familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para May, 2022

Graduaciones

Este curso que B. y tantos de sus amigxs llegan a los 18, han provocado que en las últimas semanas no pare de ver publicaciones de familias amigas con adolescentes que se gradúan: como en las películas americanas, ellas vestidas de largo y con recogidos de peluquería, ellos con traje. Todxs lanzadxs al futuro, con la Evau en el horizonte próximo y luego la universidad…

Me pregunto cómo ha pasado tan rápido y cómo hemos cambiado tanto: a los de mi generación ni se nos pasaba por la cabeza celebrar el final del Bachillerato (entonces COU), no hacíamos fiestas y menos aún nos disfrazábamos para la ocasión. Y nos habríamos muerto si a nuestros padres y madres se les hubiera ocurrido venir a hacer fotos.

Pero las fotos de las graduaciones me generan también una sensación agridulce porque B., que también se graduará y ya me ha pedido un traje, no irá a la universidad. Y me digo que no pasa nada, que no por todas las vidas pasa una carrera universitaria, que también tiene un futuro prometedor y será lo que quiera… me sé la teoría, pero no puedo evitar dolerme.

Y me jode, y también me jode que me joda.

Generación de Cristal

Se ha convertido en un lugar común hablar de la fragilidad de la juventud. Supongo que es algo que ha sucedido en todos los tiempos; ahora se habla con sorna y desprecio de madres helicóptero y criaturas de cristal a las que, como han allanado todos los obstáculos del camino, no saben enfrentarse a nada. Por ejemplo, mi madre a menudo critica las actitudes «infantiles» de mis hijos, como si fuera mejor casarse y asumir responsabilidades adultas antes de la mayoría de edad, como hizo (de forma algo regular) ella. Pero a mí me parece que este discurso es tan parecido al de los ofendiditos, a criticar por falta de cintura a los colectivos que siempre han estado oprimidos y se han visto ridiculizados por no seguir aceptando la burla sin respuesta.

Y que bien lo explica en este texto Alicia Murillo:

Cuando yo tenía la edad que mis hijxs tienen ahora, cogía citas con el médico sola (incluso especialistas), compraba sola las medicinas y, por supuesto, me las tomaba sola. Gestionaba sola la matrícula del instituto y el conservatorio, elegía las optativas por mi cuenta, me pagaba las clases particulares de canto de una profe que me había buscado yo con el dinero que ganaba como niñera. Una vez me presenté en el despacho del que más mandaba en Cáritas en Sevilla y le dije que me quería ir a donde me necesitarán. El hombre flipaba con mi resolución. Y así todo.

Más tarde, en mi edad adulta, durante años, me vi en situaciones límites siendo incapaz de comunicar que no podía afrontarlas sola.

Ahora que mis hijxs son adolescentes me doy cuenta de la barbaridad que viví. Pensar que mis peques puedan enfermar y yo no darme cuenta es, sencillamente, surrealista.

Hoy soy capaz de aceptar algo de ayuda si la necesito mucho, mucho pero no sin luchar con un sentimiento de culpa enorme.

Esta no es una generación de niños/as de cristal. Es una generación que, sencillamente, no está siendo abandonada.

La maldición de Pepa Madrigal

Aunque mis hijos ya no se prestan a ver películas de animación a menos que les pilles con la guardia baja, me empeñé en ver «Encanto» cuando la estrenaron. Me pareció que no me gustaba mucho, que me gustaba menos que «Coco», que estaba bien pero, pero luego empecé a darle vueltas sobre lo bien que trata el trauma transgeneracional, las expectativas de nuestros mayores, como encajamos en la constelación familiar, las cosas de las que no se habla, la locura, los mandatos familiares y lo difícil que es salirse de ellos.

Ayer, se publicaba en el blog de Gorka Saitua, Educación Familiar, un texto sobre uno de los personajes a los que yo había prestado poca atención pero que me ha resonado tremendamente cercano.

Para los que no hayáis visto la peli, la tía Pepa tiene un “don” que más parece una maldición: puede modificar el tiempo atmosférico en función de su estado de ánimo. Si se enfada, provoca truenos; si se pone nerviosa, tornados; y, si se preocupa, lluvia, entre otros.  

Esto le hace estar muy pendiente de lo que siente, tratando de controlarlo. Porque, a nada que esté un poco afectada, su estado de ánimo afecta a los otros. Sin embargo, sus intentos de regulación emocional rara vez le sirven para nada, y acaba liándola parda, con reproches por parte de su madre y de todo el mundo. Está inmersa en un círculo vicioso del que no puede salir porque, cuanto más se esfuerza por no fastidiar las cosas, más se desregula, recibiendo los reproches del resto.  

Tía Pepa se crio con una madre sola, traumatizada por la pérdida repentina de su marido. Una madre que tuvo que criar 3 niños pequeños, nacidos de manera simultánea. Su hermana es un perfil cuidador (sana a la gente dándoles de comer arepitas), y su hermano Bruno es el chivo expiatorio de la familia, un personaje —no tan sinestro— obligado a vivir en el ostracismo por decir la verdad —profecías— a todo el mundo.  

Es normal que se sintiera toda la infancia en peligro. No podía estar a la altura de su hermana y sabía lo que podía pasarle si se salía del tiesto. Quizás, por eso, empezó a hacer severos esfuerzos para regular su estado de ánimo: quería a su familia y quería estar a la altura exigida para evitar que le manden a la mierda, como a Bruno.  

Ocurrió entonces algo maravilloso. Y es que su forma de protegerse se transfiguró en “don”. Porque hubo un momento en el que sintió que así, desrregulada y un poco loquilla, estaba protegida de las losas que la amenazaban. Era divertida, destacaba las emociones del momento, poniendo color a la experiencia de su familia y, además, estaba a salvo del peligro porque su sufrimiento había dejado de ser amenazante para la gente de casa: “ya sabes cómo es la tía Pepa, jajaja, no pasa nada”.  

No obstante, tía Pepa seguía sin poder relajarse. Cuando se alteraba y aparecía una nube negra, trataba de cambiar lo que sentía y, eso, a veces, hacía que la nube desapareciera, dándole una leve sensación de control, pero a la larga empeoraba las cosas, porque esa nube cargada de energía necesitaba descargar los rayos hasta que al final explotaba en huracán o tornado, desatando el caos en los caminos.  

Hay muchas niñas y niños que tienen una experiencia similar a la de la tía Pepa. Muchos. Niños que sufren terriblemente y que no se sienten legitimados para expresar su sufrimiento por no dañar la relación con los demás, y especialmente con las personas adultas a quienes quieren y necesitan. Que confían en los demás —y a veces los colocan en un pedestal, recreando una comparación en la que salen perdiendo—, pero apenas tienen confianza en sí mismos, porque su sistema nervioso está tan hipervigilante, excitado o tenso, que se sienten un peligro para todo el mundo.  

Ya estas niñas y niños siempre les cascamos lo mismo: que se controlen, que se porten bien y que no molesten ni hagan daño a los adultos, reforzando la idea de que son malos o inútiles para todo el mundo. Pero, así, sólo alimentamos el problema, porque estamos poniendo más presión a la brutal exigencia que ellos mismos se están imponiendo.  

Porque, lo que no se sabe, es que esas nubes, esos tornados, esa tormenta y esa lluvia, no es cosa de ellos, sino de toda la familia.  

Porque, sin toda esa presión, podrían bailar bajo la lluvia, a gusto, divertidos, como Pepa Madrigal al final de “Encanto”.  


Donde escriben las mujeres

En la costa, a orillas del mar, al aire libre, ¿es allí donde escriben las mujeres? ¿No en una mesa, en un escritorio? ¿Dónde escribe una mujer? ¿Cómo es ella escribiendo, cuál es mi imagen, la imagen de ustedes, de una mujer escribiendo?  Pregunté a mis amigos y amigas: “Una mujer escribiendo: ¿qué es lo que ven” Habría una pausa, luego los ojos se iluminarían, viendo. Algunos me remitieron a cuadros – Fragonard, Cassatt –, pero la mayoría resultaron ser cuadros de una mujer leyendo o con una carta, no realmente escribiendo o leyendo la carta sino mirando por encima de ella con ojos perdidos: ¿Volverá él alguna vez? ¿Recordé apagar la olla con la comida? Otro amigo respondió vigorosamente: “Una mujer escribiendo está tomando un dictado”. Otro dijo: “Está sentada en la mesa de la cocina, y los niños gritan”.   

Ursula K. Le Guinn

La perversidad de las mujeres

Estos días me resuenan dos historias que aparentemente no tienen nada que ver.

Una de ellas es el juicio que enfrenta a Johnny Depp y Amber Heard, que se puede seguir casi a tiempo real. No solo seguir lo que ellos dicen (y hacen, sus expresiones, sus gestos): también las interpretaciones que otras personas hacen de lo que está pasando.

Lo que está pasando es que él, que ha sido condenado por maltratarla a ella hasta en 12 ocasiones, la ha arrastrado a ella a varios juicios que la comprometen financieramente, que la exponen de forma descarnada a la opinión pública, que pone en juego su reputación.

La reputación de las mujeres, siempre tan frágil.

Se habla de problemas de salud mental, perdiendo de vista que el hecho de que a ella se le atribuyan trastornos mentales y a él no ya es una cuestión de género. Lo de meter a las mujeres que no cumplen el mandato en el manicomio también es un clásico. Y considerar el trastorno causa y no consecuencia.

(Este artículo explica muy bien las dinámicas que llevan a una gran mayoría de la gente a creerle a él y no a ella; algo que solo se puede analizar con perspectiva de género).  

La otra, es la historia de María Salmerón, la mujer más veces indultada en España por el mismo delito: negarse a entregar a su hija a su maltratador, negarse a desproteger a su hija que reclamaba no querer ir con su padre, que había maltratado a su padre y la maltrataba a ella. A pesar de que él tiene una  condena  por maltrato nunca ha entrado en la cárcel; es más, le llegaron a dar a él la custodia amparándose en el inexistente Síndrome de Alienación Parental (que al parecer solo ejercemos las madres: como la propia niña dice, para alienación, la tortura a la que la sometían el padre y su familia hablándole mal de su madre). Más de dos décadas después de divorciarse para huir del maltrato, María Salmerón se encuentra enferma, arruinada – lleva años con el suelo embargado para pagar las multas por no haber entregado a la hija a su padre maltratador, y está en riesgo de perder la casa donde vive – y a punto de entrar en la cárcel que el maltratador convicto nunca ha llegado a pasar.

En ambos casos, las mujeres juzgadas públicamente por lo que hicieron o lo que dejaron de hacer. En ambos casos, su palabra vale siempre menos que la del hombre. En ambos casos, hagan lo que hagan se juzga que hacen mal: y si sale mal, la culpa será suya.

Se dice a la vez que si no se defendió, es que no sería maltratada; y que si se defendió, la maltratadora era ella. Es lo que nos sucede, inevitablemente, a las mujeres.

Es increíble que haya tanta gente capaz de pensar que las mujeres mienten cuando explican los maltratos, violaciones, violencias… cuando es dificilísimo hablar de estos temas y cuando hablando de ellos, pierdes más que ganas: revictimización, pérdida de reputación, de dinero, del trabajo, amigos… a veces incluso de la libertad (o la custodia de las criaturas cuando las tienen), y en cambio, nunca se planteen que el maltratador /violador mienta cuando los motivos para hacerlo son obvios.

La dinámica de la «mujer perversa», que tan bien explica este artículo, que habla de un caso que también fue mediático, controvertido y donde también hubo un linchamiento contra las mujeres implicadas (aunque se acabó archivando; esto ya no llegó a las portadas de la prensa)

Una dinámica que se repite en multitud de casos: Juana Rivas, Rocío Carrasco, Mia Farrow… incluso Britney Spears… mujeres locas / perversas que se inventan mentiras de abusos /maltratos para hundir a los pobres e inocentes hombres (aunque en algunos de esos casos, estos hombres han sido incluso condenados por maltrato o abuso) .

Hasta que las matan, o matan a sus criaturas si tienen, ellas son las malas; después continúan siendo las malas, porque no han protegido a las criaturas. Como dice P., tan sabia: La opinión pública con respecto a la violencia de género funciona como la caza de brujas, si sobrevive a la tortura es una bruja, si muere asesinada, era inocente, pobretica.

Más sobre adopción y lenguaje

A propósito de la entrada anterior del blog, me escribió en la página de FB la autora de Tarike para compartir sus pensamientos sobre la pérdida de lenguaje que sufrió su hija nacida en Etiopía al trasladarse a vivir a España.

(Fotografía, again, de Eric Lafforgue)

He reflexionado (y reflexiono mucho) sobre el tema del lenguaje. En nuestro caso, la pérdida del lenguaje materno se produjo cinco años después de la adopción, cuando vinimos a España. Hasta ese momento, mi hija era bilingüe. Seis meses después, tras un periodo de negación suya, ni siquiera recordaba los colores, los días de la semana, canciones que sabía de memoria, expresiones que usaba setecientas veces al día… nada.

¿Mi explicación? El proceso migratorio derivado de adopción internacional es mucho más complejo que un proceso migratorio común. El «olvido» de la lengua materna no es un mecanismo de adaptación (como sí lo es la adquisición de otra lengua), sino un mecanismo de supervivencia, activado de manera inconsciente y, por tanto, incontrolable para la criatura. ¿Conclusión, repito, según mi percepción desde mi mesa camilla? El cambio de país, entorno cercano (familia o institución), cultura, lengua… es percibido íntimamente como una amenaza a la propia supervivencia física, lo que hace que se activen estos mecanismos acordes con la percepción que se tiene de ese riesgo («del tamaño del sapo tiene que ser la pedrada», decían en Guatemala), una percepción que, ni siquiera en nuestro caso (con separación de varios años entre adopción y migración, y migración a un entorno ya muy conocido y acogedor para ella), pude contrarrestar. Mi hija sintió que su supervivencia en este «nuevo» entorno dependía de extirpar drásticamente esa parte (fundamental) de su vida. Y esa percepción fue tan, tan intensa que no pudo controlar la pérdida.

Para mí el gran shock fue tomar conciencia de que, incluso en una situación de cambio más progresivo y con capacidades mayores que otras familias (yo sé el amarico y podía comunicarme con mi hija también en esa lengua, además del conocimiento creo que exhaustivo de su cultura y país de origen) no supe o pude evitarle esa «activación» de mecanismos de supervivencia. La pérdida de su lengua materna, el no volverla a escuchar hablando amarico es, a día de hoy, la mayor de mis nostalgias y, diría, el fracaso que valoro como más duro en este proceso de crecimiento juntas.

Como curiosidad, añado que de manera inconsciente todavía mantiene «cosas» del amárico (forma de ordenar las frases, uso de muchas onomatopeyas al hablar, dificultad de pronunciar la «c» de «cielo», que no existe en amárico, muletillas que son traducción literal, etc).