familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para diciembre, 2013

Hace un año

Un año ya, y tantas cosas que querría decirte. Pero no es el momento ni el lugar, así que dejaremos hablar a Benedetti, compañera.

Si te quiero es porque sos
mi amor, mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos,
somos mucho más que dos.
Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos.
Te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es por que sos
mi amor, mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos,
somos mucho más que dos.

Tus ojos son mi conjuro
contra la mala jornada.
Te quiero por tu mirada
que mira y siembra justicia,
tu boca que es tuya y mía,
tu boca no se equivoca.
Te quiero porque tu boca
sabe gritar rebeldía.
Si te quiero es porque sos
mi amor, mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos,
somos mucho más que dos.

Y por tu rostro sincero
y tu paso vagabundo,
y tu llanto por el mundo
porque sos pueblo te quiero.
Y porque el amor no es aureola
ni cándida moraleja.
Y porque somos pareja
que sabe que no está sola.
Te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso.
Si te quiero es por que sos
mi amor, mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos,
somos mucho más que dos.

Y a Sandra Mihanovic  y a Celeste Carballo que nos prestan la voz:

Blanca Navidad

Nos vamos de vacaciones…

Afrontamos una Navidad distinta a las anteriores, entre dos ciudades, entre dos familias, entre dos tradiciones muy parecidas y a la vez, con hechos diferenciales importantes.

Hace unas semanas, A. me preguntó:

¿El día del tió estaremos en Barcelona o en Madrid?

Yo: en Madrid. Pero nos lo podemos llevar.

A.: Bájamelo. Voy a empezar a enseñarle castellano.

(El tió es una tradición catalana que consiste en cebar un tronco con ojos y barretina con mandarinas y galletas durante algunos días, para hacerle cagar a bastonazos regalos para toda la familia en Nochebuena. Este año hemos decidido exportarla a Madrid).

 Y mantendremos estas tradiciones familiares recientes pero que se van consolidando… y que este año tendrán tres comensales más.

¡¡Nos vemos a la vuelta!!

Reyes para niñas

Cuando yo era pequeña, el día de Reyes empezaba muy pronto en casa, donde abríamos los regalos que mis padres habían preparado para mi hermana y para mí. De un equilibrio y una corrección política impecables, tuvimos mochilas, juegos de mesa, lecheras, coches, un caballete, ropa, un futbolín…

Después íbamos a casa de los abuelos donde había regalos que sí estaban en nuestra lista y que a nuestros padres les repateaban: muñecas de todo tipo y tamaño y los complementos adecuados y montones de chocolatinas.

(Nunca conseguimos una barbie… supongo que estaría terminantemente prohibida. Sin embargo, mi bisabuela nos regalaba, año sí, año también, la nancy que le pedíamos… a las semanas andaba descabezada porque al peinarla le arrancábamos la cabeza y, ¡oh casualidad!, mi madre, tan manita para todo, no sabía cómo arreglarla).

Y finalmente, subíamos a casa de mis tíos, donde siempre teníamos un regalo más. Mis primos, los nietos de la casa, tenían un montón de paquetes (recuerdo la vez que me preguntaron si me gustaba y respondí, mirando con envidia la pila de los chicos: «es poco, pero me conformo»), y varios de ellos eran madelmans.

Me volvían loca aquellos muñecos, con sus trajecitos y sus complementos, y siempre quise tener uno. Pero no lo conseguí.

Años más tarde se me ocurrió comentárselo a mi madre, y me dijo: ¿por qué no lo pediste? Te los habríamos puesto.

La verdad es que ni se me ocurrió: los madelman eran, claramente, juguetes para niños, para chicos. Para varones.

Con este recuerdo, me parece maravillosa la campaña de esta empresa de juguetes con niñas que hacen boicot al rosa, las muñecas y las cursiladas.

¡¡Y fíjense en la variedad racial de las protagonistas!!

El orden de los apellidos

Aunque ya no sucede como unos años atrás, en los que cuando una madre soltera iba a inscribir a su hijo en el registro civil le obligaban a inventarse el nombre de un padre (ficticio), el tema de los apellidos sigue siendo una muestra del papel social que jugamos, del lugar que ocupamos en la sociedad.

Cuando una mujer inscribe a un hijo que no tiene padre, le pone sus apellidos, y puede escoger hacerlo en el mismo orden que los lleva ella… o en el orden inverso.

Algunas monoparentales deciden hacerlo en el orden inverso, por razones múltiples: porque les gusta más su segundo apellido, para reivindicar a sus madres, para que sus hijos no parezcan sus hermanos… o para que no se note que son madres solas.

Que es el motivo que hace que la ley permita cambiar el orden de los apellidos: acabo de descubrir, leyendo una noticia sobre adopciones ilegales y apropiaciones de niños, que el artículo número 55 de la Ley del Registro Civil, dice lo siguiente:

La filiación legítima o natural determina los apellidos. Los hijos naturales reconocidos solo por el padre, tienen los apellidos por el mismo orden que este. Los reconocidos por la madre, llevarán los dos primeros apellidos de esta, pudiendo, si así desean, invertir el orden.

Curioso, ¿verdad? ¿Y qué pasa si a un padre soltero le gusta más su segundo apellido, quiere reivindicar a su madre o no quiere que sus hijos parezcan sus hermanos?

¿Se lo plantean siquiera?

Ismael

El día de Navidad se estrena Ismael, la última película de Marcelo Piñeyro (el director de Kamchatka, de El método).

No es una película sobre adopción, pero habla de todos los temas que nos interesan cuando hablamos de adopción: de la búsqueda de los orígenes, de la doble parentalidad, de lo que contamos y lo que callamos, del vínculo, de racismo, de autoestima, de las relaciones entre los padres y los hijos.

– ¿Por qué me mentiste?

– Yo no te dije nada.

– Esto es mentir.

Ismael es un niño de 8 años, negro (mestizo), que un día se coge un ave y se va a Barcelona a conocer a su padre biológico. Sólo tiene un sobre con una dirección… en ella vive Nora, que descubre de golpe que es abuela (y abuela de un niño negro). Juntos, se van a buscar a Félix, el padre que no conoce, que vive solo en una casa destartalada en la playa y enseña a adolescentes con problemas a quererse un poco.

No os la perdáis.

Y además, el niño es clavadito a B.

Besos en la boca

A: ¿Tú sabías que el padres y la madre de F. son novios?

Yo: Sí, claro. ¿Te parece mal?

A: Sí, fatal… puaghhh…

Yo: ¿Por qué, te parece mal que la gente se quiera?

A: No, que se quieran está bien… pero los besos en la boca, ¡¡dan un asco!!

Señoras

De casualidad, llegó a mis manos esta canción que tiene una letra que me ha hecho mucha gracia:

 

Señoras que preguntan

para cuando un novio

si te ven sola

 

Como si fuera una cosa

que te hará mejor persona

 

Y yo que estoy muy bien así

Contenta de vivir en mí

 

Cuando tienes novio piensas

me verán ahora

Pero lo que dicen es

«para cuando la boda?»

 

Y yo que estoy muy bien

Contenta con lo que elegí

 

Te casas y es buen chico

lo cuentas con orgullo

pero lo siguiente será

«para cuando el niño?»

 

Y si bajas al parque

con tu bebé radiante

Tan feliz que nadie

puede afectarte

 

Se acercarán a saludarte

Simpáticas y sonrientes

Y dirán : «para cuando el siguiente?»

 

Pero hoy estoy muy bien así

Contenta con lo que elegí

Con novio y sin él

Hay tanto que quiero hacer y sentir

Vivir, vivir, vivir, vivir

(Lo que no suelen preguntarle a nadie es cuándo se divorciará… pero pasar, también pasa… y volvemos a empezar).

¡Grita bien fuerte, Estela!

Emocionante este cuento narrado por Lluis Homar sobre una niña que se atreve a gritar cuando sufre abusos sexuales.

Es importante que recordemos a los niños que tienen derecho a alzar la voz, a decir que no, a decidir quién y cómo les toca, a no guardar secretos oscuros.

Y es importante que les creamos.

Besos sin pan

Al hilo de lo que comentábamos ayer, me parece que viene ni pintado este artículo que publica hoy Almudena Grandes.

No sé si todos lo de su generación compartirán esta percepción; sé que mi padre, que es algunos (pero no muchos) años mayor, sí tuvo una infancia gris y triste, llena de miedos y silencios; y una juventud cargada de sueño, pero también de renuncias.

Sin embargo, sí comparto la sensación de que esta crisis nos ha cogido por sorpresa, con el paso cambiado, y sin capacidad de reaccionar.

En las mañanas heladas del invierno, las muchachas de servicio no andaban por las calles de Madrid. Las recuerdo siempre corriendo, los brazos cruzados sobre el pecho para intentar retener el calor de una chaqueta de lana. Recuerdo también a ciertos hombres oscuros que caminaban despacio, las solapas de la americana levantadas y una maleta de cartón en la mano. Yo los miraba, me preguntaba si no tendrían frío, me admiraba de su entereza y me guardaba mi curiosidad para mí.

En los años 60 del siglo XX, la curiosidad era un vicio peligroso para los niños españoles. Crecimos entre fotografías –a veces enmarcadas sobre una cómoda, a veces enterradas en un cajón– de personas jóvenes y sonrientes a quienes no conocíamos. ¿Quién es? Eran tías o novios, primas o hermanos, abuelos o amigas de la familia, y estaban muertos. ¿Y cuándo murió? Hace mucho tiempo. ¿Y cómo, por qué, qué pasó? Fue en la guerra, o después de la guerra, pero es una historia tan fea, es muy triste, mejor no hablar de temas desagradables. Ahí, en aquel misterioso conflicto del que nadie se atrevía a hablar, aunque ardía en los ojos de los adultos como una herida abierta, infectada por el miedo o por la culpa, terminaban todas las conversaciones. Así aprendimos a no preguntar mucho antes de leer los terribles y certeros versos de Jaime Gil de Biedma: De todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España, porque termina mal.

A los españoles de hoy no les gusta recordarlo. Vivíamos en un país pobre, pero no era una novedad. Siempre habíamos sido pobres, incluso en la época en que los reyes de España eran los amos del mundo, cuando el oro de América atravesaba la península sin dejar a su paso nada más que el polvo que levantaban las carretas que lo llevaban a Flandes, para pagar las deudas de la Corona.

En el Madrid de mi infancia, donde un abrigo era un lujo que no estaba al alcance de las muchachas de servicio, ni de los jornaleros que esperaban la hora de subirse a un tren, camino de la vendimia francesa o de una fábrica alemana, la pobreza seguía siendo un destino familiar, la única herencia que muchos padres podían legar a sus hijos. Y sin embargo, en ese patrimonio había algo más, una riqueza que hemos perdido.

Hago memoria y lo recuerdo todo, el frío, los mendigos, los silencios, el nerviosismo de los adultos cuando se cruzaban por la acera con un policía, y una vieja costumbre. Si se caía un trozo de pan al suelo, nos obligaban a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado en nuestras casas cuando murieron esas personas queridas de las que nadie quería hablarnos. Pero, por más que me esfuerzo, no recuerdo la tristeza.

La rabia sí, y las mandíbulas apretadas, como talladas en piedra, de algunos hombres, algunas mujeres que en una sola vida habían acumulado desgracias suficientes como para hundirse seis veces, y que sin embargo seguían de pie. Porque en España, hasta hace treinta años, los hijos heredaban la pobreza, pero también la dignidad de sus padres, una forma de ser pobres sin dejar de ser dignos, sin dejar de luchar por su futuro, sin darse nunca por vencidos. Ni siquiera Franco, en los treinta y siete años de feroz dictadura que cosechó aquella guerra maldita, logró evitar que sus enemigos prosperaran en condiciones atroces, que se enamoraran, que tuvieran hijos, que fueran felices. En la España de mi infancia, la felicidad era también una manera de resistir

Después nos dijeron que había que seguir olvidando. Que para construir la democracia era imprescindible mirar hacia delante, hacer como que aquí nunca había pasado nada. Y al olvidar lo malo, olvidamos también lo bueno. No parecía importante porque de repente, éramos guapos, éramos modernos, estábamos de moda… ¿Para qué recordar la guerra, el hambre, centenares de miles de muertos, tanta miseria?

Así, renegando de las mujeres sin abrigo, de las maletas de cartón y los besos en el pan, perdimos los vínculos con nuestra propia tradición, las referencias que ahora podrían ayudarnos a superar esta nueva pobreza que nos ha asaltado a traición, desde el corazón de esa Europa que nos iba a hacer ricos y nos ha arrebatado un tesoro que no puede comprarse con dinero. Así, los españoles de hoy, más que arruinados, estamos perdidos, abismados en una confusión paralizante e inerme, desorientados como un niño mimado al que le han quitado sus juguetes y no sabe protestar, reclamar lo que era suyo, denunciar el robo, detener a los ladrones.

Si nuestros abuelos nos vieran, se morirían primero de risa, y luego de pena. Porque para ellos esto no sería una crisis, sino un leve contratiempo. Pero los españoles, que durante siglos supimos ser pobres con dignidad, nunca habíamos sabido ser dóciles.

Nunca hasta ahora.

Esta boca es mía

De mi infancia recuerdo las canciones de protesta, las conversaciones sobre manifestaciones y grises, la clandestinidad, el miedo; el halo romántico también. El convencimiento de mis mayores de que el mundo estaba mal pero que podíamos cambiarlo, la certeza de que algún día, cuando fuéramos mayores, viviríamos en una sociedad más justa, más igualitaria, más bella. Que lo que se vivía en mi entorno (respeto, diálogo, amor a la paz, no discriminación) era la avanzadilla de un mundo futuro al que llegaríamos, sí o sí.

Comparábamos el mundo de mis abuelos con el de entonces y veíamos que el futuro tendría que ser mejor.

Crecí añorando las luchas de mis padres. Deseando vivir en un mundo en el que fuera necesario pelear por lo esencial, en el que lo que yo hiciera marcara una diferencia.

Cuando todo estaba por hacer.

Y fíjense, que desgracia: mis sueños se hicieron realidad.

Vivimos en un mundo en el que hay que volver a pelear por lo obvio. En el que las cosas que dábamos por conseguidas, están en duda. En el que la certeza del progreso se tambalea. En el que vemos desaparecer a marchas forzadas los derechos por los que nuestros padres, y nuestros abuelos, se jugaron la vida; a menudo, la perdieron. En el que retrocedemos décadas cada mes que pasa.

Me gustaría echarme a la calle, al monte, tomar las riendas y contribuir a cambiar el mundo… y siento que estoy haciendo muy poco.

Quisiera poner el hombro y pongo palabras, que casi siempre acaban en nada, que cantaba Ana Belén…

Porque el tiempo de luchar me pilla con niños muy pequeños, con pocas horas al día, con dificultades logísticas para dejarlo todo y echarme al monte.

Pero pienso… que los pequeños gestos también cuentan.

Que cuenta que protestemos, aunque sea en cosas pequeñas: que muchas voces gritando lo mismo sirven para algo.

Que cuenta que resistamos. Que nos resistamos a vendernos, a aceptar la debacle. A perder la alegría. Y la esperanza.

Que cuenta que contemos. Que alguien tiene que relatar lo que está pasando, y que desde los medios de comunicación o desde un blog modesto como este, podemos darle voz a muchos que no la tienen.

Y que cuenta que eduquemos. Porque estamos educando a los ciudadanos del futuro. Y tenemos que educarles en el sentido crítico, en la búsqueda de la justicia, en la defensa de la igualdad, de lo público, de lo colectivo, de la sostenibilidad.

Como esta ciudadana, esta feminista del futuro:

Porque alguien tendrá que tomar el relevo. Y la crianza de esas generaciones que tomaran el testigo es importante.

¿Y nosotras? Siempre podremos ser yaya-flautas.

Y salir a gritar que esta boca es mía.