familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para May, 2020

Diario del año de la peste, entrega 79

Cuando B. era pequeño, convertimos el parque de la esquina en nuestra segunda casa. Estaba en la acera central de un bulevard con grandes árboles que daban sombra a unas y otras zonas del parque, según la hora que fuera, y la época del año. Llegué a pensar que se podría haber un estudio de cómo se mueve el sol según avanzan las estaciones por las zonas de sombra de ese parque, pero nunca lo hice. Sin embargo, sí me aprendí cuáles eran las mejores horas para bajar según fuera primavera, verano, otoño o invierno.

Ahora frecuentamos los parques con menos asiduidad, pero en nuestro patio sucede lo mismo; por la mañanas, el sol baña nuestra mesa, así que es una buena hora para tender y para comer en invierno; cuando hace calor, se puede salir a desayunar si no se ha hecho muy tarde y es ideal para cenar, pero a mediodía es impracticable; y las noches de verano es el lugar más maravilloso del mundo.

Oh, these summer nights, que cantaban Travolta y Olivia Newton John.

Ayer fue nuestra primera noche de patio. Como la iluminación de esa zona sigue siendo tarea pendiente, sacamos por la ventana de la cocina y por la habitación de P. unas lámparas de estudio que tenemos infrautilizadas y cuando las criaturas se fueron a la cama, N. sacó su punto y yo mi libro y nos quedamos en el exterior hasta que nos caímos de sueño.

Oh, these summer nights.

Y la paz y la alegría de esas noches de patio contrastan con lo que leemos en la prensa, en las redes.

Del otro lado del Atlántico llegan dos historias que se han convertido en portada – y que pronto caerán en el olvido – y que son tratadas como acontecimientos aislados aunque ambas responden a un patrón clarísimo.

Por un lado, tenemos la muerte, mejor dicho, el homicidio, de George Floyd, un hombre afroamericano que fue detenido, sospechoso de haber pagado con un billete falso, inmovilizado por un policía contra el suelo con una rodilla en su garganta durante 8 minutos, que no soltó su presa a pesar de sus gritos de que no podía respirar.

Y las manifestaciones, y los disturbios, y Black Lives Matter, y los edificios incendiados, y titulares como «Detenido el policía que presionó con la rodilla el cuello de George Floyd, quien perdió la conciencia y murió minutos después».

Como nos pasa a las mujeres, a las personas racializadas no las matan: se mueren solitas, no se sabe bien por qué.

No solo en Estados Unidos: en nuestras tierras también.

No puedo respirar.

La otra noticia es la del abandono por parte de una pareja norteamericana – youtuber ella, y por esa razón en el ojo del huracán, aunque su marido participó igualmente – de uno de sus 5 hijos, el único adoptado, un niño de origen chino con necesidades especiales. Después de años mostrando – y monetarizando – la intimidad de su hijo, de abogar por la adopción de criaturas con dificultades, de fotos de familia con toda la prole conjuntada, de repente el niño desapareció de su canal, y quedaron solo las cuatro criaturas rubias gestadas en su vientre, engendradas por ellos. Finalmente, un vídeo en el que con ojos llorosos contaban que habían sido engañados, que el niño tenía más dificultades de las que podían gestionar y que ahora estaba en su «nueva familia para siempre». No se pierdan el oximoron.

Otra vez los mismos patrones repetidos, y las mismas justificaciones por parte de las familias adoptivas, «no se puede juzgar, nadie sabe por lo que ha pasado esta familia». Otra vez la misma empatía peligrosísima con las familias que reabandonan a los hijos que prometieron cuidar y proteger. Curiosamente, muchos son a la vez incapaces de empatizar con las familias biológicas que abandonaron a sus criaturas; y lo que es más grave, tampoco empatizan con los niños y niñas, que ya han sufrido como mínimo una pérdida y que no tomaron ninguna decisión; pero nunca dejan de intentar comprender y justificar a los adoptantes que les han convertido en mercancía de usar y tirar. 
No puedo respirar.

Diario del año de la peste, entrega 78

El sábado pasado pusimos en marcha el ordenador para hacer la solicitud para que A. entre en el instituto, que este curso es conveniente hacer de forma telemática, por razones por todo el mundo conocidas. N., que tiene más mano con estas cosas, se arremangó. Fuimos buscando los datos, los documentos que nos pedía adjuntar, introdujimos las claves que nos mandaban… y al llegar al final, a la hora de «firmar» (digitalmente) el documento, se bloqueó.

Toda esta semana he intentado completar el proceso. Algunas veces, no me permitía entrar en la web porque no me mandaba la clave correspondiente; otras, no me permitía adjuntar el documento sin el cual no me dejaba continuar; en todos los casos, al llegar al final, me daba error.

Llamé al 012.

«Cambie de navegador», me dijeron.

Había probado en todos los navegadores que hay en el ordenador, le dije.

«Es lo que nos han dicho que digamos».

«Ven el lunes al despacho e intentamos hacerlo aquí», me dijo la orientadora cuando me llamó para preguntar.

Finalmente, ayer por la tarde, en el ordenador de trabajo de N., conseguimos completar, firmar y enviar la solicitud.

Un rato más tarde, recibí un mail del centro que decía lo siguiente:

FALTA FIRMA EN SOLICITUD DE ADMISIÓN

hemos recibido de forma telemática solicitud de admisiòn para su hija (sic). Debemos comunicarle que tal y como establece la Resolución Conjunta de las Viceconsejerías de Política Educativa y de Organización Educativa de la Comunidad de Madrid, las solicitudes de admisión deben estar firmadas por ambos tutores legales del alumno, en caso de no poder ser así, deberá rellenar y firmar el documento adjunto indicando el motivo por el que uno de los tutores no puede firmar y devolvérnoslo firmado.

Y en el documento, dice «Declaro que el impreso al que se adjunta esta declaración está firmado por uno solo de los progenitores debido a:

  • Familia monoparental
  • Fallecimiento del otro progenitor
  • Privación al otro progenitor de la patria potestad
  • Imposibilidad material de contactar con el otro progenitor
  • Consentimiento expreso del otro progenitor
  • Otras circunstancias

Y sí la primera opción es ser familia monoparental, pero todo, en el mail y en el impreso, expresa que ser monoparental es una anomalía. Una carencia.

Por no hablar de la ausencia de lenguaje inclusivo.

 

Diario del año de la peste, entrega 77

Ha vuelto el ruido, me dice mi hermana. También de noche: el zumbido constante de los coches, las voces de la gente, las bocinas.

Aquí también ha vuelto el ruido. Se oye gente hablar toda la noche en la calle. «Son personas que vuelven de las casas de los amigos», dice P.; o de las terrazas. Pero lo cierto es que ni siquiera es gente que pasa: están parados en alguna esquina hablando a gritos durante muchos minutos interminables. Incluso de madrugada, fuera de toda franja horaria permitida.

Ha vuelto la contaminación, dice T. Desde la terraza de su casa ha dejado de ver el cielo limpio encima del horizonte, y por primera vez en este año, ha necesitado usar la medicación para el asma.

En algún momento de esta década leí que, por primera vez en la Historia, más de la mitad de la humanidad vivía en ciudades.

Yo soy urbanita: me gusta el anonimato, la vida cultural, la posibilidad de encontrar entre tanta gente distinta la que se te parezca. Me gusta la diversidad, el abanico de posibilidades que abre, la tolerancia y la apertura de mente. La posibilidad de acceder a todo sin coche. Pero estos días no puedo dejar de pensar que la enfermedad ha convertido las ciudades en una trampa, con la proximidad de la gente y la contaminación, las distancias imposibles de recorrer ahora que el transporte público no es seguro, las prisas.

Los humanos procedemos el bosque, de hecho el significado de paraíso es, según he leído, «lugar con árboles y agua». «El nombre del mundo es bosque», escribió Ursula K. Le Guinn en aquella novela que situaba en un planeta en el que la vida humana y la del bosque eran tan simbióticas que eran una misma cosa; los humanos de la tierra llegaban allí y no tenían más objetivo que saquearlo, vaciarlo, consumirlo.

Decía Émile Cioran que “quien pare el mundo, aunque sea por error o negligencia, será su salvador”. Hemos conseguido parar el mundo, pero sin darnos tiempo a reflexionar, lo hemos vuelto a poner en marcha.

Volvemos a producir y consumir – si es que no es lo mismo – como si no hubiera en mañana, en vez de centrarnos en lo esencial: cultivar, construir, cuidar.

¿Por qué hemos sido tan responsables a la hora de acatar las normas y cambios vitales que nos han impuesto para afrontar la crisis del coronavirus y en cambio somos incapaces de cambiar nuestra forma de vivir para afrontar una crisis mucho más grave, como es el cambio climático?

 

Diario del año de la peste, entrega 76

Esta ha sido la semana de lxs abuelxs. O de lxs nietxs, según donde pongamos el punto de vista. Miles de abuelos y nietas, abuelas y nietos, que no se habían visto en dos meses más que por videolllamada o desde el balcón, han podido reencontrarse. ¡Que alegría oír las voces de los nietos de la vecina de arriba, a los que A. d. C. ella llevaba al colegio por las mañanas y daba de comer a mediodía!

En casa pudimos hacer el primer reencuentro con abuela el lunes: la madre de N. y su pareja vinieron a cenar en el patio, después de haber visitado a lxs nietxs del otro lado, y conocer a la nieta que acaba de nacer. Nos saludamos con el codo, mantuvimos las distancias.

Ver al resto de abuelos, a mi madre y a mi padre y su compañera, todavía queda lejos.

También hemos arrancado la vida social con amigxs. Con nuestro pequeño cluster de familias cercanas: el lunes C. bajó a tomar un helado con L., que había quedado, más tarde, con otros cuatro amigos. A C. le habría encantado verse con toda la pandilla, pero nos pareció que encontrarse 6 chavalxs de 6 familias distintas ampliaba demasiado el riesgo, así que lo ha tenido que dejar para más adelante, a su pesar.

Ayer vinieron a cenar E. y lxs niñxs. Nos hemos mantenido en contacto estas semanas, por teléfono primero, coincidiendo en el parque algunas veces cuando ya pudimos salir. Ayer compartimos una rato en el patio de charla y cena, con un ramen que a C. le llevó todo el día preparar y que estaba delicioso. Lo hizo pensando en los pequeños, fans de varias series japonesas, pero no tuvo mucho éxito, así que nos lo comimos con gusto las mayores. E. trajo un bizcocho salado delicioso también y P. hizo otro de chocolate; B. preparó masa para tortitas que al final no hicimos y que serán la merienda de hoy.

E. nos puso al día de los avatares de algunas familias conocidas. De N., que perdió a su madre y a su padre en las primeras semanas caóticas y dolientes del coronavirus; y de L., que también en esos primeros días vio morir a su pareja de toda una vida. Sus hijos son compañeros y amigos de P. y alguna vez les hemos videollamado para ver cómo están; lo que no sabíamos es que L., la madre, también enfermó, y querían ingresarla, las criaturas desesperadas de pensar que si entraba en un hospital le pasaría como al padre, que enfermaría y no la podrían volver a ver. Al final se quedó en casa, encerrada en la habitación, solo salía al baño y volvía. Las criaturas, de 10 años, cocinándose y autogestionándose, sin nadie que se atreviera a entrar en la casa.

Los abuelos viven en el edificio de enfrente, y se saludaban desde la ventana.

Sé que en muchos lugares y muchas épocas los críos de 10 años se han hecho cargo de muchas cosas, pero aún así me impresionó.

Todas esas historias parecen haberse evaporado en la euforia de los pases de fase, en la nueva normalidad. Todos esos duelos habrá que hacerlos en la clandestinidad mientras el mundo exterior grita que todo irá bien y ya es hora de volver a las terrazas y el turismo.

P.D.: las fotos las he visto compartidas en el FB con este texto:  Estas dos fotos pertenecen a unos abuelos que me han llegado al alma. En el barrio de Zarzaquemada, Leganés. Una de las zonas más afectadas por el Covid19. Un barrio humilde donde seguimos aplaudiendo a los sanitarios. Aquí la mayoría de nuestros hijos van a colegios públicos y la mayoría de los vecinos acuden a la Sanidad Pública. Aquí el patriotismo lo llevamos en el corazón. Somos un barrio obrero sin grandes lujos pero lleno de empatía. Rogaría que lo compartieras para hacer un homenaje a todas las personas que siguen luchando por el bien común, por todos aquellos que ven más allá de sus propios intereses. Orgullosa de vivir en mi barrio. Orgullosa de mis vecinos.

Diario del año de la peste, entrega 75

H. era pintor, rockero, joven, sano, y vivía como si el mañana no existiera: salía, bebía y comía lo que le apetecía, se gastaba todo lo que ganaba, disfrutaba de la vida, exprimía cada minuto. Mañana podría estar muerto, decía para justificarse. Y yo le respondía que sí, era cierto; pero que también podía estar vivo y que quizás entonces agradecería haberse cuidado un poco más, haber ahorrado un poco más, haberse preparado un poco más.

Hay tres formas de abordar la vida: hacer ver que los riesgos no existen y seguir haciendo lo mismo de siempre, como si fuéramos invulnerables. Asustarnos y encerrarnos en una burbuja, bunkerizarnos y dejar de vivir para minimizar los peligros. O buscar un punto de equilibrio entre esas dos posturas, ser conscientes de las amenazas y protegernos, pero asumir las consecuencias de nuestros actos y un cierto rango de riesgo.

Salta a la vista que la mejor opción es la segunda, pero tengo la impresión de que tenemos tendencia a irnos a los extremos: o no pensamos volver jamás a la vida normal o nos lanzamos a las multitudes sin mascarillas ni hidrogel. Incluso es posible que basculemos entre los dos extremos, sintiéndonos a ratos invulnerables y a otros inevitablemente a punto de morir.

Tratamos de mantenernos en ese término medio, crear un cluster de sospechosos habituales con los que vernos de seguido, huimos de las multitudes, nos ponemos mascarilla para entrar en los lugares concurridos, no dejamos de abrazar a los de casa. Vivimos intensamente, pero no perdemos la esperanza. Y nos lavamos las manos.

Dice Eduardo Mendoza sobre esta crisis: Le estamos dando una dimensión épica que no tiene. Ha habido conductas abnegadas, admirables, pero lo que se dice épicas… épicas no hay. Estamos encerrados en casa, esperando que pase el chaparrón, como animalitos que se esconden en el caparazón esperando que el mal se vaya. Imagínate qué dirán los que vengan: hubo una época en la que la gente se encerró en casa, escribían unos diarios de confinamiento que realmente no valían nada, y estaban a la espera de lo que pudiera pasar, que en realidad desconocían.

Diario del año de la peste, entrega 74

Debió sonar el despertador a las 7, aunque probablemente llevaba 10 minutos despierta. Probablemente estaba echando el primer vistazo a las redes cuando oí el despertador de B. y alargué el remoloneo hasta que le oí salir de la ducha. Tomaría un te negro con leche y unas tostadas con tomate y queso antes de despertar a P. y A.; aunque quizás P. se había levantado por su cuenta y había ocupado el baño.

Debí preparar comida para C. y para mí, dejar la suya en un tazón cubierto por un plato, meter la mía en el tupper, despedir a los pequeños desde el balcón cuando salieron hacia la escuela.

Todo esto con la radio de fondo.

O quizás les acompañé. No recuerdo cómo fue la mañana del último día de antes de.

Después debí caminar hasta donde tuviera el coche aparcado desde el día anterior, o desde la semana anterior; el jueves y el viernes me encontré mal y no fui a trabajar, y bromeé mucho sobre que tenía el coronavirus, sin creerlo realmente; quizás ese había sido un fin de semana perezoso.

Llegué al trabajo, me senté frente a mi ordenador después de lavarme las manos con hidrogel: hacía días que lo habían repartido por todas las mesas, pero no usábamos mascarillas ni guardábamos demasiado las distancias. Prepararía alguna entrevista, comería lo que había traído en el tupper mientras echaba otro vistazo a las redes.

Pasé la tarde junto a J., mi técnico, en su cubículo, que ya tenía un cartel que ponía «cuidemos a los técnicos, no entréis en el control si no es imprescindible». Hablaríamos y nos reiríamos del miedo, sintiéndonos invulnerables aún. Me debí lavar las manos con hidrogel varias veces más.

Debí recibir a invitados y colaboradores sin besarlos ni tocarlos y sin duda hablamos todos de ese virus que había irrumpido en nuestras vidas de esa forma tan inesperada y rompedora.

Volví al coche, cogí la autopista, busqué aparcamiento. En la radio contábamos que se habían suspendido las clases, que el día siguiente sería el último.

N. y yo decidimos que no merecía la pena correr riesgos innecesarios y que las criaturas ya no irían ese martes. Seguro que no pensamos que la cosa se alargaría hasta el infinito.

C. y P. debieron ir a la piscina a su extraescolar de Natación Sincronizada; seguro que les vi marcharse con sus bonos de autobús y quizás fui a recogerlos cuando fue la hora de la salida; o quizás fue N. Es posible que lo negociáramos, porque volver a sacar el coche, ¡daba tanta pereza! Y también debimos organizarnos para los días siguientes, los horarios de trabajo que nos permitieran ocuparnos de las criaturas ese tiempo sin colegio, aún sin definir. Yo pensé que volverían a finales de mayo, y me parecía que era muy pesimista.

Optimista informada, lo llaman, pero, ¿cómo saber nada cuando lo que está pasando no ha pasado antes, cuando no hay memoria de nada parecido?

Vimos algún programa informativo, sin duda, porque en esos días solo bebíamos eso: información y más información. No podíamos soportar no saber, no entender, no ser capaces de anticipar.

Seguro que no pensé que pasaríamos encerrados los siguientes meses. Ni que la enfermedad nos golpearía. Ni qué echaríamos de más tantas cosas. Y otras tantas descubriríamos que no nos hacían falta.

Me debí acostar cerca de la medianoche, y quizás dormí mal, como suelo.

El día antes del confinamiento.

Diario del año de la peste, entrega 73

La primera pista de que hemos entrado en la Fase 1 ha sido la presencia del sobrino de A., nuestro vecino de 88 años, y uno de sus hijos esta mañana en el patio. Estaban los tres sentados en la mesa, tomando un desayuno tardío y charlando.

A. es viudo y no tiene hijos, así que vive solo en su piso con salida a la terraza. Cocina, tiende, limpia, compra, y hasta cose las labores que sus sobrinas le encargan. Suele desayunar y merendar en su mesa del patio, sale a regar las plantas todos los días y mantiene su rincón recogido y limpio. En Semana Santa hizo torrijas, y las repartió por todo el patio; por su parte, siempre acepta un trozo de cualquier bizcocho que hayamos hecho. Está siempre alegre, es animoso y hablador, trata con cariño a nuestras criaturas y al gato, que se le cuela a veces por la puerta de la cocina.

No ha sido hasta hoy, que le he visto acompañado de su familia, que he pensado en lo solo que se debe haber sentido.

Hemos salido a la tienda de electrodomésticos porque en esos dos meses se nos han muerto la aspiradora y la tostadora; aspirar podemos sustituirlo barriendo y pasando el trapo, pero no hay nada que sustituya a una tostadora. La tienda tenía una cinta en la entrada de esas de las que pone la policía en el escenario del crimen; se hacía cola en la calle y solo cuando te la abrían se podía pasar. El dueño de la tienda nos ha contado que no ha parado de entrar gente en toda la mañana; que se han llevado muchas tostadoras y, sobretodo, máquinas de cortar pelo.

La calle estaba alegre, concurrida, animada. Si no fuera por las mascarillas (algunas colocadas por debajo de la nariz) y las colas en las aceras y los carteles en las tiendas advirtiendo de las limitaciones de aforo, dirías que es un día normal de cuando las pandemias eran solo el argumento de películas de acción. Tengo la sensación de que hemos perdido el miedo. Quizás es que no se puede vivir siempre con miedo, aunque haya casos en los que el miedo es lo que nos permite seguir vivos.

Después hemos comprado fruta y pan y huevos para hacer una tortilla, porque esta tarde tendremos la primera visita: la de la abuela, a la que hasta ahora hemos tenido que ver a la distancia que separa el balcón de la calle.

Hemos salido al balcón hoy varias veces: no sé si hay algo que tiene a la gente crispada, pero ha habido muchas peleas a lo largo de la mañana. Un chico que insultaba de forma muy denigrante a una mujer a través del móvil, un tendero que discutía con una de las señoras que hacían cola, un tipo en bicicleta, acompañado de dos criaturas pequeñas, que ha proferido una retahíla de insultos muy racistas a una mujer árabe que salía en coche de un párking.

Dice el filósofo Camerunés Achille Mbembe: La pandemia cambiará la forma en que nos relacionamos con nuestros cuerpos. Nuestro cuerpo se ha convertido en una amenaza para nosotros mismos. La segunda consecuencia es la transformación de la forma en que pensamos sobre el futuro, nuestra conciencia del tiempo. De repente, no sabemos cómo será el mañana.

Diario del año de la peste, entrega 72

Aunque hasta el 40 de mayo, ha llegado el calor. Hemos cambiado el chándal por los vestidos playeros y los niños se han apropiado de las regaderas y el barreño y usan el patio como piscina improvisada. Ya no comemos fuera, porque a mediodía hace demasiado calor; ahora desayunamos y cenamos. A las 9 hay luz de día. Seguimos yendo al parque arbolado pero la sombra no es suficiente. Hay que hacer el cambio de ropa, pero no hemos conseguido sacar tiempo.

Que corto se ha hecho este fin de semana, ha dicho A. y le sugerimos que quizás es porque últimamente hemos tenido algunos fines de semana de tres días.

O porque nos hemos hecho a las rutinas del confinamiento: limpieza general – aperitivo – película en familia – salida al parque arbolado con las bicis- llamada de T. – aplausos – cena en el patio.

E. me cuenta que T. dejó de poner música después de los aplausos porque un día un vecino llamó a la policía. Vive dos calles más arriba de casa, así que quizás si vivías en su misma calle el ruido era infernal. Pero me da tristeza pensar que alguien no pudo soportar ese ratito diario de comunicación intervecinal.

Seguimos con Hitchcock: hoy ha tocado «El hombre que sabía demasiado» con sus paisajes marroquíes y su Qué será-será. Me sorprende cómo a pesar de la fragilidad de sus rubias y los estereotipos de los años 50, las películas que hemos visto hasta ahora superan el test de Bechdel y retratan a mujeres inteligentes y aguerridas.

Mañana entramos en una fase nueva, en la que podremos vernos con amigos y familia en pequeño grupo y no solo saludarnos a distancia en los parques.

 

Diario del año de la peste, entrega 71

Me llega una noticia sobre que ha reabierto el Park Güell, ahora libre de turistas.

Es uno de mis sitios favoritos del mundo. B. y A. fueron varios veranos a un casal de música a un colegio que estaba dentro del parque y cuando les dejaba a las 9 de la mañana, después de una excursión andando y en el microbús que circula por las callejuelas estrechas y empinadas de esta parte del barrio, siempre me daba un garbeo por el parque sin gente. Luego miraba la ciudad desde lo alto, respiraba hondo, y me iba a trabajar.

Es uno de esos sitios a los que no sé cuándo volveré a ir. Cómo no sé cuándo volveré a ver a mi familia, cuando volveré a pisar una playa, qué haré las próximas vacaciones.

Qué difícil hacer planes a más de una semana vista.

Dicen que Madrid pasa a la fase 1 el próximo lunes: se lo oí ayer a un señor que pasaba por la calle, lo buscamos en Internet, y ahí estaba la noticia.

A pesar del baile de números, a pesar de la sanidad depauperada, a pesar dela incompetencia de los políticos, el lunes podremos ir a tomar cervezas y hacer reuniones de amigos.

Si queremos; como dice M, yo pienso ir una fase detrás de lo que diga la Ayuso. O dos.

N. ha sacado la máquina de coser y ha hecho mascarillas para toda la familia. También para la vecina, que vio la primera que hizo y se enamoró de ella.

Con las mascarillas puestas, salimos al paseo diario. Siempre lo más tarde posible, aunque a los chicos la hora se les hace corta. Estos últimos días les gusta ir a un parque arbolado con las bicicletas, donde se persiguen en un juego con unas normas complejas que han ido negociando a medida que jugaba. Hace unos días, una tarde que salieron con N., me contó que había policía poniendo multas a los que incumplían las normas: familias con más de una persona adulta, personas no convivientes demasiado cerca unas de otras. Ayer y hoy ha estado muy tranquilo y les he esperado en la sombra mientras ellos correteaban y se terminaba toda el agua que habíamos llevado.

“He descubierto que es divertido jugar con B.”, dice A.

Esta es otra de las ganancias del confinamiento.

Cuando llegamos a casa, tienen tanto calor que se duchan con las regaderas en el patio.

Yo había escrito algunas cosas ayer, pero me ha desaparecido el documento, así que vuelvo a empezar mientras les oigo gritar de emoción, trastear en la cocina, empezar a preparar la cena, y el sábado empieza a terminarse.

Diario del año de la peste, entrega 70

Ayer sonó el timbre de casa. ¡Que poco pasa esto ya!

Preguntaban por mí. Traían un paquete. Los libros que encargué a mi librería de cabecera.

(No hemos hecho apenas encargos en ese confinamiento: las sillas de trabajo, imprescindibles para la supervivencia; una comanda de verduras al mercado cuando no podíamos salir; un toner cuando se nos gastó el de la impresora; comida china en nuestro restaurante habitual en una ocasión, esta misma semana; y este puñado de libros cuando en Muga nos escribieron de que volvían a trabajar.

Es algo que me tiene dividida: por un lado, pienso que minimizar las salidas y los encuentros es reducir las posibilidades de que circule el virus; por otro, pienso que el frutero, los que distribuyen suministros informáticos, los dueños y trabajadores del restaurante, mi librero… viven de vender sus productos y que, aunque reducir el consumo es uno de los beneficios de esta crisis, si no trabajan van a cerrar; y que no es más riesgoso que una personas con mascarilla te acerque a casa lo que necesitas que ir a comprarlo a la tienda, con mascarilla también).

Abro la caja. Saco los libros. Los hojeo. Los miro. Los huelo. Los toco.

Nunca son suficientes los libros. Soy frugal con casi todo: siempre me parece que tengo demasiada ropa y que se puede aprovechar una temporada más; me gustan los muebles cuando envejecen y se adaptan al entorno; no necesito hacer grandes viajes ni gastar dinero en espectáculos caros ni comprar objetos de lujo. Pero ¡ah, los libros!

Siempre he vivido rodeada de libros. En las casas de mis abuelos: en la rama paterna, esas esforzadas colecciones de clásicos que regalaba La Caixa (y que heredé yo) y novelas folletinescas muy en boga en la época sobre adolescentes que se daban a las drogas y otros vicios; en la rama materna, aunque mi abuela siempre respondía con sorna a los vendedores del Círculo de Lectores que «en casa no leemos, ¡ni un libro tenemos!», los preciadísimos ejemplares de literatura juvenil en catalán de antes de la Guerra (que también heredé en parte) y todos y cada uno de los clásicos de novela negra de La Cua de Palla, que mi abuelo le compraba a mi abuela cuando salían y ella compartía conmigo (y que también heredé yo). En la casa de mis padres (en la que compartían y posteriormente en las de cada uno de ellos), los libros tapizaban las paredes, se amontonaban en los alféizares de las ventanas, se adquirían y se prestaban; mi hermana y yo siempre tuvimos un buen surtido de lectura, pero también acceso a la bilbioteca adulta, sin limitaciones. A menudo yo leía los mismos libros que mi madre, a la vez que ella, en los ratos en los que los aparcaba encima de algún mueble.

Nunca son suficientes los libros. Y a la vez, son demasiados. So many books, so little time, dice un colgante que me regaló N. unos Reyes. Es desasosegante. Y a la vez, un alivio.

Podría vivir en cualquier sitio, solo con que hubiera libros.

El libro distópico que hojeé y descarté y luego eché de menos en la librería; el volumen que quedó pendiente hace ya dos meses en el primer encuentro del Club de Lectura que tuvimos que posponer; la novela policíaca que redondea esa trilogía que tanto me apasionó; el texto casi autobiográfico del compañero de facultad, luego vecino, siempre amigo, que ahora vive tan lejos; la apuesta por una escritora vietnamita de la que solo tengo referencia.

¿Y ahora, por cuál empiezo?