familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para noviembre, 2015

Somos productos comprados en el mercado a los que cortaron la etiqueta

Los bebés probeta, los niños y niñas concebidos por reproducción asistida, en muchos casos con gametos de donante, se están haciendo adultos. Y tienen preguntas, dudas, miedos. Y reclamaciones. Como los de Stephanie Raeymaekers, que dice en esta entrevista: «Somos productos comprados en el mercado al que cortaron la etiqueta»

La organización Men Having Babies (Hombres que tienen hijos) que se define como “sin fines de lucro”, acaba de tener el pasado 3 de mayo en Bruselas (Bélgica) su habitual congreso “Parenting options for European gay men” (Opciones de paternidad para hombres homosexuales en Europa).

Entre la variopinta presencia de varones gay, se encontraba una mujer belga, Stephanie Raeymaekers, para quien el evento es una auténtica agresión que pone en carne viva los dolores de su historia. Pero creyó que debía estar allí. Ella es la líder de Donorkinderen, organización que lucha por los derechos de miles de niños que en Europa y otros lugares del mundo son -como ella- víctimas de una transacción comercial en su origen… los bebés probeta, los fecundados in vitro.

Es “el congreso más grande en el corazón de Europa dedicado a los hombres homosexuales que quieren tener hijos”. En pocas palabras, una gran feria donde se venden potenciales «hijos maravillosos, perfectos» mediante úteros de alquiler y compra de óvulos para distintos presupuestos… ha declarado a revista Tempi de Italia Stephanie, en una valiosa entrevista -que Portaluz ha traducido- donde ofrece su testimonio y lo que ha padecido por ser una “bebe probeta”.

«Me siento como un producto comprado en el supermercado al que cortaron la etiqueta», dice esta mujer, que nació hace 36 años como hija de un donante de esperma anónimo. Stephanie continúa buscando su padre biológico, a quien la ley belga le impide conocer como también a quién sabe cuántos potenciales hermanos y hermanas, hijos todos del mismo padre, donante anónimo. ¿Tal vez su vecino o alguien afectivamente más cercano a ella podría ser su hermano, hijo del anónimo padre?…

Stephanie, ¿cómo naciste?

Soy una de las primeras personas concebidas con semen de donante tomado de un banco de semen, hablamos de los años setenta. Mis padres querían tener hijos, pero mi padre era estéril. Un médico les aconsejó la fecundación heteróloga. Mi madre tomó entonces hormonas para estimular la ovulación y sus tres óvulos resultantes fueron fertilizados in vitro con el esperma de un donante anónimo. En 1979 nacimos trillizos: mi hermana, mi hermano y yo.

¿Cuándo supiste la verdad acerca de cómo fuiste concebida?

Recién a los 25 años de edad, debido a que el médico había recomendado a mis padres que no nos dijeran nada. Esta es una maldición pero, no seamos ingenuos, funciona. Los médicos les dicen a los padres no hagan aún más complicada una situación ya compleja.

¿Y cómo te enteraste?

De la peor manera posible. Primero lo supo un amigo de mi hermano quien se lo contó a su novia, ella se lo dijo a mi hermano, quien me lo dijo a mí. Me enteré en la cena, el día de nuestro cumpleaños número 25. No era exactamente la mejor manera de estar informada, pero me alegro de haberlo sabido.

¿Por qué?

Porque entendí muchas cosas. Finalmente comprendí esa constante sensación de no tener nada que ver con mi padre.

¿Cómo reaccionaste a la noticia?

Al principio estaba muy enojada, porque durante 25 años mis padres habían mentido sobre una información esencial para mí… sobre quien realmente me había hecho. Pero la cólera ha disminuido con el tiempo y aparecieron muchas preguntas: ¿Quién es realmente mi padre? ¿Está vivo? ¿Murió? ¿Cuántos hermanos y hermanas tengo en realidad? ¿Proporcionó su esperma a los demás? ¿Me parezco a él? ¿Piensa en mí? Sé que no me conoce, pero tal vez piensa en los niños que fueron concebidos con su esperma. ¿Lo hizo por el dinero? ¿Para ayudar a alguien? Antes mi vida era simple, ahora es mucho más complicada.

¿Cómo afecta esto la vida de tu familia?

Amo a mis padres y amo a mi padre, que siempre lo será, aunque yo no fui concebida biológicamente por él. Pero las relaciones se han visto afectadas, por la fuerza de las circunstancias. Cuando me enteré, mi padre me dijo: «El hecho de que no eres mía biológicamente interfiere en la relación que tengo contigo. De hecho tú me recuerdas constantemente que soy estéril «.

¿Qué significa haber nacido en un tubo de ensayo por un donante de esperma anónimo?

Me siento como si me faltara una pieza del rompecabezas. Es frustrante porque yo quiero saber de dónde vengo, pero por ley no puedo. A los 25 años tuve una crisis de identidad, porque siempre creí ser la hija biológica de una persona que no era realmente mi padre. Ha sido extraño: todo cambia, aunque todo siga igual.

¿Qué significa eso?

Soy consciente de que en algún lugar hay una persona que se parece a mí a quien estoy ligada, que quizás tiene mis propias maneras de hacer las cosas, mis propias características, pero no lo sé. Cuando voy en autobús o en bicicleta, siempre pienso: tal vez ese es mi padre, tal vez ese otro es mi hermano. Es una inquietud constante, saber que este ser humano existe, pero no sé quién es. Necesito satisfacer esta inquietud para definirme a mí misma, pero no puedo.

¿Por qué fundaste una asociación?

Hoy tengo una familia y cuando me quedé embarazada, por primera vez me sentí reflejada plenamente en otro ser humano. Entonces empecé a darme cuenta de lo mucho que echaba de menos este aspecto, cuánto me había faltado en mi vida. Fue un punto de no retorno y empecé a buscar y a luchar.

¿Cómo se tomaron esta iniciativa tus padres?

Mi madre se sentía culpable por no haberse dado cuenta que iba a tener todos estos problemas. Me dijo un día: «Si lo hubiera sabido, no lo habría hecho. Hoy no lo haría». Ella está orgullosa de mí y me apoya.

Si fueras una política y tuvieras el poder de escribir las leyes, ¿Qué harías?

Me siento como un producto comprado en el supermercado al que cortaron la etiqueta. Si un político escribe una ley que permite concebir un hijo con el material genético de una tercera persona, debe asumir responsabilidad e incluir como derechos fundamentales del niño concebido poder conocer sus verdaderos orígenes. Porque aquí hay una paradoja.

¿Cuál?

El concebido es la persona más importante, y sin embargo, es el único que no tiene elección: los padres pueden elegir, el donante puede elegir, el concebido no. Sin embargo, es él quien, literalmente, es «hecho» con el material genético de otro. No se puede condenar a estas personas, pretendiendo que alguna información no es importante.

¿Cómo así?

Se ve en los niños adoptados, que han nacido de otras relaciones. Para definirse es importante saber de dónde vienes… Cada vez que voy al médico, me preguntan el historial médico de mi familia. Y en cada ocasión les digo: «Conozco sólo la mitad». Y es increíble que este problema se haya creado por una ley.

¿Piensan como tú otros niños probeta?

Algunos no quieren saber de su padre biológico, pero todos necesitan hablar de ello. La tragedia es que no todo el mundo puede, porque tal vez el hermano no sabe o no lo sabe el abuelo o no quieren estigmatizar a los padres. Conozco a muchos que van a un psicólogo, llenos de problemas porque no pueden conocer sus orígenes. Otros tienen muchas preguntas, pero sus padres no quieren hablar de eso.

¿Por qué?

Porque tienen miedo a estas preguntas, las ven como un rechazo de su amor y dicen a los niños: no quiero hablar de eso, deberías estar feliz, tienes todo lo que necesitas, no hay razón para hacerte problemas. Mucha gente, cuando me conocen me dicen: gracias, ahora sé que es normal tener todas estas preguntas, pues vienen incluidas en el paquete.

Se suele pensar que el amor de los padres es suficiente

No es así, porque este método de concebir crea heridas que no cicatrizan y provocan que los hijos se alejen de sus padres. Hay historias que rompen el corazón. Una niña, hija de una mujer soltera, a los nueve años le dijo a la madre que cuando fuera mayor quería estudiar derecho para cambiar las leyes de Bélgica. Conocí a una chica de 24 años, que nació con una gran mancha en la cara. Sus padres se separaron poco después de haberla tenido, y su padre le dijo: «Yo no podía tener hijos y pagué un montón de dinero por ti. Y ni siquiera tuve una hija perfecta, sino una deformada». Cuando escuché esta historia, me eché a llorar. Esta herida es más grande que cualquier mancha en la cara.

No todos los padres serán así…

Yo siempre espero que todo padre ame a sus hijos incondicionalmente. Pero cuando se empieza a hacer contratos e intercambiar dinero, cuando se aprueban leyes que permiten estas cosas, se fuerza el amor que ya no es incondicional. Los niños se vuelven como objetos. He comprado un coche, pero ya no lo quiero; compré un bebé, pero ya no lo quiero. Es como el lema del congreso en Bruselas. Regresé a casa desde allí muy triste, en shock.

¿Qué te ha conmocionado?

Te daban una lista de precios y te ofrecían todo lo necesario: Abogado, óvulos… hasta la madre de alquiler. Por 5.000 euros podías incluso elegir el género de tu bebé, masculino o femenino. Crean seis embriones y luego eligen el más adecuado. Y los otros embriones, ¿dónde van a parar?

¿Son descartados?

Para mí, que ya me siento un producto, esto es aún más loco. Tarde o temprano, podrás comprar a los niños por Internet. Ya era una locura en los años setenta. Nunca deberían haber permitido a nadie hacer niños con el material genético de otro. Está mal. Esta forma de pensar es errónea.

¿No crees que se podría volver atrás?

No sé, creo que es difícil de detener este proceso. Con todo, sin embargo, estoy luchando para garantizar los derechos de los niños nacidos como yo; esto será seguramente posible. Porque hoy se cree en una mentira. El derecho de un niño no existe y nunca ha existido. 

La adopción

Finalmente ayer vi la película «La adopción», en un pase con coloquio posterior con la directora de la película, Daniela Fejerman.

Las críticas que había leído me hacían pensar que era una mala película sobre un tema interesante, pero lo cierto es que más allá de la temática, la película me gustó. Creo que narra bien una historia que tiene interés desde el principio hasta el final, la de una pareja que vive (y sufre) el tramo final de un proceso de adopción, el más complejo, el más duro emocionalmente, el más discutible éticamente.

(Algo que ya vimos en películas como «La pequeña Lola» o «La casa de los babys», tan parecidas en tantos sentidos aunque en el primer caso hablaba de adoptantes franceses en Camboya y en el segundo, de adoptantes norteamericanos en algún lugar de América Latina)

No me sentí identificada en la historia porque el proceso es muy distinto al que yo viví: yo fui sola, en la película tiene mucho peso cómo las vivencias afectan a la relación de pareja; yo viajé a Etiopía cuando B. ya era mi hijo y a Marruecos sabiendo que A. iba a convertirse en mi hijo, y nunca viví la experiencia de elección de criatura que tan crudamente enseña la película; yo no viví (en esa fase de la adopción) las incertidumbres de los protagonistas, ni las dudas morales; y aunque en Etiopía llegué en temporada de lluvias y en Marruecos viví el coletazo final de una ola de frío que nos hacía tiritar hasta en la cama, hasta los paisajes nevados y los gorros de piel me eran ajenos.

Sin embargo, sí me hizo pensar en los procesos que otras familias me han contado a lo largo de los años, o he visto en personas cercanas. Las dudas sobre la salud de los niños, las llamadas a los médicos, los intercambios monetarios dudosos (o directamente contra la legalidad), la incertidumbre, el miedo a no poder culminar el proceso, la burocracia, la sensación de sentirse perdido y aislado en un país donde no entiendes las normas ni el idioma… el encuentro, el juicio, el regreso a casa… eché de menos algún juicio moral sobre los adoptantes de la película, que no me cayeron bien, y me recordaron a otros adoptantes reales que tampoco me cayeron bien: el desprecio hacia el país de su hijo (me llamó la atención a lo largo de toda la película, no dejé de preguntarme cómo vas a ayudar a tu hijo a tener una imagen positiva de su lugar de nacimiento… y la directora nos dijo al final que no había vuelto a Ucrania y que volvería solamente si su hijo quería conocer sus orígenes), la prepotencia y la falta de respeto con la que tratan (y retratan) a la gente que les ayuda en el proceso, la falta de empatía con la familia biológica que aparece (que conveniente que sea un abuelo… y no unos padres), la frialdad con la que descartan expedientes de niños «no sanos», y lo fácil que parece resultarles seguir adelante a pesar de saber que están comprando un niño…

En definitiva, me pareció un magnífico retrato de lo que es, en tantísimos casos, la adopción internacional.

Hagámoslo funcionar

Un tema que preocupa a las madres (y padres) de niños con Necesidades Especiales es que sus hijos sean excluidos. Que no se integren en el grupo. Que no reciban invitaciones a cumpleaños.

Hace algún tiempo, leí en este artículo la respuesta de la madre de un niño con autismo a una invitación de cumpleaños.

Y me emocioné.

Querida Mamá Super Cool,

Tú no me conoces y yo no te conozco, pero mi hijo, Timothy, algunas veces se sienta junto al tuyo en el colegio.

Timothy tiene un severo desorden del espectro autista. El es también un niño de siete años que ama y juega con todo su corazón. Él necesita un montón de ayuda extra en el colegio y algunas veces parece simplemente ajeno a lo que está sucediendo justo bajo su nariz.

Él quiere amigos, pero algunas veces no sabe cómo hacerlos.

Él quiere jugar, pero algunas veces no sabe como pedirlo.

Él quiere ser incluido, pero algunas veces no sabe cómo.

Nosotros, los padres de niños con necesidades especiales, sabemos demasiado bien el dolor que sienten nuestros pequeños cuando les dejan fuera de las reuniones sociales.

Deportes organizados, citas para jugar, fiestas de pijamas y, sí, las temidas fiestas de cumpleaños.

Puedo decir,  de todo corazón, que mi hijo no ha acudido a uno solo. Hemos recibido muchas invitaciones los pasados años, pero la mayoría de niños que se limitan a invitar a la clase entera. No me malinterpretéis. Estoy agradecida.

Pero me pregunto si los padres saben que pasaría si llevase a Timothy. Las interrupciones, las rabietas. Como odiaría que fuéramos el centro de atención en lugar del niño que cumple años.

Así que declinamos educadamente la invitación. Todas ellas.

Hasta que tu invitación llegó al correo con una nota especial. Decía:

“Carter se sienta junto a Timothy en el colegio Timberky y siempre habla de él. Espero realmente que pueda venir. Hemos alquilado un castillo hinchable  que podemos unir a un pequeño tobogán inflable al final. Tendremos también globos y pistolas de agua. Tal vez Timothy pueda venir más temprano ese día si es demasiado estar con la clase entera. Hazme saber cómo podemos hacer que funcione”.

Tú escribiste exactamente lo que necesitaba ver ese día y ni siquiera lo sabía.

Porque por tu hijo, él estaba siendo incluido.

Porque por tu hijo, el se sentía querido.

Porque por tu hijo, él tenía una voz.

Y quiero que lo sepas porque, por ti, yo puedo superar un otro día más.

Por ti, puedo superar otro reto.

Por ti,  puedo superar más miradas y más preguntas.

Por ti, tengo esperanza en el futuro de Timothy.

Simplemente quiero decirte el fantástico trabajo que estás haciendo con tu hijo.

Esta madre responderá un maldito sí a una invitación por primera vez en la historia. Y no puedo esperar.

Sinceramente,

La muy agradecida mamá de Timothy

Futuro

Esta mañana llevaba al cole, además de a mis cuatro niños, a L., O. y O., amigos y vecinos y compañeros de colegio. Un par de esquinas después se nos ha unido T., compañero de clase de B., que va solo al cole.

Un abuelo venía andando en dirección contraria.

Nos mira, sonríe:

«¡Desde luego que el mundo no se acaba!»

No se acaba, no.

Feliz día Mundial de la Infancia.

La edad NO es sólo un número

Cuando empecé mi primera adopción en Etiopía, en una reunión con la ECAI que se iba a ocupar de los trámites, nos contaron que a menudo los etíopes no registraban a sus hijos, y que por esta razón, las edades eran muchas veces aproximadas y la fecha de nacimiento la escogíamos los padres.

Cuando me asignaron a B. me dijeron que tenía «unos 21 meses» y le calculé la fecha de nacimiento a partir de este dato. Tiempo más tarde, me llegó otro dato distinto, que le hacía algunos meses mayor, y finalmente, recibí un certificado de nacimiento de Etiopía con una fecha no muy alejada de la primera, y que es la que celebramos. Hay cierta esquizofrenia en el hecho de que haya un mes de diferencia entre la fecha de sus papeles oficiales y su fecha real de nacimiento, aunque ahora mismo, no es algo que genere demasiados problemas.

Con B. llegaron de Etiopía algunos niños mayores, también de edad incierta. Ninguno tenía ningún documento que evidenciara el día de su nacimiento, aunque es posible que estos documentos existieran en algún lugar y nadie se hubiera tomado la molestia de hacérselos llegar a sus nuevas familias. Ni, por tanto, en dejar constancia para cuando ellos crecieran.

El caso que más me impactó fue el de S., un niño de 6 años que meses más tarde confesó a sus nuevos padres que tenía en realidad 2 años más. Le dijeron que mintiera (y mintieron en sus registros) para convertirle en más adoptable, más apetecible.

Después he oído muchas historias parecidas. Niños y niñas con edades oficiales muy distintas a las reales, casi siempre mayores de lo que decían sus papeles, aunque en ocasiones era al contrario, eran más pequeños. Diferencias que se han convertido difíciles de gestionar en los historiales médicos, en la escolarización. Muchas veces me he preguntado cómo lo vivirán ellos… el otro día, este artículo del blog The Lost Daughters me dio una pista al respecto.

La última vez que sucedió, estaba sentada enfrente de mi doctora, con la toalla de papel arrugándose bajo mi peso. Me senté en la mesa de examen, viéndola dar vueltas a mis gráficos. Mi hijo tenía pocos meses, y le acababa de contar lo exhausta que estaba. Le confesé que no podía imaginar  otro hijo en mi futuro. Tener dos hijos menores de 5 era dura. Ella fue comprensiva, pero me dijo que quizás cambiara de idea cuando mi hijo creciera. “Aún eres muy joven, así que todavía tienes mucho tiempo para pensar en tener más hijos”, me dijo y le dio la vuelta a la carpeta cerrada. “28. Es aún un montón de tiempo”. Hizo clic con su bolígrafo un par de veces y se lo colocó tras la oreja. Unos minutos después dejó la habitación.

Sentada allí, pensaba en lo que había dicho. En cada papel identificativo, ponía que tenía 28 años. Mi carné de conducir, mi pasaporte, todo decía que tenía 28. ¿Cómo era posible que acabara de celebrar mi 30º aniversario?

Con el objetivo de dar respuesta a la demanda de niños pequeños, los registros de adopción a menudo son alterados. En países donde los registros son de pacotilla, esto significa que incluso los certificados de nacimiento pueden cambiarse para encajar con una posible familia adoptiva. En mi caso, la mujer que orquestró mi adopción cambió mi año de nacimiento, borrando dos años de mi vida. Para ella, esta alteración aparentemente inocua, me hacía más adoptable, me daba la oportunidad de un futuro mejor. Pero esta decisión me ha perseguido mi vida entera.

Mis padres adoptivos supieron desde el principio que algo fallaba. Poco después de llegar a Canadá, me hicieron una evaluación. Después de una serie de pruebas, la mejor estimación del médico fue que yo no tenía uno sino tres años. Y desde entonces, así fue. Para mis padres, en casa, yo tenía 3 años. Celebré mi cuarto aniversario y después el quinto. Pero mis registros no cambiaron. Cuando soplaba las velas de mi quinto aniversario, mi certificado de nacimiento decía que tenía tres años.

Mis padres usaron las notas y las evaluaciones del médico para inscribirme en el colegio. Era demasiado joven para entender que sucedía. Y no fue nada importante hasta que cumplí 16. A los 16, mientras todos mis amigos se sacaban el carné de conducir, yo aún tenía que esperar otros dos años. A los 16, empecé a ser consciente de la gravedad de la situación. NO quería contárselo a nadie, así que respondía con excusas. Mis padres nos llevaban a mí y a mis cuatro hermanos a la escuela privada a la que siempre fuimos, así que no necesitaba conducir. Y yo no quería conducir por ahí en la furgoneta de mis padres. Además, no me podía permitir un coche. Al menos esto es lo que le conté a la gente. Pero era una respuesta torpe. ¿Cómo podía explicar a mis amigos que no sabía exactamente cuando había nacido?

Finalmente me saqué el carné de conducir a los 19, entre veranos en la universidad. Para entonces, mis amigos y yo nos habíamos graduado todos, y la excitación había pasado. Mis novedades fueron recibidas con felicitaciones encarecidas. En la Universidad, evité situaciones en las que debía sacar mi identificación para verificar mi edad. Se lo conté a alguna gente próxima, y para ellos fue “una locura, increíble, no puedo creer que te sucediera esto”, pero para mí, era aún una parte vergonzosa de mi historia.

Desde entonces me he encontrado con mi madre biológica, y me ha confirmado que nací en 1983, y que el doctor, pues, tenía razón. Pero no hay nada que pueda hacer ahora. Una persona esencialmente borró dos años de mi vida. Una persona decidió que era mejor para mis intereses alterar algo tan integral de mi identidad, una decisión que se convierte en un problema real en tantas adopciones internacionales. Nuestras identidades no son importantes. No tenemos voz, nuestros cumpleaños, nuestras historias familiares a menudo son decididas por gente que saca provecho de ello.

Sentada en la consulta de la doctora aquella tarde, me di cuenta de que nunca superaría las mentiras en mis registros de adopción. A los 30 años, otra persona tenía aún control sobre mi vida. No corregí a la doctora. Habría significado explicar los detalles de mi adopción, darle información de mi historia. No me apetecía pasar por esto. Cuando salía de la consulta, me dirigí al ascensor. Se abrieron las puertas, y me sentía agradecida de que estuviera vacío. Apoyé mi cabeza contra la pared del ascensor, moviendo el pie hasta que llegué a la primera planta. Las puertas se abrieron y yo crucé el vestíbulo hacia la tarde cálida, preguntándome cuánto tiempo pasaría antes de que volviera a enfrentarme a mi secreto.

Historia de una adopción

Este fin de semana se ha estrenado «La adopción», una película que, como su título indica, narra la historia de una adopción. No la he visto todavía – y no sé cuándo podré hacerlo – pero he leído algunas críticas de personas ajenas a la adopción, que la califican de floja… y he asistido a algunos debates sobre ella de familias adoptivas que me han parecido de lo más interesantes.

Me ha recordado mucho a otros debates que tuvimos en otros tiempos y otros lugares, donde se discutía sobre las irregularidades en los procesos adoptivos. Y siempre se polarizaban entre gente que denunciaba estas irregularidades, vividas en propia carne, y gente que las negaba, tanto en sus propios casos, como en los de los demás.

Siempre me ha sorprendido que alguien niegue la validez de las vivencias y las emociones de otros… creo que cuando alguien tiene la valentía de denunciar irregularidades o ilegalidades en algo tan íntimo y fundamental en su vida como un proceso de adopción, solo se puede escuchar y atender.

Pero siempre surgen voces que dicen que estas historias «ensucian la imagen de la adopción».

También en el caso de esta película.

Y yo me pregunto: ¿No son las propias irregularidades, la cantidad de dinero que cambia de manos, la opacidad del proceso, las dudas sobre la adoptabilidad de los niños… lo que ensucia la imagen de la adopción?

Cargar contra las voces que denuncian, ¿no es matar al mensajero?

Mientras veo (o no veo) la película, comparto un artículo de Daniela Fejerman, la autora de la película sobre su propia historia de adopción. La que inspiró la película.

 

Adopción película 

Visto con perspectiva, llegué a la decisión de adoptar muy tarde. Y digo tarde porque antes me sometí a varios tratamientos de fecundación in vitro que machacaron mi cuerpo, mi espíritu y mi relación de pareja.

 Además, estos tratamientos hicieron que el deseo de ser madre -un deseo que se despertó en mí tardíamente- se convirtiera en una obsesión.

Cuando te metes en la lógica de los tratamientos de fecundación te metes en la lógica del jugador compulsivo. Esta vez no ha tocado, pero ¿por qué no a la próxima? Y sigues apostando. Sólo que aquí no se trata sólo de dinero (que también), es mucho más lo que está en juego. Los médicos exhiben sus porcentajes para demostrarte que estás en manos de la ciencia, pero en realidad estás en manos del azar.

Finalmente me planté. Ya digo, tarde, pero me planté.   Y entonces empieza esta historia. Decides que vas a adoptar. Enseguida sabes que lo primero es obtener la “idoneidad”, un certificado que emite tu comunidad autónoma en el que te declaran “apto” para adoptar. Primero pasas por unos cursos de formación. Psicólogos y especialistas te hacen ver que adoptar no es un juego. Te explican que no se trata de defender tus derechos como adoptante sino los derechos del menor. Hablan de la “mochila” con la que llegan a una nueva familia los niños adoptados: una historia pasada de abandono, institucionalización o acogida que va a determinar su identidad. Piensas que está bien que hagan que te tomes en serio el asunto. Pero también ves cómo a veces se deslizan de la “formación” a la “presión”: por ejemplo, sobre las mujeres solas que desean adoptar.

Las cuestionan de tal manera que resultan disuasorios.Después, te entrevistan psicólogos y asistentes sociales. Te interrogan sobre tu historia familiar. Sobre tu relación de pareja. Sobre tu trabajo.  Y claro, temes mostrar alguna fisura. Temes que ser hija de padres divorciados, o de exiliados políticos de Argentina, juegue en tu contra. Intentas dar una visión idílica de tu relación. O sea, construyes un relato pensando en lo que esperan de ti.

 

Adopción 3

La asistente social visita tu domicilio y examina cómo vives, y cómo y dónde vas a instalar al niño o niña. Y piensas: está bien, deben garantizar que eres capaz de recibir a un menor y criarlo, pero… ¿es necesario este escrutinio fiscalizador?

Cuando por fin te conviertes en idóneo para la administración, viene la elección del país. ¿Dónde adoptar? ¿Nos planteamos una adopción transracial o no? ¿Averiguamos dónde hay más facilidades? En mi caso, una amiga que había adoptado en China nos habló muy bien de su experiencia. Pero aquí entran en juego las legislaciones de los distintos países. Y en China te exigían dos años de matrimonio. Llevo con mi pareja desde la adolescencia, pero no nos habíamos casado. Acabamos haciéndolo porque vimos que eso ampliaba nuestras posibilidades.

Intentando buscar algún lazo emocional que me ayudara en la elección del país, pensé en Ucrania. El lugar de origen de mis abuelos paternos, emigrados a la Argentina en los comienzos del pasado siglo. No es que mis abuelos me hubieran hablado mucho de Ucrania de niña: eran judíos y salieron huyendo, y su único nexo con el pasado era la lengua Yidish.  Pero encontré ese vínculo irracional que andaba buscando.

Por supuesto, no es que elijas dónde vas a ir y ya está. No. Vienen entonces las exigencias del país en cuestión. Certificados de penales, informes sobre tu situación socioeconómica, informes médicos exhaustivos, pruebas que ni sabías que existían… Intentaba tomarme todo este proceso con calma. Mi pareja iba acumulando papeles y papeles. E intentábamos no desesperarnos con las esperas ni cuando un certificado caducaba porque el expediente no avanzaba y había que volver a empezar.

En España no hay ECAI para Ucrania. Ah, que no os lo he explicado. Las ECAI son agencias intermediarias entre los países de adopción y España. Visto lo que vino después, creo que si hubiéramos ido a un país con una ECAI hubiéramos estado algo más protegidos.

Tratábamos con una intermediaria ucraniana que nos había recomendado un conocido. La información que nos llegaba era escasa e incierta. Una tónica que no era más que un ligero anticipo de lo que nos íbamos a encontrar allí.

Por fin nuestro expediente se puso en marcha y salimos pitando para Kiev, en pleno mes de diciembre. Lo que siguió es lo que, ficcionado, relato en “La adopción”, la película que se estrena este 13 de noviembre: la inmersión en un mundo hostil, donde rige la opacidad y donde la corrupción lo impregna todo.

Os cuento sólo el comienzo. Los adoptantes tienen opción a tres citas en el Centro Nacional de Adopciones de Kiev. En cada una te enseñan fichas de niños que viven en orfanatos de todos los rincones del país, fichas con muy escasa información. Pero suficiente para saber que en la primera cita sólo te ofrecen niños con enfermedades gravísimas. Quizá el Estado prueba a ver si suena la flauta y se libera de un niño que implica un gasto mucho mayor que el de un niño medianamente sano.

Nos habían advertido de esta primera cita. Pero una cosa es que te lo cuenten y otra verte ahí, mirando fotos borrosas de niños que vas rechazando, uno tras otro. Parálisis cerebral, minusvalías psíquicas y físicas gravísimas. Aunque sabes que si hubieras estado dispuesto a hacerte cargo de un niño enfermo podrías haber adoptado en España, no dejas de plantearte dónde están los límites. Qué estás dispuesto a aceptar y qué no. Y no dejas de sentirte fatal por plantearte estas preguntas.

Lo que ocurrió después, como tras el fracaso de la segunda cita nos enteramos (porque la desesperación de nuestra intermediaria y la necesidad de salvar su cara ante nosotros la llevó a hablar más de la cuenta) de la corrupción que anida en el corazón mismo de ese Centro Nacional de Adopciones que supuestamente vela por la seguridad de los menores de Ucrania, cómo funcionarios de ese centro “trapichean” con las fichas de los niños, cómo el grueso del dinero que pagas (unos 7000 euros en el año 2008) van a parar a manos de uno de esos funcionarios para que se haga con la ficha de un niño que no esté gravemente enfermo y la “reserve” para tu intermediaria… Y cómo confrontarnos con esa realidad empezó a crear conflictos entre nosotros (era inevitable que surgiera la disyuntiva de plantarse o seguir adelante)… Todo eso lo dejo para que lo veáis en la pantalla.

De lo que viví allí, sin embargo, quiero dejaros un par de imágenes, que se han quedado grabadas en mi memoria de manera especialmente intensa. Una es la del primer encuentro con mi hijo. Una sala de juegos en un orfanato de una ciudad remota del este de Ucrania. Expectación, taquicardia. Un pasillo. Y de pronto, por el pasillo, un niño que asoma de la mano de una cuidadora. Viene dando pasitos, y la cuidadora murmura cosas que no entendemos, pero donde se distinguen las palabras papa-mama. El niño es pequeñito. Lleva un peto corto azul claro y una camisetita. Y sonríe. Una sonrisa dulce y triste. Como todos los niños de orfanato, lo que notas en él es casi una ausencia de expresión. Es como si no tuvieran cara, como si la falta de figuras de apego les hubiera impedido, hasta ese momento, empezar a ser alguien.

Mirando las fotos de las sucesivas visitas que fuimos haciendo al orfanato, se ve cómo la expresión de Sergio (Serguei era su nombre ucraniano) se va transformando. Aparece la curiosidad. Aparece la diversión del juego. Aparece la picardía. Aparece la risa. Aparece la pena cuando nos marchamos. Os podéis imaginar lo poco que se tarda en crear un vínculo en una situación así.

La otra imagen aún me encoge el alma. Un día cualquiera, voy a visitarle y entro en la habitación a recogerle. Allí, doce camitas, y otros tantos niños de la edad de Sergio, en torno a los dos años. Van en medias y camisetas, algunos juegan, otro miran una pantalla de TV.

Cojo a mi niño en brazos para llevarlo a la sala de juegos. Y entonces, todos los demás se arremolinan en torno a mí, tendiéndome sus brazos, buscando que les coja. Una niña llora, llena de mocos, y sólo dice “mamamamamama”. Salgo de la habitación conteniendo las lágrimas. La puerta tiene un cristal. Allí se quedan los niños apoyando sus manitas. No saben hablar, pero saben que los que son cogidos en brazos por estas presencias nuevas y extrañas se van de allí. ¿Qué será de todos estos niños? ¿Por qué la funcionaria del Centro de Adopciones de Kiev se empeñaba en decirnos que no hay niños menores de tres años adoptables en los orfanatos?

Sólo una cosa más, a modo de apunte final: lo mal que lo pasé allí no tiene nada que ver con la gratificante experiencia de maternidad que vivo con Sergio. La adopción no es una cuestión de  solidaridad sino de deseo: el deseo de ser madre o padre. Pero aún ahora hay veces que miro a mi niño y recuerdo de dónde salió. Recuerdo ese orfanato en esa antigua ciudad industrial desmantelada al Este de Ucrania, casi en la frontera con Rusia.  Esa ciudad ahora invadida por los tanques rusos. Y pienso: “qué suerte que te sacamos de allí”.

 

Retirada – parte 2

¿Se acuerdan de Removed? En su momento, hace un año y medio, escribí que es la historia de muchos de nuestros hijos. Este pasado del que no consiguen desprenderse, que les sigue como una sombra, que estalla en cualquier momento. Estas reacciones imprevisibles y descontroladas, que no responden a nada que esté sucediendo en este momento sino a algo que sucedió, tiempo atrás, y que sigue sucediendo en sus cerebros. Algo que nosotros no sabemos y ellos no recuerdan. Esta capacidad para tensar las relaciones hasta el límite, para validar lo que les ha enseñado la vida: que no merecen ser queridos.

Y la incondicionalidad, como única respuesta posible.

Ahora ha llegado la segunda parte. Algo más larga, igual de impactante.

Conviene verla. Para que no nos pase lo que dice su protagonista: “Ves lo que hago pero se te olvida por qué”.

Y para que no se nos olvide que hay un futuro.

Para nuestros supervivientes.

P.D. Curiosamente, ha caído en mis manos una entrada antigua del Blog Buenos Tratos, que habla también de las cosas disruptivas que hacen a veces nuestros hijos y de cómo abordarlas. Conviene leerla. Y releerla.

Hijastros e inversiones

Hace algún tiempo, M. (desde hace poco, ya abuelo), me advertía de que no hiciera caso a los que quisieran asustarme con la inminencia de la adolescencia. Los hijos, decía él, son cada vez más interesantes, y la relación con ellos también. ¡Imagínate cuando puedes empezar a compartir con ellos lecturas, películas, música!

 

Hace unos días, Elvira Lindo escribía precisamente sobre esto en el artículo “La maternidad, años más tarde”, donde hablaba del ”mágico momento en que percibes que tienes que conversar con los hijos ya de igual a igual, sin atribuirte a ti misma mayor sabiduría. Un capítulo liberador de la vida en el que la razón no está por sistema de tu parte”.

Esto todavía nos queda lejos, pero no negaré que lo espero como agua de mayo… aunque espero no dejar de disfrutar del mientras tanto.

Pero lo que me interesó del artículo no es tanto lo que dice de la relación con los hijos adultos, aún lejana, como la reflexión sobre los hijos del otro, de la otra, los hijos de nuestras parejas: los hijastros.

“Es muy satisfactoria esa paternidad o maternidad en la que no intervienen los lazos biológicos. No se suele hablar de ella, salvo cuando los niños son adoptados, pero está presente en muchas de nuestras familias. Nuestros hijos tienen madre y padre, pero también disfrutan de unas segundas madres y unos segundos padres que velan por ellos con tanto celo como lo harían por aquellos que son de su sangre. La sangre sigue pesando más de lo que debería, pero yo me resisto a que me seduzca su influjo: son míos los hijos que no parí pero a los que tuve que educar, alimentar y querer desde que eran muy chicos. No es fácil: a los niños hay que seducirlos aún cuando se resistan a quererte, o aún cuando están predispuestos a no quererte, pero esa conquista hace más valiosa la relación futura. Ese futuro, en nuestro caso, ha llegado. Tenemos cuatro hijos. Esos cuatro hijos tienen a su vez otros hogares en los que refugiarse. Al principio, esta segunda realidad al margen de la que una controla se hacía dura, nadie está a salvo de la mezquindad de la competencia afectiva, pero de la experiencia se aprende. Hay gente que se instala en el rencor hasta la muerte e infecta de rencor a los hijos y a los nietos. Vidas feas y estériles.

Comprendo que las dificultades de la adopción hayan convertido esta particular forma de paternidad y maternidad en algo más reseñable, pero no son menores las dificultades de los que hemos tenido que compartir la condición de madre o padre con otros.

Unos días más tarde, quiso la casualidad que escuchara en la radio una tertulia con la propia Elvira Lindo a propósito de este artículo y las relaciones entre madrastras (y padrastros) e hijastros.

En ella contaba que el papel de la madrastras no está muy definido y te tienes que inventar la relación con estos “nuevos” hijos». Te haces preguntas como. ¿Qué papel tengo? ¿Los voy a querer o no? ¿Cuándo entro en competencia con la pareja?

“Te los tienes que ganar cuando son pequeños y empezar a recibir cuando son mayores”.

It’s my birthday too

Cuando tenía 16 años, recuerdo haberle dicho a un chico que pensaba vivir hasta los 22… me parecía inimaginable llegar más allá.

En algún momento, fui capaz de imaginarme cerca de los 30, casada y con 2 hijos, llevando una vida convencional.

Me veía escribiendo y criando. Y viviendo en mi barrio.

En una entrevista de trabajo, cuando aún no había cumplido los 30 (y ni me había casado ni tenía hijos), dije que pensaba trabajar mucho hasta los 35… mi futuro jefe me preguntó: ¿y después? ¿trabajarás todavía más?

No, pensaba que después de los 35 podría relajarme. Y dedicarme a escribir y criar.

Vivir, quizás, en el campo, haciendo guiones y mermeladas.

Pero nunca pensé llegar a los 44.

Y si hubiera pensado, nunca habría imaginado lo que tengo ahora. Las luchas, las dudas, los miedos. Las incógnitas. Pensaba que todo esto, de alguna manera, habría desaparecido. Que todo sería plácido, y claro como un día de verano. Que todo estaría resuelto.

Pero tampoco imaginaba que tanta felicidad fuera posible. Tanta plenitud.

Sí, hoy es mi cumpleaños también. ¡Que no dejen de sonar los Beatles!

Todas las familias que somos

Una familia numerosa, caótica y organizada a la vez, con momentos muy divertidos y otros de desparrame, con dificultades para encontrar tiempo para el piel a piel con cada uno de los hijos, que se convierte en una piña ante las adversidades, con un coche grande que enseguida se queda pequeño, y un patio grande en el que siempre es bienvenida gente de fuera.

Una familia reconstituida, con dos adultas que se han conocido estando ya de vuelta de muchas cosas y con las ideas claras, que luchan para que no se pierdan las familias monoparentales que eran antes y con niños que ponen a prueba los vínculos para ir encontrando su lugar.

Una familia homoparental, que suscita comentarios y miradas no siempre fáciles de digerir, pero también respuestas cargadas de empatía, que coloca a nuestros hijos a veces en un lugar difícil desde el cual, en muchos sentidos, no tienen más remedio que crecer.

Una familia adoptiva, que convive con las figuras ausentes y en ocasiones desconocidas de otros padres y madres, que tiene sus raíces en cuatro ciudades distintas, que necesita responder a preguntas complejas que muchas veces se plantean no con palabras sino con comportamientos disruptivos y explosiones emocionales.

Una familia interracial, con distintos colores de piel, pelo y ojos, con la percepción del racismo a flor de piel, que despierta la curiosidad de propios y extraños y que nos impide pasar desapercibidos vayamos donde vayamos.

Una familia en construcción. Siempre.