familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para abril, 2011

Integración

Busco en el diccionario de la RAE el verbo «integrarse». Me dice que no existe. De «integrar» dice que es «hacer que alguien o algo pase a formar parte de un todo».

Decía la escritora catalano-marroquí Najat El Hachmi (cito de memoria, no he conseguido encontrar la fuente), que desconfiaba de la palabra integración, porque había descubierto que siempre que alguien le pedía que se integrara, en realidad lo que pretendían es que dejara de ser ella misma.

¿Qué es integrarse? ¿Es olvidar las tradiciones de procedencia, cambiar el acento, asimilarse? ¿O es algo más prosaico relacionado con cumplir las leyes, acceder a la vivienda y trabajar en condiciones dignas?

Estos días, el PP ha pedido a CiU que recupere una idea de su campaña electoral: el «contrato de integración». Un contrato por el que los inmigrantes se comprometan a marcharse si no encuentran trabajo (¿no es el colmo del cinismo?: los queremos, pero sólo si son productivos) y que se comprometan a mantener las normas de convivencia.

Estoy de acuerdo en que las normas de convivencia vecinal son necesarias, pero, ¿no debemos respetarlas todos? ¿o es que los alemanes sí pueden hacer ruído? ¿O los españoles de pura cepa sufrir el síndrome de diógenes y tener la casa llena de basura?

¿Por qué hablamos de integración cuando estamos haciendo diferencias tan básicas como éstas?

Velos

Detalle

He seguido a trompicones la boda real de esta mañana… y no he parado de pensar que si estuviera allí, desearía con todas mis fuerzas levantar el velo de la cara de la novia. ¡¡¡Qué nerviosa me ponen las cosas que tapan la cara!!!

El velo se utiliza en muchas culturas… en todas para la mujer, por cierto. En la nuestra, es un símbolo de la virginidad y la inocencia de la novia. Novia que es entregada por su padre, lo que simboliza, a su vez, la transferencia de propiedad de la mujer entre los dos varones: de ser de su padre, pasa a ser de su marido.

Me gustaría ver mañana los mismos encendidos artículos sobre la sumisión de la mujer que leo cada vez que se habla del velo de las musulmanas.

Papito

Con el permiso de Guardiola y Mourinho… y de William y Kate, la pareja de la semana es sin duda la que forman Diego y Tadeo, los dos bebés de un mes que Miguel Bosé ha anunciado tener como hijos, concebidos, según han explicado, en un «vientre de alquiler».

El mismo sistema que han usado para convertirse en padres, por ejemplo, Ricky Martin, o la Baronesa Thyssen, entre otros.

La maternidad subrogada, como se lo llama, no está contemplada en la legislación española. Pero hay parejas – y monoparentales, sobretodo hombres – que recurren a mujeres de los Estados Unidos o de la India, por ejemplo, para que gesten a sus hijos.

¿Por qué alguien opta por esta vía para llegar a la paternidad? ¿Es tan sólo por necesidad de perpetuar su genética? ¿Es un hijo concebido en un vientre de alquiler más «suyo» que un niño adoptado, por ejemplo?

A mí la maternidad subrogada me provoca muchas dudas.

El uso de una «madre de alquiler» me parece una forma de «cosificar» a las mujeres… No me acaba de gustar, aunque no acabo de saber por qué.

Hay quién dice que es un trabajo más, que todos vendemos, en cierta manera, nuestro cuerpo a la empersa que nos contrata. Yo no he tenido hijos biológicos, así que hablo por lo que imagino. Pero siento que no es lo mismo vender mi capacidad intelectual, mi tiempo, mis conocimientos (es lo que siento que hago en mi trabajo) que gestar un hijo, igual que no considero que la prostitución sea un «trabajo normal».

Las emociones que están en juego no son las mismas, ni por asomo.

Por otra parte… entiendo que en muchos casos las mujeres lo hacen voluntariamente, quizás para ayudar a otras familias, quizás para mejorar su calidad de vida… pero en otros casos esta «voluntariedad» no deja de reproducir las relaciones de poder y sumision norte-sur.

Aunque esto no es distinto que la adopción internacional, y tampoco es menos moral, para qué engañarnos.

¿Es la maternidad subrogada equiparable a la donación de gametos o a la adopción? Cero que se parece a la reproducción asistida con donante en que intenta remedar al máximo una parentalidad convencional, donde el niño comparte genes (al menos algunos) con sus padres de crianza y éstos se ocupan de él desde el momento de nacer; pero creo que se parece a la adopción en que hay un vínculo entre la madre gestante y su hijo (¿su no-hijo?), un vínculo que,  a diferencia de la adopción, no se rompe de forma «accidental» sino que se crea un hijo específicamente con la intención de separarlo de su madre gestante… esto tampoco me gusta.

Por último, está el tema de la edad.  55 años me parecen una gran diferencia, y más tratándose de una persona sola: Creo que hay muchas posibilidades de que estos niños tengan que cuidar de su padre cuando aún necesiten que su padre les cuide a ellos. Si fuera una mujer que acudiera a reproducción asistida en España, no le habrían dejado hacerlo (creo que la diferencia máxima está en 50 años) y si fuera a adoptar, tampoco habría podido adoptar bebés recién nacidos (creo que la diferencia máxima en adopción también está un poco por debajo de 50 años). Si fuera una mujer, tampoco habría podido tener hijos biológicos de forma natural… siendo un hombre sí, pero se supone que siempre habría una madre más joven.

La familia bien, gracias

Estos días andamos en casa viendo (otra vez) la película «Dinosaurio», una historia sobre migraciones y supervivencia en la que no podía faltar un relato de adopción.

Aladar es un dinosaurio que nace de un huevo que ha sido transportado por un pájaro hasta una isla donde no vive nadie de su especie.

Allí lo adopta una familia (monoparental, sí) de lémures. Y mientras la madre ve clarísimo que el pequeño dinosaurio va a ser uno más de la familia, el abuelo tiene de entrada una reacción marcada por el recelo y la desconfianza. ¿Vamos a criar a un extraño? No es como nosotros. ¿Y si cuando se hace mayor se nos come?

A menudo, las familias extensas (los abuelos, los tíos, los primos), reaccionan mal ante el anuncio de una adopción. Con frialdad, con indiferencia o incluso la rechazan abiertamente. Los futuros e ilusionados adoptantes muchas veces se toman mal estas reacciones, sin pararse a pensar que igual que para ellos, decidirse por la adopción, ha sido un proceso, sus padres, sus hermanos… también tienen que digerir la noticia antes de ser capaces de asimilarla.

No puedo contar con los dedos de las dos manos las veces que me han parado por la calle abuelos o abuelas, para preguntarme si mi hijo (el mayor) es adoptado… para contarme inmediatamente después que ellos también tienen un nieto adoptado, que nunca se habrían imaginado que podrían quererle tanto, que al principio estaban convencidos de que no iban a quererle como al resto de los nietos, pero que (me dicen en algunos casos) le quieren incluso más.

La mayoría de las historias terminan bien, como sucede con el abuelo de Aladar en «Dinosaurio», que se convierte en incondicional de su nieto «distinto».

Pero no siempre es así.

Hay familias que, al pasar de los años, siguen distinguiendo a uno de sus nietos con el adjetivo «adoptado». Que no le cuentan cuando dan el número de nietos o sobrinos que tienen. Que le regalan bicicletas a la nieta biológica y calcetines a la adoptada. Que hablan, a menudo delante de la criatura, de «la chinita» o «el negrito», como si no tuviera nombre.

(Nota: todos los que cito son casos verídicos, relatados en primera persona)

Quizás yo soy demasiado radical… pero creo que con alguien que tratara así a mis hijos, no tendría trato. Por muy suegra (o madre) que fuera.

¿Cómo les vamos a enseñar a nuestros hijos que la genética que no compartimos no tiene importancia… si mantenemos relación con impresentables sólo porque nos une la genética?

Líos

Me pregunta mi hijo pequeño:

¿Tu padre dónde está? ¿En Etiopía? ¿En Marruecos?

No, cariño, mi padre está en el pueblo, es el avi J.

¿El avi J. es tu padre?, pregunta con cara de estupor.

Pues sí.

(Pausa dramática)

Se pone a bailar, cantando:

La mama tiene novio, la mama tiene novio!!!

Áfricas

Acabo de leerme de una sentada y casi sin respirar el último libro de uno de los periodistas que más me interesan, Bru Rovira, llamado «Áfricas. Cosas que pasan no tan lejos».

Un libro inquietante. Impactante. Desgarrador.

Como decían los de Cahiers du Cinéma, «imprescindible para la supervivencia».

A pesar de que duela. Porque duele.

«Áfricas» es un recorrido por cuatro territorios del continente africano, cuatro territorios en guerra, cada uno de ellos más doloroso que el anterior, un descenso al Corazón de las Tinieblas del que habló Conrad.

Sudán, Somalia, Liberia, Ruanda.

Tuve la tentación de copiar aquí algunos extractos del libro, pero al final he decidido quedarme con una sola idea.

Seguro que recuerdan esta imagen del fotógrafo sudafricano Kevin Carter, que le valió un premio Pulitzer:

Se abrió un debate sobre por qué el fotógrafo no ayudó a la niña después (o incluso en vez de) tomar la foto, y de hecho, a pocos sorprendió que Carter terminara suicidándose, años más tarde.

Bru Rovira dice: «Lo que sí sabemos quienes hemos estado en este infierno es que los lectores del Times que vieron la foto de Kevin conocen desde entonces lo que allí ocurre, y también ellos pueden hacerse la misma pregunta que le hicieron entonces al fotógrafo: ¿Qué estamos haciendo para ayudar a la niña?»

Todos somos cómplices.

Incluso aunque sea más fácil ni siquiera leer libros incómodos como este. Precisamente por ello.

Lo que no se conoce

Lo que no se conoce no se puede echar de menos.

Es una frase que he oído montones de veces a madres monoparentales, para hablar del padre ausente (o mejor dicho, inexistente).

«Si yo lo llevo bien, no habrá problemas. Porque lo que no se conoce, no se echa de menos».

También se lo he oído decir a madres, monoparentales o no, que no se deciden a ir a por el segundo hijo por las razones que sean, a pesar de que sus tripas quizás se lo piden.

«Sí, tener hermanos es fantástico, pero no puede ser… y lo que no se conoce, no se echa de menos».

Entonces, ¿por qué tantas de nosotras echábamos de menos tener hijos, incluso mucho antes de imaginar siquiera lo que esto significaba?

Resiliencia

Desde hace algunos años se ha puesto de moda el concepto «resiliencia» (¿cómo demonios le llamábamos antes a la capacidad para superar las adversidades?), un concepto sacado de la física y que popularizó en lo psicológico el neurólogo y psiquiatra Borys Cyrulnik.

La resiliencia es lo que nos permite digerir las cosas malas que nos suceden y convertirlas en algo positivo, por ejemplo, a través de la creatividad, del humor, del aprendizaje, o de la posibilidad de ayudar a los demás.

Leí a Boris Cyrulnik hace muchos años y un poco a trancas y barrancas, por recomendación de una amiga terapeuta, y me pareció algo espeso, pero me quedé con que uno de los factores clave en la resiliencia es tener un adulto que crea en ti, un adulto incondicional. Tuve la suerte de tener una persona así en mi vida (y tengo la suerte de que esté todavía).

Una de las cosas más difíciles de ser padres es asumir la imposibilidad de proteger a nuestros hijos. Querríamos que nada les hiciera daño, nunca, jamás. Que no perdieran la inocencia.

Que no descubran lo injusto que es el mundo y lo mucho que duelen las cosas.

No me considero una madre protectora en lo «físico», soy de las que deja que los niños se suban a los árboles, vayan lejos en bicicleta, sean todo lo autónomos que sus edades permiten. Sin embargo, sí me siento muy protectora en lo emocional, mejor dicho, en lo relacional. Cuando intuyo el mínimo atisbo de conflicto, allí estoy, y a veces tengo que frenarme, sobretodo con el mayor, porque creo que a los 7 años, aunque está bien apoyarlo si lo necesita, hay cosas que tiene que empezar a resolver sólo (o al menos intentarlo).

Una cosa que me resulta curiosa cuando hablo con adultos, de hecho a mí misma me pasa, es que todos coincidimos en que las cosas que nos han hecho crecer, aprender, ser mejores… son los momentos difíciles. Y sin embargo, estos momentos difíciles son los que les intentamos evitar a nuestros hijos. Sin pensar que quizás si no los pasaran, si no sufrieran contratiempos, nunca se convertirían en adultos maduros, competentes e incluso interesantes… En esta gente «vivida» que es la que nos interesa cuando nos relacionamos con iguales.

Necesidades especiales

Ya conté que mi hijo pequeño está verbalizando algunos recuerdos de la crèche.

Hace pocos días, mientras esperábamos que su hermano saliera de una extraescolar, oímos al otro lado de la puerta unos sonidos guturales.

– Es G., me dijo.

G. era un niño de su crèche del que algunos decían que era autista, y otros, que quizás era sordo. Un niño de entre uno y dos años, que parecía bastante normal, pero que no hablaba. Efectivamente, emitía sonidos guturales.

G. era uno de los 3 niños kafalables de más de un año que había en el centro. Otro de ellos sufría una enfermedad de piel llamada ictiosis, y el tercero, tenía pie zambo. Afortunadamente, todos encontraron familias a pesar de sus «imperfecciones», y ahora viven respectivamente en Marruecos, Gabón y España. Pero podían haber quedado allí, como Y., un niño inteligente y cariñoso que ha vivido 5 años y medio en ese orfanato simplemente porque tiene una mancha de nacimiento que le afea la cara.

En el blog de Al Kafala han empezado una serie sobre necesidades especiales.

Una expresión que, de entrada, echa para atrás… porque si nos preguntan, todos queremos un hijo sano, y esto es razonable. Pero creo que a veces la frontera entre querer un niño sano y querer un niño «perfecto» es muy difusa.

Y pienso también que deberíamos empezar a asumir que una buena parte de los niños adoptados, incluso los sanos, tienen necesidades especiales. Necesidades que a menudo son bastante más complejas de resolver que un pie zambo, que se cura con un yeso, o el estrabismo, que puede requerir unas gafas o una intervención quirúrgica. O a veces, nada: muchos niños crecidos sin salir de la cuna, tienen los ojos estrábicos por escasez de campo visual, algo que se corrige cuando se amplía su horizonte.

Y al final, quizás, la única necesidad especial que tienen los niños que crecen en orfanatos es la de tener una familia.

Identidades

1.

La madre de J. X., un niño de 5 años de origen chino, está embarazada. En la puerta del colegio, le preguntan otras madres si es niño o niña y para cuando espera.

V., un compañero de clase de J.X. se acerca y pregunta: ¿Y será china?

¡Sí, claro, que será china! ¿No has visto que sus padres son chinos?

V. dice: Pero los chinos son los que nacen en China, ¿no?, si nace en Barcelona, ¡será de aquí!

2.

Mi hijo B. le pregunta a una niña mayor de su colegio, P., de dónde es.

P. dice: De Uruguay. ¿Y tú?

B. dice: De Etiopía.

P. argumenta: pero tú puedes decir que eres catalán, también. Tu madre es catalana. Así que tú también eres de aquí.

Yo le pregunto. Y tú, que naciste en Barcelona, ¿no puedes decir que eres de aquí, aunque tu madre sea uruguaya?

P. responde, contundente: no, si tus padres son de fuera, tú eres de fuera.

3.

M., de madre catalana (y catalanista) y padre argentino (que lleva 20 años en Barcelona aunque se enorgullece de no haber perdido su acento) , nacido en Barcelona y aún antes de haber pisado el país natal de su padre, antes de hablar siquiera otro idioma que no fuera el catalán, respondía que era argentino cuando se le preguntaba por su origen.

¿Cómo se crea la identidad? ¿De qué depende? ¿Qué porcentaje de la identidad nos la da el lugar de nacimiento, cuál el país de origen de nuestros padres, cuál el color de piel? ¿Y el idioma? ¿O la religión? ¿Cuántas generaciones tienen que pasar antes de que nos podamos sentir de un lugar? ¿Pesa más para un niño negro y adoptado su propia identificación con su  familia adoptiva  blanca – si la hay – o que los demás le identifiquen como perteneciente a un colectivo de inmigrantes? ¿Las identidades son excluyentes o pueden ser complementarias? ¿Podemos tener varias o estamos obligados a escoger? ¿Se alternan a lo largo de nuestra vida?

¿Qué peso tienen en nuestra vida? ¿Pesan más cuando pertenecemos a una minoría? ¿La identidad se construye siempre «contra» otros? ¿Sólo nos preocupamos por nuestra identidad los que pertenecemos al colectivo no dominante – mujeres, homosexuales, inmigrantes, adoptados?

Preguntas que me hago y que cogen más peso ante el resultado electoral en Finlandia, que ha convertido en partido clave una formación llamada «Auténticos Finlandeses».