurrieron como los de muchos otros niños de Wollo, la región etíope que le vio nacer. Aprendió a andar y a jugar en la ciudad de Dessie, y allí hubiera crecido si no hubiera sido porque la aparición de un personaje siniestro, que cobraba por encontrar niños adoptables para un orfanato de la capital, cambió su vida. Él fue quien convenció a la madre de Ángel de que su futuro estaba en Europa. Allí podría acceder a una educación y una vida mejores.

Dos meses después, el pequeño se encontraría con su nueva familia: papá, mamá y sus dos nuevos hermanitos mayores. La ilusión con que habían iniciado la aventura de la adopción se fue diluyendo poco a poco en una situación cada vez más agobiante para todos. La llegada de Ángel supuso un auténtico cataclismo en la vida de esta familia, en la que los profesionales encargados de evaluarla habían encontrado unos candidatos idóneos para la adopción. Nada fue como esperaban. Ángel les pareció un niño difícil, inquieto, irascible y desafiante. Les costaba entender cómo, después de todo lo que habían pasado para llegar hasta él, el pequeño se negaba a quererlos y a integrarse en la familia. Quince días después de su llegada, acudieron a los servicios de Bienestar Social buscando una solución.

¿Y Ángel? Hemos de suponer que no fue fácil para él. De pronto, todo su mundo había desaparecido, y se encontraba en un lugar extraño, donde nadie entendía sus palabras, donde todo funcionaba muy rápido y con normas distintas. No entendía por qué estaba allí ni cuándo iba a volver a casa. ¿O acaso no iba a volver nunca? A ratos, disfrutaba de aquello, de los juegos, de la atención de unos adultos que se esforzaban en hacerle sentir querido y atendido, aunque se empeñaran en llamarle por un nombre raro. Pero también había momentos en que se sentía completamente perdido, en que no entendía lo que estaba pasando ni por qué sus nuevos papás le miraban tan serios o le reprendían. Incapaz de darles otra vía de escape, su frustración y su malestar se abrían paso con un comportamiento explosivo. Los gritos y las reprimendas aumentaban su sensación de soledad y reavivaban los escasos recuerdos de su lugar natal, ese pequeño mundo que había perdido y en el que tenía claro quién estaba de su lado. «Era un niño asustado, al que se le estaba exigiendo demasiado», resume un técnico que intervino en el caso. 

 Tres meses después de su llegada a España, Ángel estaba viviendo en un centro de menores. Los técnicos de la administración habían tenido que tirar la toalla y reconocer que la separación era necesaria. Había demasiadas heridas abiertas en todos: en los padres, en los otros dos niños y en el pequeño Ángel.

 El brillante sueño de una vida mejor que habían prometido a su madre biológica se había truncado. Ella no lo sabe, y a buen seguro trata a veces de imaginar a su hijo creciendo feliz en el primer mundo. Pero Ángel no ha conseguido de momento esa vida feliz sino un calvario de experiencias dolorosas a las que todavía no puede poner nombre. Diez meses después de su llegada a España, Ángel sigue viviendo en un centro. Algún día quizás comprenda por qué las dos madres que ha tenido no se ocuparon de él. Algún día quizás encuentre una familia que le ayude a sanar sus heridas invisibles y que sea, esta vez sí, su familia para siempre. De momento, sólo entiende que no te puedes fiar de nadie y que está solo en el mundo.

¿Cómo se puede tirar la toalla tan sólo 3 meses después de la llegada de tu hijo? ¿Nadie les había explicado lo larga y complicada que puede ser la adaptación? ¿Qué esperaban encontrarse? Para muchos de nosotros, la realidad de la maternidad ha sido muy distinta a lo que imaginábamos, pero, ¿no tenemos clarísimo que es irreversible?

Yo no conocí a la familia del pequeño Ángel, pero a veces pienso en ellos y me imagino qué pensarán. ¿Se sentirán víctimas? ¿Recibirán el apoyo de su entorno por la «difícil decisión» tomada? ¿Pensarán en el niño alguna vez? ¿Se habrán arrepentido? ¿Habrán aprendido algo de sus errores?

Yo no les conocí, pero sí conozco a gente que coincidió con ellos antes de que fueron a buscarlo a Etiopía, y me cuentan que estaban convencidos de que el hecho de tener hijos biológicos les convertía en personas preparadas para adoptar, y que veían el Certificado de Idoneidad como un trámite engorroso y perfectamente innecesario.

Su historia demuestra lo equivocados que estaban.

Que pena que haya tenido que pagarlo un niño que es el único en esta historia que no tomó ninguna decisión. 

España, camisa blanca de mi esperanza

¿Qué parecidos hay entre este vídeo…

…y esta foto?

Las dos representan una sociedad en la que no hay NI UN SOLO rostro que no sea blanco.

¿De verdad España, Catalunya, son así? ¿De verdad no hay NI UNA SOLA aportación que haya llegado de alguien de otro color, de otro origen? ¿Dónde ha quedado el mestizaje, el crisol de culturas, el cruce de caminos?

El Día Internacional de las Personas Migrantes me parece un día tan bueno como cualquier otro para denunciar, una vez más, la falta de referentes de las personas que no son blancas, y la inexactitud de las representaciones de nuestra sociedad que todos los días nos entran por lo ojos.

Las bicicletas son para la Navidad

Ayer, A. aprendió a ir en bicicleta. Lo hizo con la de su hermano, casi a la primera, y sólo se cayó dos veces.

Se levantó y dijo: «para aprender hay que caerse».

Ahora sólo falta que C. venga un día a casa a quitarle las rueditas a su bici… y ya podremos salir los 3 de paseo.

Me acuerdo perfectamente del día que aprendí a ir en bici sin rueditas.

Yo tenía 8 años.

Fue después de una fiesta para reivindicar un parque en el barrio (a menudo tengo la impresión de que los domingos de mi infancia fueron fiestas para reivindicar parques en el barrio: recuerdo los lugares, las actividades para niños, los títeres, aquella canción tan bonita del Parque Elisian… ahora todas aquellas fábricas abandonadas son parques, y esto me hace sentir muy bien). Todos los niños de mi clase iban sin rueditas, habían aprendido a los 5 o antes… yo era la única que aún no sabía. No recuerdo si se rieron de mí, pero sí que me sentí muy mal, muy ridícula.

Esa misma tarde, mi vecino F. sacó las rueditas y estuvo sujetándome hasta que rodé sola.

(Es una historia que suelo contarles a mis hijos cuando algo no les sale, o lo hacen más tarde que los demás).

Lo mismo que yo hice con A. ayer… Con B. no hizo falta: se subió a una bici y empezó a rodar. Yo corría detrás, porque pensaba «cuando se pare, se mata»… se le veía diminuto en aquella bici enorme. Pero no: no se cayó. Parece haber nacido para ir encima de dos ruedas…

En una ocasión, nos robaron la bici.

Estábamos en el parque, y cuando nos fuimos, no estaba.

Mi hermana me dijo: ¿por qué no pones un cartel? Igual el ladrón se apiada de vosotros… y esto hicimos:

No era un cartel tan drástico como este, que le desa al ladrón que conduzca sin casco y le atropelle un camión gigante… pero obtuvo un buen resultado.

Al día siguiente me llamaron por teléfono:

– Mira, no tenemos vuestra bici… pero tenemos una igual, incluso es del mismo color. Mi hija ya es mayor y no le sirve, y hemos pensado que os la podríais quedar.

Fuimos a buscar la bici, y pensé que al final habíamos conseguido generar más felicidad que antes del robo: feliz B. con su bici nueva; feliz la madre de la niña que se quitó un trasto; feliz la niña que hizo feliz a otro niño; y feliz el ladrón, supongo…

Como me dijo ayer N., es una bonita historia de Navidad.

Mis miedos

Hablar del miedo a la oscuridad me hizo recordar mis propios miedos en mi infancia.

Yo fui insomne de niña. Me recuerdo sin dormir, durante horas. Estirada en la cama. Deseando dormir y sin saber qué hacer para conseguirlo. Preocupada por si era malo no poder dormir.

Me recuerdo mirando a mi hermana, que dormía en la cama nido a mi lado, y que roncaba («respiraba fuerte», diría mi hijo A., que ahora duerme a pierna suelta en la cama nido al lado de su hermano mayor) y me moría de envidia.

Recuerdo despertarme muerta de miedo. Convencida de que un malo, un asesino, entraría en casa y me cortaría el cuello. A mi hermana no, porque ella sí dormía: sólo a mí, así que la única solución era hacerme la dormida.

Recuerdo tener la teoría de que los adultos organizaban las casas de tal manera que el cuarto de los niños quedara siempre más cerca de la puerta de entrada que el suyo (era así en mi casa y en las de mis abuelos); así, el asesino en serie, cuando entrara, nos cortaría la cabeza a nosotros en vez de a ellos.

(No ayudaron nada las historias truculentas que mi abuela adoraba contar: historias de ladrones que entraban en las casas cuando la gente dormía, les ataban en las camas, les apuñalaban…)

Recuerdo levantarme por la noche e ir a la cama de mis padres: allí mis pesadillas se convertían en sueños dulces… o lo habrían hecho si me hubieran dejado quedar: siempre me echaban. A veces me tumbaba en el suelo, encima de un edredón, rezando porque no se dieran cuenta.

Pronto aprendí que el cuarto de mis padres era territorio vedado. Pero esto no hizo mis noches más tranquilas: sólo más solitarias.

¿De dónde venían mis miedos?

Por un lado, soñaba (y me aterrorizaba este sueño) que me despeñaba por un precipicio: esto se debía a que con mis padres, nos despeñamos por un precipicio con el coche, la sillita de mi hermana salió volando por la capota abierta del Dyane 6 (afortunadamente este día ella se había quedado con mis abuelos) y yo no salí volando porque tuve el instinto de agarrarme al cuello de mi madre, que casualmente llevaba cinturón de seguridad (eran los 70: no llevábamos cinturones y las sillitas eran sólo para los bebés, y estaban tan poco sujetas que salían volando a la mínima). Recuerdo las vueltas de campana, el golpe en mi cabeza contra los hierros del techo, que no pudimos abrir la puerta y salimos por el maletero… como yo gritaba «¡yo primero, yo primero!», tenía clarísimo que tenía que salir de allí… recuerdo salir a gatas y ver varios coches parados en la carretera, la gente que había bajado y miraba hacia donde estábamos, cómo nos ayudaron a salir y subir por la pared de precipicio; cómo fuimos a una casa cercana y mis padres llamaron a unos amigos para no alarmar a los abuelos. Recuerdo a los amigos que vinieron a buscarnos y cómo esperé en el coche de ellos mientras recogían todo lo que había salido volando… estaba asustadísima pensando que ese coche en el que estaba sentada volvería a deslizarse para abajo. Recuerdo cuando un tío mío que era ginecólogo me examinó el chichón de la cabeza y las raspaduras que me había hecho y concluyó que estaba bien.

Y sí, estaba bien físicamente, pero tuve secuelas emocionales mucho tiempo: esto que llamamos estrés postraumático. Cuando iba en coche siempre pedía que no corrieran tanto, y soñaba con caídas por precipicios… pero si mi abuela no hubiera comentado «pobre, aún se acuerda del accidente», jamás lo habría conectado.

Mi otro gran miedo era el miedo a la muerte, y también tiene un origen muy claro: cuando tenía 3 años murió mi prima de 4, que además era muy amiga mía (murió en un accidente de coche, arrollada por un camión cuando viajaba con su abuelo. ¿Os sorprende que no haya conducido nunca a pesar de tener carné?). Decidieron no decírmelo, pero me enteré… Tengo presente el momento en el que se lo pregunté a mi abuela: «G. está muerta, ¿verdad?», y ella me dijo que sí, y me contó que estaba en el cielo, y mi gran preocupación era cómo se llegaba al cielo si no sabemos volar y cómo se entiende la gente cuando llega allí, con la de idiomas que hay en el mundo… y luego mis padres me dijeron que cuando te mueres no hay nada más y yo me desesperé (y por esto he inventado cuentos para hablar a mis hijos de la muerte, aunque estoy bastante convencida de que no hay nada).

Ahora observo a mis hijos, observo sus miedos… y siento que sería más fácil si pudiera conectarlos con lo que los provoca. Sí, tienen miedo a que les abandone, a que deje de quererles, a que su vida tal y como la conocen, desaparezca… pero, ¿qué sucedió? no puedo conectarlo con la escena fundacional… y ellos tampoco. Y esto hace, sin duda, que todo sea mucho más difícil de gestionar.

Antes que anochezca

Al poco tiempo de llegar A. a Barcelona, una tarde tuve que llevarle al pediatra. Para que fuera más sencillo para todos, B. se quedó en casa de los vecinos de arriba, que son casi como nuestra familia, que le mimaron lo que no está escrito: chucherías, chocolate, tele, atención exclusiva…

Todo fue bien, hasta que llegó la hora de cenar. B. se puso como loco: empezó a gritar, a golpear a mis vecinos, a tirar cosas al suelo… les costó mucho calmarlo y cuando yo llegué para llevármelo, aquello parecía una batalla campal.

¿Qué ha pasado?, le pregunté… y me contestó que si cenaba, ya le tocaba irse a dormir, y que si se iba a dormir y yo no estaba…

Me acordé de esto el jueves de la semana pasada, que B. se quedó en casa de R., a pasar el día mientras yo trabajaba. Fueron al parque, a comer fuera, jugó con el ordenador, vio una película… todo fue de fábula hasta que (en horario de invierno, o sea: pronto) empezó a oscurecer. Entonces, B. se puso de morros y no se tranquilizó hasta que llegué yo a buscarlo.

B. es capaz de dormir fuera de casa, incluso varias noches, le gusta irse a casa de sus amigos o del abuelo, de excursión con el cau o de colonias… pero si me espera y cuando se hace de noche no he llegado, algo le vuelve a conectar con su miedo a la oscuridad.

La noche siempre ha sido un momento muy difícil para B. Durante años tuvo pesadillas y terrores nocturnos, durmió mucho tiempo en mi cama, y necesitó que yo estuviera con él hasta que ya estaba dormido del todo. Aún hoy, que ya es algo mayor, y se siente más seguro, me recuerda todos los días que cierre la puerta con pestillo, me pregunta qué pasaría si un malo viniera a robarlo y cuando está nervioso, se duerme conmigo, en la cama o en el sofá.

Aún la mayoría de las noches se resiste a dormirse.

Como si todo lo que tiene: su casa, su vida, su familia… pudiera desaparecer de un plumazo si baja la guardia y cierra los ojos.

50 cosas que hay que hacer antes de cumplir los 11 años y 3/4

Una cuarta parte de los niños británicos nunca juegan en el exterior; un tercio, jamás han subido a un árbol y uno de cada 10 no sabe montar en bici. Los niños tienen el doble de probabilidades de hacerse un chichón cayéndose de la cama que de un árbol y uno de cada cuatro no sabe qué pinta tiene un ratón. El tiempo (medio) que pasan delante de una pantalla supera las 4 horas diaria.

Más del 80% de los niños dice que querría salir más a jugar, pero menos del 10% puede hacerlo: sus padres no les dejan.

Seguramente, estas estadísticas no se alejan mucho de lo que sucede a los niños de ciudad de la mayor parte del mundo civilizado… Aunque, ¿les estamos protegiendo realmente? ¿O no dejándoles correr riesgos controlados les desprotegemos para cuando salgan solos al mundo?

El National Trust británico seleccionó 50 actividades para despertar el amor por la naturaleza en los niños y que es importante hacer antes de los 11 años y 3/4 para que el acercamiento a lo natural tenga raíces firmes.

1. Subir a un árbol

2. Rodar hacia abajo en una gran colina

3. Acampar al aire libre

4. Construir un foso

5. Hacer «patitos» con una piedra

6. Correr bajo la lluvia

7. Hacer volar una cometa;

8. Pescar con una red

9. Comer una manzana recién recolectada de su árbol;

10. Jugar a conkers (es un juego británico, que se hace con una castaña atada en un hilo y consiste, según la Wikipedia, en golpear una castaña contra la otra hasta que se rompe; no sé qué juego español podría ser equivalente)

11. Tirar bolas de nieve

12. Buscar un tesoro en la playa

13. Hacer una torta de barro

14. Construir una presa

15. Ir en trineo

16. Enterrar a alguien en la arena

17. Organizar una carrera de caracoles

18. Columpiarse en un árbol caído

19. Balancearse en un columpio

20. Deslizarse en el barro

21. Comer moras

22. Mirar el interior de un árbol

23. Visitar una isla

24. Hacer ver que vuelas

25. Hacer una trompeta con hierbas

26. Buscar fósiles y huesos enterrados

27. Ver un amanecer

28. Subir a una montaña alta

29. Ponerse detrás de una catarata

30. Alimentar un pájaro con tus propias manos

31. Cazar bichos

32. Cazar ranas

33. Coger mariposas con una red

34. Rastrear animales del bosque

35. Descubrir qué hay en un estanque

36. Llamar a un búho

37. Descubrir qué extrañas criaturas hay en un charco

38. Soltar una mariposa

39. Agarrar un cangrejo

40. Pasear por el campo por la noche.

41. Plantar algo, verlo crecer y comérselo

42. Nadar en un río o en el mar

43. Hacer rafting

44. Encender un fuego sin cerillas

45. Encontrar el camino con una brújula y un mapa

46. Escalar

47. Cocinar en un fuego de campo

48 Hacer rappel

49. Hacer un geochache (es una gincama que consiste en encontrar tesoros escondidos con un GPS)

50 Bajar un río en canoa

¿Cuántas de todas estas actividades hicisteis en vuestra infancia, y cuántas han hecho vuestros hijos? Nosotros tenemos bastantes tenguis, pero nos faltan un puñado… ¡¡suerte que tenemos todavía algunos años por delante!!