familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para junio, 2015

El final de las hogueras y la muerte de la infancia

Hace dos años publiqué esta entrada, escrita por el antropólogo Manuel Delgado. En este primer Sant Joan en el exilio, he pensado que es un buen momento para recuperarla.

No hace tanto – 20 años más o menos – Barcelona era, la noche del solsticio de primavera (sic), un mar de humaredas y fuegos. Era en cada esquina, cada cien metros, que se levantaba una hoguera que había sido levantada por la chiquillería del barrio, para quienes la noche de San Juan era su noche, la noche en la que, por unas horas, las calles eran más suyas que nunca, porque la calle, hasta de ordinario, ya era suya, es decir, nuestra, cuando éramos pequeños.

Ahora, la cosa ha cambiado, claro. Dentro de poco, cuando llegue la noche más corta del año, solo unas cuantas hogueras se encenderán, básicamente resultado de iniciativas medio institucionales a cargo de asociaciones de vecinos. Habrá barrios en la ciudad donde no se encenderá ninguna hoguera. La mayoría.

Una de las causas, sin duda, es la presión de unas autoridades municipales que nunca han disimulados hasta que punto detestan una fiesta como esta, que ni entienden ni controlan, en las que cientos de miles de personas se lanzan a la calle, seguramente temerosas de que la vieja maldición que amenaza a aquellos que se atrevan a pasar la noche solsticial bajo techo, oscuramente y maravillosamente obligados a salir a la intemperie.

Ahora bien, si el odio y la aversión que nuestros mandatarios tienen hacia cualquier expresión de espontaneidad no debidamente controlada y patrocinada es una razón de la agonía de los fuegos de San Juan, no nos engañemos, esta no es la principal. La causa fundamental es la desaparición de aquella auténtica institución social que era la chiquillería, es decir, las organizaciones infantiles surgidas en las calles, en las plazas, y sobretodo, en los descampados de la ciudad. Serrat tiene una canción preciosa que habla de lo que era para los chavas de barrio la noche esta. La canción se titula “Per Sant Joan”. Por favor, buscadla y oídla y entenderéis qué os quiero decir.

Es esto lo que se ha extinguido. Y la culpa la tiene el acuartelamiento del que hemos hecho víctima la infancia, condenada a pasarse su tiempo libre en clases de piano o de taekwondo, o jugando con la nintendo, o debidamente monitorizados por monitores de esplais, que están bien, pero que no son ni serán jamás ese espacio de libertad que era la calle.

Ahora bien, no seamos pesimistas. Es verdad que hemos perdido la chiquillería, y que hemos negado a los nichos en buena medida el derecho a la ciudad, pero la venganza no se ha hecho esperar. Fenómenos como el botellón, por ejemplo, no hacen sino expresar esta venganza de los niños que dejan de ser niños, y convertidos en adolescentes y jóvenes, retoman esos espacios públicos que les habían sido negados de más pequeños.

Esta poética venganza nos la encontraremos también esta noche de San Juan. Al anochecer, cuando oscurezca, miles de jóvenes invadirán en masa las playas de la ciudad y encenderán un puñado de pequeñas fogatas, en una tradición nueva, que muchos no saben que tiene sólo unos años: los mismos que hace que se acabaron las hogueras de barrio que encendían los niños y que ellos no encendieron.

Y terminó el curso

El colegio nuevo ha dejado de ser nuevo, las calles del barrio ya no son ajenas. Los rostros desconocidos en el patio de la escuela tienen ya nombre y en algunos casos se han convertido en contactos en el teléfono móvil. Las novedades empiezan a convertirse en rutinas.

Llegó el invierno, resistimos al frío, el sol tímido de marzo nos permitió volver a tender en el patio, empezaron a brotar las flores en las tomateras, y ya estamos otra vez defendiéndonos del calor inclemente que nos tiene con las persianas bajadas y puestos a remojo.

Fuimos gestionando añoranzas y distancias, negociando las intersecciones entre el aquí y el allí, usando ingredientes nuevos para sazonar las recetas de siempre.

Vamos aprendiendo a conocernos, a lidiar con las manías de cada uno de nosotros, a compaginar los ritmos y asumir los desórdenes. Sorprendiéndonos cada día.

Descubriéndonos.

Ajustando el paso a ser seis.

Pasamos nuestros duelos, empezamos a ajustar los mecanismos, aprendimos a decodificar los mensajes que nos mandan nuestros hijos y a anticiparnos a sus necesidades, resolvimos las primeras dudas que dejaron paso a las siguientes.

Descubrimos que salir de la zona de confort duele pero también hace crecer.

Y sobre todo, que merece la pena.

Termina un curso lleno de risas, abrazos, preguntas sin respuesta, respuestas que dan paso a nuevas preguntas, noches en vela, veladas con amigos, discusiones, semillas que se convierten en plantas que florecen y dan fruto, días de sol, tardes de sofá, deberes escolares, olor a pan casero, broncas, cuentos, cuentas, caos, fiebres, canciones, sueños.

La vida, vaya.

Ausencia de padre

Leo en dos sitios distintos la frase «ausencia de padre», hablando de familias monoparentales y la pregunta sobre «la figura ausente».

En un caso, hablando de reproducción asistida, en otro, de adopción.

Puedo entender que la pregunta sobre el padre ausente se dé desde la biología, donde hay un padre (y una madre; y sólo uno de cada) sí o sí. Pero hacerla desde lo social, desde la idea de familia, ¿no implica que hay un único modelo válido de familia y el resto solo podemos definirnos y describirnos en relación a este modelo de familia – y desde la carencia?

 

13 J y los días de después

El sábado nos desplazamos hasta la Sierra, al pueblo donde R. iba a ser investido alcalde.  Nos encontramos en la puerta del Ayuntamiento, con nervios y sonrisas y alguna lágrima furtiva. Con los móviles en ristre, siguiendo las investiduras en nuestras otras ciudades, con el corazón en un puño por si algo se torcía, por si alguien decidía no dejarles gobernar.

Fue un día emocionante.

Aún no sabíamos que no les iban a dejar los 100 días de cortesía que se supone que todo gobernante merece, qué digo 100 días… ni 100 horas. Ni 100 minutos, si me apuran.

No lo veríamos hasta el domingo, pero ya se estaban publicando los tuits de Guillermo Zapata, los chistes de humor negro (y malo) que 4 años antes, cuando no sabía que iba a ser concejal, cuando su Twitter lo seguían solo personas cercanas, intercambió con Vigalondo.

No me gustan los chistes racistas (ni machistas, ni homófobos), no los río ni los suelo tolerar en mi entorno, aunque en mi vida sí hay un lugar para el humor negro, siempre en petit comité, siempre contextualizado. No me hicieron gracia los chistes que citó Zapata, alguno, lo confieso, ni siquiera lo entendí.

Pero todavía entendí menos que lo lincharan por ellos. Que lo lincharan los mismos, por cierto, que hace unos meses se rasgaban las vestiduras al grito de “Yo soy Charlie Hebdo”. Al parecer, hacer chistes sobre escolares secuestradas y violadas no merece la misma condena que hacerlos de víctimas de ETA. Quizás porque son nigerianas.

Seguí con interés la evolución de la historia. La explicación de Zapata sobre los chistes me pareció razonable, sus disculpas me parecieron sinceras. Y el argumento de que dimitía porque lo importante no es el cargo, sino las ideas, impecable.

Pero creo que no deberían haberles dado su cabeza.

Porque no se van a conformar con esto, porque van a pedir más. Más carne, más sangre. Son un pozo sin fondo, rabiosos porque les han arrebatado el poder que creen que les pertenece por derecho divino.

Creo que Carmena se ha equivocado con la dimisión de Zapata. Como dice mi hermana, todos conocemos personas que hacen chistes de negros, o de violaciones… pensamos que son unos imbéciles, nos guardamos de aceptarlos como amigos… pero no pedimos que los metan en la cárcel, o que les despidan de sus trabajos.

La justicia penal debe aplicarse a los delitos; para los errores, pedir disculpas, rectificar… y hacerlo mejor la próxima vez.

Por ejemplo, cuando les pidan la cabeza del siguiente:

«Hubo errores y no conecté con el tono de la campaña y polaricé y contribuí con mis críticas a mi rival a provocar rechazo». Esto lo dijo ayer Esperanza Aguirre.

Pero yo tengo la sensación de que no han aprendido nada,  siguen haciéndole la campaña a Podemos. Porque con cada paletada de mierda que les tiran, les hacen ganar votos.

Esta mañana, un compañero de trabajo que no se esconde de votar al PP, clamaba indignado: “¿Se puede hacer esto en democracia? Si ganamos, vale, si no ganamos, empezamos a sacar mierda y no dejamos gobernar a los otros… Esto no vale. No puedes creer en la democracia sólo si ganan los tuyos”.

Lo sabremos en noviembre.

La cuna-cama

Hace nueve años, andaba yo esperando la asignación de B. No sabía nada. Ni quién sería, ni cómo sería, ni su edad, ni su sexo, ni cuándo me llamarían para que viera esa primera foto, ni cuándo podría viajar a buscarle.

Yo no monté ninguna cuna (lo hizo mi hermana cuando, de un día para otro, tuve que irme a Etiopía), pero me he sentido tan identificada con esta maravillosa entrada que publica hoy la autora de Cuaderno de Retazos

Y no, él tampoco durmió jamás en su cuna.

Hace nueve años estábamos pensativos, mirando atentamente la cama-cuna (marca Ikea) de Flor de Canela y sin saber qué hacer. En las instrucciones venían las diversas maneras de montar la cuna según la edad del niño.

Hace nueve años llegamos de China con nuestra hija de tres años. El tiempo que permanecimos en China dormir y dónde dormir fue sencillo. Ella en la cuna, que los hoteles habían colocado para nosotros, y nosotros en la cama.

En nuestra casa no fue tan sencillo. La primera noche, la noche de por fin en casa con nuestra hija… Flor de Canela durmió en su habitación y en su preciosa cuna montada modo niña de tres años y se cayó varias veces. Y se siguió cayendo las siguientes noches dándose buenos trompazos y sustos, por lo que se estaba empezando a romper el ritmo de su sueño. Visto lo visto, en el modo camita no podía dormir, así que desmontamos la cuna y probamos la forma cuna de bebé que empieza a andar. Ver a Flor de Canela tan chiquitina, tan frágil y tan temeraria como trepaba a la cuna y como se bajaba nos hizo desmontarla de nuevo y elegir otra forma que nos pareció más segura.

Mientras montábamos y desmontábamos la cuna, Flor de Canela iba descubriendo su nuevo mundo… un mundo muy distinto al suyo y donde no sabía cuánto tiempo iba a estar, ni para que estaba… tampoco entendía que queríamos de ella nosotros, no entendía nuestra forma de comer, ni nuestro obsesión por bañarla a diario… ni casi nada de lo que le rodeaba.

Mientras montábamos y desmontábamos la cuna-cama, Flor de Canela decidió que ella en su habitación no dormía. Y eligió la alfombra que estaba a la entrada de nuestro dormitorio. En la cuna no había manera, en la alfombra imposible…

Así que de nuevo desmontamos la cuna y la pusimos en nuestra habitación. Y empezó a dormir junto a nosotros.

“¡No, no y no¡ Con tres años debe de dormir en su habitación”. Los que nos aconsejaban ser firmes con este tema, desconocían cómo dormía nuestra hija en el orfanato compartiendo habitación y compartiendo cama o cuna con otros muchos niños; desconocían el profundo desconcierto de nuestra hija ante su nuevo mundo; desconocían lo que es ser un niño de tres años que ha perdido toda referencia y al que ni tan siquiera su lengua le vale, que ha perdido incluso su propio nombre . Y empezamos a aprender a bajar las persinas, a dejar de mirar hacia fuera… hacia otros niños y empezar a mirar a nuestra hija.

Llegaron las pesadillas y los terrores nocturnos, las primeras fiebres de 39,9º, los primeros y dolorosos desencuentros…

Una noche Flor de Canela saltó de la cuna a nuestra cama. Empezó a dormir con nosotros. La cuna ahí seguía ocupando espacio en nuestro dormitorio totalmente inútil. Un día aceptamos que nuestra hija dormiría con nosotros. De nuevo desmontamos la cuna y la volvimos a montar tipo cama en su habitación…

Pasaron años hasta que Flor de Canela tomó la decisión de dormir ella sola. Para entonces su cuna-cama ya no servía. Así que para celebrar su decisión y su hacerse mayor compramos una cama nueva de niña grande y desmontamos, por última vez, la cuna-cama de Ikea que fue a parar al desván, y de ahí a la casa de los amigos de unos amigos que tenían a un recién nacido.

Hace nueve años era una madre recién estrenada con un montón de ideas muy claras de cómo educar y actuar con nuestra hija.

Hoy miércoles, me recuerdo a mí misma mirando una cuna… sin saber qué hacer con la dichosa cama-cuna, sin saber qué hacer con mi hija de tres años… Y siento compasión y amor por aquella inexperta y asustada madre que luchaba por lograr entender a su desconcertante y hostil hija, por lograr que su hija la aceptara al menos un poquito, por defenderla de un mundo que descubrió de repente hostil… Siento amor por aquella madre que miraba hacia sus ideas sobre educar, sobre hijos, sobre madres… y veía que no servían porque su hija necesitaba otras cosas… y no sabía que eran esas otras cosas.

Un besito a todas las madres que se sienten o se han sentido así alguna vez.

Chivato

Una escena que recuerdo muchas veces repetidas en mi infancia:

Estamos en la clase, ha sucedido algo, no se sabe quién lo ha hecho. La maestra no lo sabe. La maestra pregunta. Silencio. Vuelve a preguntar. Silencio otra vez. Finalmente, tímidamente, vergonzosamente, el o los culpables confiesan.

El culpable podía confesar, pero el silencio anterior era también una parte importante de la escena. Nadie debía delatar a un compañero.

Lo peor que se podía ser era chivato.

Lo peor que se podía llamar a otro niño era chivato.

No sé si sigue siendo así, sé que mis hijos usan el verbo “chivarse”, aunque les corrijamos “mejor di contar”, sé que siguen guardando secretos, mentiras y silencios. Siguen sin pedir ayuda. Escondiendo las cosas que hacen, pero también las que les hacen las cosas de las que son víctimas. O de las que son testigos: el silencio de los buenos, que decía Martin Luther King.

Porque, ¿qué pasa cuando cambiamos el verbo “delatar” por “denunciar”?

¿Cuántos matices hay entre ambos verbos? ¿Son situaciones claramente delimitadas o depende de quiénes sean los protagonistas?

¿A quién beneficia la Ley del Silencio?

¿A quién fastidian los chivatos? ¿A quién le hacen daño?

¿Qué precio se paga por no callar, por no consentir?

¿Alguien nos enseña que “chivarse” no necesariamente es ser cobarde, sino que puede ser un acto de valentía, de enfrentarse al mundo, de negarse a aceptar las injusticias?

Desde Finlandia, donde tantas cosas buenas nos enseñan relacionadas con la educación, llega una nueva estrategia para combatir el acoso escolar en las aulas que, a diferencia de otros programas que se centran exclusivamente en la víctima y el acosador, incide en el grupo. En esas personas que no acosan, que sólo observan, que son testigos y que se ríen.

Y que después, cuando las cosas se tuercen, lloran y se preguntan por qué no hicieron nada, por qué no avisaron a nadie.

A los padres que están criando mis óvulos

He hablado en varias ocasiones con mujeres que han sido madres con gametos de donante. Esperma, en muchos casos, y óvulos, en otras. En mayor o menor medida, todas tienen curiosidad por quién y cómo son las personas que hicieron posible su maternidad… casi siempre las adornan con el adjetivo «generoso/a», pero tienen pocos datos (a menudo tampoco desean tener más) y no suelen ahondar en sus motivaciones.

Me he topado con este relato de una mujer que fue donante. Los y las donantes casi nunca tienen voz en este proceso… pero, leyendo este texto, es inevitable darse cuenta que, al menos para algunos, el acto de donar va más allá de un simple acto médico.

Tenía 24 años cuando decidí donar mis óvulos. Pensaba que lo sabía todo, estaba segura de tener mi vida planificada. Con la donación vi una oportunidad de ayudar a parejas con problemas para concebir mientras aligeraba la deuda de mi préstamo estudiantil. Parecía una decisión tan fácil en ese momento.

(…)

Las donaciones de óvulos y esperma se hacen casi siempre de forma anónima. Los donantes nunca saben más que unos pocos detalles sobre las familias que reciben sus donaciones, y mientras estas familias pueden recibir información como nombres de pila y fotos, los detalles identificativos sobre los donantes suelen mantenerse también en secreto. La mayoría de agencias os dirán que es para proteger a todas las partes implicadas.

Hasta donde a mí me concernía entonces, esto era razonable entonces. La biología era una parte inconsecuente de la ecuación. Yo no tenía relación con mi propia madre y con algunas de las personas a quien me sentía más unida no compartía lazos biológicos. Nunca cruzó mi mente considerar qué significaba que otra persona criara a mis óvulos, permanecer completamente ajena a en quién se convertirían mis óvulos. Porque una vez evolucionaran y dejaran de ser óvulos, lo sabía – dejarían de ser míos. Pertenecerían a la mujer que los gestaba, a la familia que los amaba.

Doné a dos familias. La primera terminó concibiendo gemelos, un niño y una niña que probablemente han empezado primer curso este año. Me dijeron que la segunda familia no tuvo éxito en su primer intento, pero no supe nada más. Es posible que consiguieran concebir con mis óvulos congelados en un intento posterior.

Los donantes no siempre saben las respuestas a estas preguntas. No siempre reciben información respecto al resultado de sus donaciones.

Muchas cosas han cambiado para mí en los 7 años que han pasado desde que doné. Perdí mi capacidad de concebir y adopté a una niña que me aporta más alegría de la que nunca conocí antes de ella – un acto que por un lado ha confirmado mi creencia previa de que la biología no es necesaria para amar, pero que también contradice mi postura de que no tiene ninguna importancia.

Ya veis, observo a mi hija y sé que no podría quererla más. Todo lo que tiene que ver con ella es perfecto para mí. Es mi hija. Incluso el hecho de que otra madre la gestara, no puede sacudir mi creencia de que estamos hechas la una para la otra. Pero, cuando la veo con esta otra mujer, soy consciente de cuán sustancial es su conexión. No puedo seguir negando que la biología significa algo cuando las veo juntas.

Tenemos una adopción muy abierta, que incluye a la mujer que trajo a mi hija al mundo y a sus hermanos y familia biológica extensa. El parecido entre ella y las personas que comparten sus genes es misterioso. Incluso los manierismos son idénticos a veces. Y mientras esto me hace afrontar que no es solo mía, también me hace feliz saber que siempre va a tener acceso a la gente de la que viene. Agradezco tener acceso yo también, un hecho que ha sido útil en más de una ocasión cuando he tenido preguntas sobre asuntos como el historial médico.

Sin embargo, esta experiencia me hace pensar a menudo en mis donaciones. La verdad es que cuando escogí ser donante, no entendía del todo qué representa cortar estos lazos biológicos. No sabía qué estaba firmando cuando acepté el anonimato.

Y hoy, aunque me niego a arrepentirme de mi decisión de ser donante, no puedo evitar preguntarme por estos niños que están potencialmente paseando por ahí con mis ojos, mi nariz, mi risa, mi torpeza y mi placer por narrar historias.

No puedo evitar preguntarme cuanto hay en ellos de mí.

Pienso en ellos a menudo. Ciertamente, más de lo que habría imaginado. No en el sentido de reclamarlos o creer que son míos, porque no me veo de ninguna manera como una figura parental en su vida. Pero está curiosidad está ahí. Quizás magnificado porque nunca tendré hijos biológicos, me cuestiono si los niños que no he tenido se les habrían parecido.

¿Y si el anonimato solo crea una división que no debería existir?

Me pregunto a veces si sus padres también piensan en mí. Recibí noticias de ellos una vez, un correo electrónico enviado a través de la agencia agradeciéndome lo que les había dado. Me contaron algunas cosas de sus hijos e incluso me ofrecieron una foto, si me interesaba. Contesté a la agencia inmediatamente que sí, pero nunca volví a tener noticias. La agencia dejó de responder a mis preguntas y aún no sé qué sucedió. Quizás cambiaron de idea. O quizás la agencia intervino, como me han dicho que pasa en casos como el mío. Parece que a estas agencias realmente les gusta el anonimato. Les gusta que la línea esta clara, quizás porque piensan realmente que esto protege a todas las partes implicadas.

Me pregunto si aún estáis ahí. Si pensáis en mí y os preguntáis cómo me ha ido la vida. Me pregunto si miráis a vuestros hijos a veces y os imagináis cuáles de sus peculiaridades son vuestras y cuáles son mías. Y si pensáis incluso en cómo habría sido sin el anonimato.

¿Me mandaríais felicitaciones de Navidad con sus fotos? ¿Os sentiríais cómodos llamando por teléfono si surgiera una pregunta relacionada con el historial médico?

¿Querríais saber de mí? Sobre mi hija y nuestra vida y cómo nunca me he arrepentido de ser donante, a pesar de la subsiguiente pérdida de mi propia fertilidad. Sobre cómo algunos días casi quiero daros las gracias, porque he llegado a creer que fueron estas donaciones las que de alguna manera me llegaron hasta mi hija. Y no cambiaría tenerla en mi vida por nada.

Quizás estáis leyendo esto ahora. Quizás os preguntáis qué quiero de vosotros. Y quizás esto os da pánico, porque tenéis vuestra vida y vuestros hijos y todo ha marchado exactamente cómo soñasteis y esto no era parte del trato.

Lo pillo. Pillo que cuando firmé para convertirme en donante, prometí conformarme con estar lejos – fuera de la vista y fuera del pensamiento. Pero me temo que no sabía realmente qué significaba cuando accedí a donar mis óvulos. Y ahora, siento a menudo curiosidad por las personas en quién mis óvulos se han convertido.

Me pregunto si vosotros, o ellos, teneis una curiosidad parecida por mí.

No quiero quitaros nada. No quiero entrometerme en vuestras vidas o haceros sentir incómodos. Sólo quiero conoceros. Y quiero saber cualquier cosa que queráis compartir sobre los niños que estáis criando.

Considerad esto mi intento de romper el anonimato. Doné una vez en California en el verano de 2007, y otra en Boston en invierno de 2008. Si recibisteis mis óvulos, habéis visto fotos mías. Habéis leído un informe larguísimo antes de seleccionarme. Sabéis que os estoy hablando a vosotros.

Me gustaría conoceros.

¿Quién sabe? Quizás podríamos hasta ser amigos.