La banalidad del mal
La filósofa alemana (y luego norteamericana, y siempre judía) Hannah Arendt publicó en 1963 el libro “Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal”, después de seguir durante la primavera de 1961 el proceso contra el nazo Adolf Eichman, responsable de la logística para la organización y distribución de los campos de concentración.
En este libro, Arendt se planteó una pregunta fundamental: ¿por qué Eichamn no parecía malvado si había contribuido al genocidio más espantoso de la Historia reciente? Y en respuesta acuñó el concepto de “la banalidad del mal”. Un concepto que explica cómo un sistema político puede trivializar el exterminio de seres humanos convirtiéndolo en un procedimiento burocrático ejecutado por funcionarios que se limitan a cumplir órdenes, sin pensar si lo que hacen está bien o mal o qué consecuencias tienen sus acciones.
Es inevitable pensar en la banalidad del mal cuando ves “La zona de interés”, una película que retrata la vida cotidiana de la familia de Rüdolf Höss en su casa adosada al campo de Auschwitch.
Los niños juegan en el jardín y se bañan en la piscina, las criadas sirven el te o remiendan prendas de ropa, el jardinero rastrilla, las calabazas crecen en el huerto, los soldados cortan flores – y son castigados si estropean la planta en la que crecen. Hay besos, regalos de cumpleaños, se fuma, se llama por teléfono, se reciben visitas, se leen cuentos por la noche. Y de fondo, al otro lado del muro, la humareda, los gritos amortiguados, los golpes, algún disparo, los objetos que algún día conformaron la vida cotidiana de personas que ya no son consideradas humanas.
Esto pasaba a 1.239 kilómetros de aquí, hace 80 años, mientras miles de ciudadanos europeos lo ignoraban, o miraban hacia otro lado.
Igual que hacen ahora, cuando algunos de los descendientes de los judíos que entonces fueron asesinados en los campos de exterminio ejecutan miles de personas, muchas de ellas criaturas, y les niegan la humanidad que un día se negó a sus ancestros.