15 años
Hace 15 años llevaba 10 días en Marruecos.
Hacía mucho frío aquellas primeras semanas, hacía frío en la calle y hacía frío en el interior de los edificios sin calefacción. Es una de las cosas que mejor recuerdo, entrar en una cafetería para intentar calentarte y no poderte quitar el abrigo, dormir con el forro polar puesto. La nariz y la punta de los dedos congelados.
Los petit-taxis que nos llevaban cada día hasta la crèche, por la mañana, donde A. nos recibía con su digna indiferencia. En su cuna, en silencio, se dejaba coger, acunar, llevar en brazos arriba y abajo, pero parecía que le daba lo mismo que le cogieras o no, que le hablaras o no. Miraba siempre hacia otro lado y lo único que parecía hacer salir su ferocidad eran los biberones, que cogía con ambas manos y deglutía vorazmente.
Quizás otros brazos le había cogido antes que los míos, quizás se había acostumbrado a visitas que un día dejaron de volver, quizás había decidido que para qué.
Me empeñaba en salir al patio, no solo con A. y B., sino también con los otros niños “mayores” de la crèche. Un patio que estaba lleno de trastos, hierros oxidados que yo escondía en los alfeizares más altos y cristales rotos, hasta que un día una de las cuidadoras lo baldeó para que pudiéramos jugar sin riesgo.
Cada día el mismo recorrido, el taxi que nos dejaba en la puerta del hospital, la vuelta a la manzana, los carros con fresas e higos chumbos, la puerta azul. Las cuidadoras esforzadas y sonrientes, las cunas llenas de niños que habían renunciado a llorar, las señoras de la junta directiva que dejaban sus abrigos elegantes para dar el biberón a los bebés que habían escogido. La ausencia de juguetes. La patata y la zanahoria chafadas para comer y el petit suisse de postre, que a veces, cuando A. estaba desganado, le mezclaban para que el sabor dulce maquillara la monotonía de comer lo mismo día tras día.
La burocracia que nos llevaba de un organismo de la administración a otro, fotocopias, sellos, vuelva usted mañana, las secretarias amables, los funcionarios circunspectos pero atentos, las colas, los tiempos de espera, los bancos en el exterior del despacho, los viajes a Rabat y Casablanca para entregar documentos o recoger traducciones juradas.
Las tardes en la playa, las gaviotas, la marea que convertía una franja mínima en un arenal infinito, las mariquitas que un día llenaron toda la arena de rojo y al día siguiente se habían ido volando, las cenas en el kebab de la esquina, las charlas con S. y H., convertidas en ancla y báculo en aquellas semanas interminables, antes de las redes sociales, antes del WhatsApp y de las llamadas sin coste.
El invierno que se iba convirtiendo en primavera.
Cuando volvimos a casa le pregunté a mi hermana qué había pasado esos días, si había muerto alguien, y me dijo que sí, que había muerto Pepe Rubianes, y me pareció tan raro pensar que llevaba días muerto y yo no lo sabía.
Han pasado 15 años de todo aquello, vuelve a hacer frío pero no ya casi nunca hace tanto frío, vuelve a haber fresas y aquel bebé que me observaba con indiferencia cuando me acercaba a su cuna es un adolescente que empieza mañana sus prácticas en la primera empresa.