familia monoparental, diversidad familiar y adopción

Archivo para julio, 2014

Mi nombre te sabe a hierba

Poco tiempo después de publicar la anterior entrada, me topé con este texto, escrito por una adoptada adulta, que también hablaba de cambiar los nombres. Seguro que no todos los adoptados piensan lo mismo respecto a su nombre, su nombre de origen, el que les han dado los padres adoptivos (aunque curiosamente he conocido a varios que utilizan el nombre de nacimiento por encima del de adopción, aún habiéndolo descubierto ya mayores), pero sus reflexiones me parece que merecen ser escuchadas. Originalmente se llamaba “Renombrar como borrador cultural”, pero el post lo titulé en función del anterior escrito sobre el tema.

Gracias a Dios que mis padres tuvieron la cabeza en su sitio y no decidieron cambiar mi nombre por otro como “Pax” o “Zahara” o “Maddox” cuando me adoptaron, porque si lo hubieran hecho, estoy segura de que hoy en día no nos hablaríamos.

No voy a dar rodeos elocuentes: creo sinceramente que es una lástima que se vea como algo normal o natural que se cambien los nombres de los niños cuando son adoptados.

No les guardo rencor a mis padres por haber tomado esa decisión. Lo que quiero decir es que siento necesario defender profundamente la importancia y el peso cultural de los nombres originales de los niños dados en adopción.

Gracias a la recientemente ampliada familia Bennetton de Angelina Jolie, en la actualidad hay un debate abierto y lleno de cinismo sobre lo vergonzoso que es cambiarle el nombre a un niño que tiene ya 3 años de vida…

…mientras que el nombre de un bebé, por el contrario, parece algo insignificante debido al mito de que los bebés llegan a las familias adoptivas como un lienzo en blanco.

¡Eso es absurdo!

Los niños no son ponis ni muñecas de feria. Ningún nombre de ningún niño es un nombre desechable, da igual quién se lo pusiera.

Los niños adoptados con nombres puestos por sus padres biológicos se merecen poder conservar esa pieza de su patrimonio vital, ya que es una de las pocas partes de su vida pre-adoptiva que pueden reclamar como propia, real, auténtica y verdadera.

Los adoptados como yo, cuyos nombres les fueron adjudicados por trabajadores sociales, enfermeras o personal del orfanato donde vivieron, pueden darse cuenta de que aunque esos nombres no son parte de la historia de su nacimiento ni representan lazos sanguíneos con sus familias biológicas, sí que representan una parte esencial de sus historias legítimas.

Por supuesto que puede haber adoptados que no estén de acuerdo, que tengan sentimientos ambivalentes o se sientan menos vinculados a sus identidades pre-adoptivas, tal y como yo me he sentido también en otras etapas de mi vida. Pero para mí, hoy, Ji In, aunque no sea el nombre que me dieron mis padres biológicos, es la parte más real de mi patrimonio cultural coreano que puedo aspirar a poseer.

Ese nombre me recuerda que soy quien soy hoy en día como consecuencia de las decisiones que otros han tomado por mí. Representa las injusticias sufridas por mi madre coreana y muchas, muchas otras como ella -a quien quitaron la libertad y la oportunidad de darme un nombre que me conectara con ella y con mis hermanas. El hecho de que mi nombre coreano sea tan diferente del de mis tres hermanas coreanas, cuyos nombres encajan juntos igual que una armonía en un coro, es una cicatriz que llevo en mis carnes con un profundo sentimiento de pérdida. Nuestros nombres no se corresponden, pero sabemos porqué.

Despreciar mi nombre coreano diciendo que es menos importante que un nombre de nacimiento o menos significativo que el nombre que me dieron mis padres adoptivos, sería lo mismo que admitir que es aceptable borrar una parte de la vida de una persona adoptada o de la mía misma.

Y eso es verdadera y genuinamente algo A-B-S-U-R-D-O.

Me tiene sin cuidado si el trabajador social que eligió mi nombre lo hizo consultando una carta astral, se estiró y lo arrancó del mismo cielo, se inspiró al ver los lunares que tengo en el hombro izquierdo, o cerró los ojos y puso su dedo sobre un nombre del listín telefónico. Alguien en Corea me dio ese nombre. Y lo perdí durante 30 años.

Mi nombre coreano es una parte muy real de lo que soy. Ya no lo rechazo ni lo oculto. Apreciaré toda la información que pueda conseguir sobre mi vida, porque una parte muy grande de ella ha sido borrada.

Tu nombre me sabe a hierba

Recuerdo que una de las preguntas que más me sorprendieron cuando decidí adoptar fue “¿Y qué nombre le pondrás?”. Pocas cosas tenía claras, pero esta sí: mi hijo, mis hijos, ya tendrían nombre. Yo, que quise ser madre desde la más tierna adolescencia, que había hecho listas de nombres para ponerles, tendría que renunciar a nombrar a mis hijos.

Cuando me asignaron a B., descubrí que en ninguna de las listas que había hecho había un nombre tan hermoso, tan especial, tan suyo. Cuando conocí a A., me di cuenta también de que no podía llevar otro nombre. Era parte de su identidad, que, como dicen los esquimales, se compone de cuerpo, alma y nombre.

En muchas cosas he cambiado mis puntos de vista desde que adopté, pero sigo pensando que el nombre de los niños es parte de lo que son, a veces lo único que tienen. Y sigo compartiendo esta reflexión que escribió para el blog A., madre de dos niños nacidos en Marruecos, cuando era madre de solo uno de ellos:

Me gustaría empezar diciendo que la decisión de mantener o cambiar el nombre a un niño adoptado acaba siendo una decisión de los padres, que respeto todas las opciones y únicamente me gustaría reflexionar en voz alta sobre los motivos para hacer este cambio y que sirva también de reflexión a otras personas.

Se suelen argumentar varios motivos para el cambio de nombre: facilitar la integración del niño, que se sienta más de aquí, es pequeño, teníamos pensado ya un nombre para él, no se lo puso su madre así que no tiene ningún valor sentimental, etc…

En primer lugar ¿a qué edad se considera que un niño reconoce su nombre? Según la mayoría de libros sobre bebés, a partir de los 4 meses un bebe ya reconoce su nombre, se gira al oírlo y sonríe. Supongo que en casos de falta de estímulos será más tarde… también puede pasar que al no saber pronunciarlo nos parezca que no responde al nombre.

Por otro lado me gustaría saber qué es lo que entiende la gente por “integración” y dónde exactamente se facilita la integración del niño ¿en la sociedad, en el pueblo o barrio, en la familia? Teniendo en cuenta los nombres que se usan en España ¿qué nombre son de “aquí”? Teniendo en cuenta que casi todos los libros de adopción hablan de la importancia de mantener el nombre ¿no sería menos traumático irse a vivir a un barrio donde vivan “los otros”, los que tiene nombres distintos, los que son de otros colores?

En mi caso mi hijo mantiene su nombre, es un nombre de origen árabe que yo no sé pronunciar pero hago una aproximación. Tenía 4 meses cuando lo conocí y sí respondía a su nombre, aunque no cuando yo lo decía… No me planteé cambiárselo, aunque me lo propusieron los servicios sociales en el momento de la asignación, no me pareció ni bonito ni feo, no era malsonante ni tenía connotaciones negativas, no sabía su significado pero ahora que lo sé pues sé que tampoco su significado tiene ninguna connotación negativa, significa NEGRO que es un color, igual que Rosa, Violeta… No tenía ningún nombre pensado para mi hijo, al menos desde el momento en el que empecé el proceso de adopción. Ha empezado ahora la escuela y no ha tenido problemas de integración por su nombre, supongo que el resto de niños se habrá aprendido su nombre igual que él se ha aprendido el resto de nombres de la clase aunque no los había oído antes. Cuando nos ha parado algún desconocido por la calle, para hacer alguna de esas preguntas indiscretas que tanto nos molestan, no ha preguntado por su nombre…

Desde que tengo a mi hijo he conocido mucha gente nueva, en el parque he conocido un niño que se llama Mustafá, su madre es catalana pero viven en un pueblo en el norte de España. La cuestión es que pienso que si esta madre biológica ha decidido ponerle a su hijo este nombre, si su padre negro e inmigrante (que habrá sufrido racismo y demás) ha decidido ponerle este nombre, es porque han considerado que este nombre no le va a hacer ningún daño. Ellos no decidieron tener un hijo negro, se enamoraron de una persona de otro color y, como la mayoría, decidieron tener hijos con él y que se pareciera a la persona que amaban… nosotros sí decidimos tener un hijo de un color distinto, ¿por qué nos dan tanto miedo los nombres?

Creo que uno debería hacer una reflexión profunda sobre ello, ¿por qué nos da miedo mantener el nombre en los niños adoptados? ¿porque es nuestro y tenemos el derecho a “marcarlo” como la ropa que dejamos en la guardería? ¿porque nos da miedo que le confundan con uno de esos inmigrantes?… quizás os sorprenda pero hay niños y adultos negros con nombres bien españoles, nacidos en España incluso, y sufren racismo igual…

Tener un nombre distinto ya de por sí, independientemente de respetar la historia y los orígenes, que se pueden respetar de muchas formas, permite poder contar su historia y sus orígenes. Y en el caso en que los nombres no los han puesto los padres biológicos también es una forma de aceptar esta historia, a veces muy difícil de asumir.

Al final llegas a la conclusión que da igual donde vivas, tarde o temprano van a salir de su entorno protector y deberán tener recursos para afrontar el racismo. Da igual el nombre que tengan, van a seguir siendo negros, negros cogidos de la mano de padres blancos… hasta que dejen de ir cogidos de la mano.

Se puede cambiar un nombre y respetar la historia y los orígenes, y se puede mantener un nombre y no respetar nada.

Mirar y ser mirada

Este texto lo escribí hace tiempo, al poco de llegar A, cuando recordé cómo me sentía al ser mirada; tiempo después escribí este, reflexionando sobre cómo miramos nosotros. Hoy he decidido fundirlos en dos.

  1. Ser mirado

Una de las cosas que más me sorprendieron – y agobiaron – cuando llegó mi hijo mayor fue la cantidad de atención que empezamos a recibir, de golpe, por parte de desconocidos. Una mujer blanca con un niño negro debe resultar una rareza… así que nos empezaron a mirar. Con curiosidad, con simpatía la mayor parte de las veces, en alguna ocasión con desprecio o superioridad. Pero la cosa no se limitaba a las miradas. También empezaron las preguntas. ¿De dónde es? ¿Es tuyo o adoptado? ¿Su padre es negro? ¿Desde cuándo está contigo? ¿Cuánto te costó? Al principio, yo no quería que mi hijo percibiera que había nada malo ni en ser negro ni en ser adoptado, así que contestaba a cualquier pregunta hecha con educación. Pero pronto me di cuenta de que detrás de una pregunta, llegaba otra, que la curiosidad no se saciaba con nada, y que muchos querían saber cosas que pertenecían a nuestra intimidad. Así que empecé a desviar más la vista, a ser más seca, a desarrollar estrategias para quitarme a la gente de encima, incluso llegué a los malos modos en más de una ocasión. Aprendí a detectar en la mirada, en los gestos de los que se acercaban, quién iba a acribillarnos a preguntas incómodas, quién iba a hacer un comentario o un gesto de más. La estrategia funcionó, y poco a poco dejé de sentirme observada…

Hasta que llegó a casa mi hijo menor, blanco y bastante parecido a mí. Y entonces me di cuenta de que cuando andaba con él por la calle… me sorprendía que nadie nos mirara. Y entendí que mi hijo mayor y yo no habíamos dejado de llamar la atención: la única mirada que había cambiado era la mía.

  1. Mirar

Las personas a las que nos gustan los niños, miramos a menudo a los locos bajitos que se cruzan en nuestro camino. Cuando estaba esperando, se me iban los ojos de forma insistente tras cualquier criatura que se me cruzara… tanto más si tenía la piel oscura. Me recuerdo intentando no observar fijamente a las familias adoptivas, especialmente a las que tenían niños negros… mi timidez / discreción no me dejaba acercarme y preguntar, presentarme como madre adoptiva en ciernes.

Después, me he descubierto muchas veces mirando (intentando que no se note, no ser maleducada) a familias negras. Intento imaginar qué piensan ellos de nosotros… y también qué piensa B. de ellos, y de rebote, de nuestra familia. Si se pregunta cómo sería crecer en una familia donde todos se parecieran, si lo echa de menos; si en su interior me reprocha haberle arrancado este derecho. También miro a menudo a los adolescentes negros y magrebíes, tratando de discernir si B. y A. van a parecerse a ellos cuando crezcan. No sólo de aspecto: en sus comportamientos, en su estilo, en sus maneras de relacionarse.

Y mirando a los demás, he llegado a la conclusión que igual que hay maneras y maneras de decir las cosas, que a veces no se trata de lo que decimos sino del tono, el contexto, la intención… con el mirar pasa lo mismo. No es lo mismo mirar fijamente, con el ceño fruncido y la boca apretada, que mirar con una sonrisa cómplice.

Y cuando miro, si me devuelven la mirada, sonrío. Sonrío mucho. Y si me devuelven la sonrisa, muchas veces hablo. Soy de las que hablan con otra gente (si les veo receptivos) en tiendas, autobuses, salas de espera… algo que he descubierto que resulta más cómodo, por lo general, a los inmigrantes que a los españoles. Y quizás por esto – o porque les adivino otro tipo de intenciones; o por prejuicio – me doy cuenta de que las miradas, las sonrisas e incluso las preguntas de las personas de otras etnias me molestan menos que las que recibo de mis iguales.

Dos bofetones

https://madredemarte.wordpress.com/2010/12/10/dos-bofetones/

Esta fue una de las primeras entradas que escribí. Aunque la noticia que la inspiró queda lejos en el tiempo, creo que la reflexión sigue siendo vigente.

He seguido de forma superficial la noticia de la familia de Colombia a la que se le quitó la custodia de sus 3 hijos recién adoptados por darle dos bofetones a uno de ellos, así que no sé si hay cosas que se me escapan. Entiendo que ha habido un proceso judicial, que se ha retirado la custodia de los niños, e imagino que el proceso ha sido lo suficientemente serio como para decidir que esto es lo mejor.

Las imágenes son muy duras. Ningún niño se merece que le den una bofetada (ni dos). La violencia física nunca es justificable.

Todos nos rasgamos las vestiduras ante una bofetada como la que se ve en las imágenes… incluso familias que han dado más de una, y más de dos, bofetadas a sus hijos. El bofetón está muy mal visto en teoría, pero lo cierto es que hay muchas familias que ocasionalmente utilizan la violencia física para corregir a sus hijos. ¿Tenemos que quitarles la custodia a todas?

Hay una doble moral en el tema de pegar a los niños. De puertas afuera, en público, el discurso es unánime: ¡¡Jamás hay que pegar a un niño!! ¡¡Nada justifica una bofetada!! ¡¡Ninguna violencia física es aceptable!!

En petit comité, en cambio, descubres que la mayoría de la gente, o dejémoslo en mucha gente, justifica de una manera u otra algunos tipos de violencia física con los niños. A mí me han recomendado que pegue a mis hijos, en determinadas circunstancias, vecinos, pediatras, pedagogos y padres del parque. Lo de “una bofetada a tiempo”… “Más vale que llore él que tú”… cosas de este tipo. Mis hijos son niños que en ocasiones se portan muy mal, y parece que para alguna gente sí está justificado pegar en estos casos. También he visto a madres del cole pegar en el culo a sus hijos, y más de una y de dos y de tres me han contado que les han dado una colleja o una bofetada o lo que sea. En algunos casos, con vergüenza, en otras, como si se tratara de algo inevitable. Incluso vi a una madre pegar un capón a su hijo al grito de “¡¡No se pega!!”

La gente no considera esto maltrato, la misma gente que, en otros contextos, te dice que nunca hay que pegar a un niño. ¿Es mala esta doble moral? En cierto sentido, sí, claro, porque al final, muchos menores reciben capones, collejas, bofetadas y golpes en el culo que no deberían recibir. Pero también tiene una lectura positiva: incluso los que ocasionalmente pegan a sus hijos, saben que está mal hacerlo. Esto es un primer paso, teniendo en cuenta que venimos de una sociedad donde la “corrección física” de los menores era ley.

Esta doble moral la he visto en los foros de adopción. He leído frases como “¿Cómo se puede pegar a un niño de 3 años?” (¿A uno de 10 sí?) “¿Cómo se puede pegar a un niño al que acabas de conocer?” (¿Si hace tiempo que le conoces sí?), “¿Cómo se puede pegar dos bofetones así, en frío?” (¿Si sólo es uno, si es una colleja o un golpe en el culo, si es en caliente, sí?).

De todas las “pseudojustificaciones” que he leído, la que más me sorprende es la que no comprende que se pueda pegar a un niño en pleno viaje de adopción. ¿Quizás porque se supone que esta etapa debe de ser necesariamente una luna de miel?

Recuerdo los viajes de adopción como algunos de los momentos más duros de mi vida. Nada era como había imaginado, ni los niños ni mis reacciones. No hice nada parecido, pero os aseguro que no estaba en mi mejor momento… desde luego, me considero mejor madre ahora que en aquellos momentos, más flexible, más paciente, más consciente de mis límites, más capaz de controlar mis emociones. Y me pregunto ¿por qué es peor pegar una bofetada cuando estás aprendiendo a ser padre que cuando ya has aprendido?

Luego también creo que hay cierta fijación con el bofetón, y tendríamos que plantearnos que otras formas de violencia, física o no, son violencia también y pueden ser igualmente dolorosas o humillantes para los niños. Una compañera de trabajo me decía que “nunca ha pegado a su hija” (fantástico, me parece lo correcto), pero que en cambio, una vez, porque se provocaba el vómito, la metió vestida en la ducha de agua fría. ¿No es una forma de maltrato? Hablamos de una niña de 2 años (y adoptada, para más señas, aunque me parecería igual de mal si fuera biológica). Otra madre del trabajo, que tampoco ha pegado nunca a sus hijas, le tiró un vaso de leche a la cara a una de ellas cuando tenía 3 o 4 años, porque no se sentaba a tomársela. ¿Es menos grave que un bofetón? En ambos casos, por cierto, la coletilla fue “y nunca más volvieron a hacerlo”. ¿Si es “útil”, la violencia, sea ducha fría o bofetón, sí es admisible?

¿Son admisibles los insultos, el desprecio, el ninguneo, la falta de contacto físico, que vi el otro día en el episodio de Supernanny, por parte de una familia a quien nadie pensó en retirar la custodia? ¿Es admisible la falta de respeto, obligar a los niños a hacer extraescolares que no les gustan, alimentarles con comida basura, tenerles enganchados a la tele, impedirles ver al otro progenitor, negarles información sobre la familia biológica, por poner sólo algunos ejemplos que se me ocurren a vuelapluma? ¿Dónde están los límites de lo que es maltrato?

Muchas más preguntas que respuestas, y una última: ¿Tendríamos esta discusión si los niños no fueran adoptados?

De madres biológicas

Mucho he escrito en este blog sobre madres biológicas. Este creo que es el primer texto que escribí… y me sigue pareciendo un buen resumen de mi relación con esta figura, a menudo tan olvidada o silenciada, de la tríada adoptiva…

Cuando empecé la adopción de mi primer hijo, alguien me dijo, que “la adopción es una solución para dos necesidades, la del niño de tener una familia y la de los padres de tener un hijo”. Nadie habló de la tercera parte implicada en esta historia, la familia biológica. Y durante mucho tiempo, yo tampoco pensé mucho en ellos. Sabía que existían, o que habían existido, pero eran para mi algo periférico, que implicaba la genética, y la decisión y la herida del abandono. No eran una realidad que contemplara ni con la que pensara relacionarme.

En esa época, inspirada por expertos varios en temas de adopción, yo me refería a los padres biológicos como “progenitores”, es decir, alguien que había dotado de genética a mis hijos, pero que no tenían el papel social de los padres y las madres. Este papel me lo reservaba para mí.

Cuando me asignaron a mi hijo mayor, me dijeron que había una madre biológica, viva, con la que él había convivido hasta pocas semanas antes, que había dejado sus datos, y una carta en los servicios sociales en la ciudad donde nació. Con esta información, la figura de la madre biológica, tomó más entidad. Ya no era simplemente la progenitora, que también, era su madre, la única que había conocido hasta entonces.

Cuando algunas semanas mas tarde, tuve la posibilidad de ponerme en contacto con ella, no lo dudé. Pero seguía viéndola como alguien ajeno, alguien que no formaba parte (ya) de la vida de mi hijo. Alguien que había tomado su decisión, que se había apartado. Que había renunciado.

Recuerdo los consejos que recibí en esa época, de amigos, de familiares, de psicólogos. Todos venían a decir lo mismo: no te impliques. Escríbele una carta fría, sin emociones, nada de mandarle fotos, será más doloroso para ella. Semanas más tarde me respondió, contestando a todas mis preguntas… y expresando su tristeza por no haber recibido ninguna foto del niño. Y ahí empecé a verla de otra manera. Porque si hubiera sido yo quien hubiera tenido que separarme de mi hijo…. algo inimaginable…. ¿no habría dado lo que fuera por recibir noticias de él, por verle, crecer aunque fuera a distancia? Y esto que yo había vivido con él mucho menos tiempo de lo que había hecho ella…

Los consejos, supongo que bienintencionados, siguieron: no mantengas correspondencia con ella, esta bien tener el acceso, pero no una relación continuada, no la sigas enviando fotos, pon distancia…. No le hables de ella a tu hijo, puede idealizarla, puede confundirse, tiene que quedarle claro que su madre, su única madre, eres tú.

Aún no había digerido la nueva situación familiar, pero algo ahí me parecía poco claro. Si mi hijo se confundía no era porque le hablara de tener dos madres, sino porque tenía dos madres, algo difícil de entender y más difícil aún de asumir.

Y así, la madre africana, despojada ya del adjetivo de “biológica”, entró en nuestras conversaciones, sus fotos empezaron a formar parte de nuestro álbum, su nombre pasó a integrar los relatos que mi hijo contaba sobre sus orígenes, pudo llorar por su pérdida y soñar con el reencuentro. Y descubrí que su presencia no hacía que mi hijo me quisiera menos ni que yo fuera menos su madre de lo que soy. Dejar de vivirla como una amenaza nos enriqueció como familia.

Ni mi hijo ni su otra madre tuvieron ninguna parte en la decisión de retomar este contacto. Fue una decisión que tomé yo, que soy quien tiene el control de la situación. Fui yo quien decidí buscarla, y en mi mano está continuar o no con esta relación, hacerla más intensa o más continuada, viajar a conocerla o no, llevar a mi hijo a que la conozca, hablarle o no de ella.

Sin embargo, es a ellos dos a quien más creo que ha cambiado el hecho de retomar esa relación que se rompió. Para mi hijo, poder hablar libremente de su madre biológica, decir que la quiere, que es más guapa que yo; preguntar las cosas que no sabe, inventar relatos al respecto, mirar sus fotos, buscarse en su imagen; incluirla en nuestro día a día, en resumen, ha servido para desbloquear muchas cosas que parecían difíciles de resolver (incluso para todos esos psicólogos que me recomendaban no buscar a su madre biológica, no hablar de ella al hijo que compartimos). En cuanto a ella, lo único que tengo son las cartas, las fotos… pero he visto cómo ha cambiado de foto en foto, cómo la expresión recelosa de las primeras veces se ha convertido en una sonrisa ancha, desbordante, como ha desechado las camisetas viejas que llevaba en las primeras fotos que me llegaron y las ha sustituido por ropas elegantes, preciosas, conjuntadas que denotan que se arregla para las fotos que hace para su hijo…. Esto me hace pensar que saber de su hijo le ha insuflado vida. Exactamente igual que me pasaría a mí si tuviera que separarme de mis chicos.

Adopté a mi segundo hijo en otro país de África, en el que a menudo no hay datos de la familia biológica. No tuvimos suerte: no hubo en su caso ninguna información a la que agarrarnos. Y he descubierto que gestionar este vacío va a ser mucho más complicado que gestionar la presencia de la madre biológica de mi hijo mayor.

Bebé, niña, negra

Cuando hace pocos días discutíamos sobre el azar y el destino, en un grupo de padres adoptivos surgió el asunto de la elección de sexo de nuestros hijos. Recordé que sobre esto escribí hace años, pero no recordaba que los comentarios que hicimos al respecto también tenían su jugo. He hecho un mix de lo que se dijo en aquella entrada para comentarlo aquí.

“Quiere que sea bebé, niña, negra”, me dice A. de una chica que pretende hacer una kafala en Marruecos.

Este tipo de comentarios me siguen encendiendo la sangre. Y espero que lo hagan mucho tiempo: que me sigan escandalizando los que confunden la adopción (la maternidad) con un supermercado de niños.

A. me dice: quiere niña porque ya tiene un niño, y quiere que sea negra porque su primer hijo lo es.

¿No os resulta curioso que en el sexo elijan la diversidad y en la etnia la igualdad? ¿No sería más lógico que si piensas que es mejor que sean “iguales”, pienses que también es mejor que lo sean de sexo… y si es más guai que sean “distintos”, que lo sean también de raza?

Es como la gente que quiere adoptar una niña “porque en su país de origen las niñas están peor tratadas”. Si adoptamos en función de la necesidad de los niños… ¿Por qué insistimos en adoptar niños – perdón, niñas – diminutos y sanísimos? ¿Y es menos importante evitar que un niño se convierta en machista que que una niña sufra los efectos del machismo, por ejemplo?

“Llevarte a un niño a tu país y educarlo contra el machismo, no cambiará para nada la realidad de las niñas y las mujeres en su país de origen”, me dijo alguien. Es cierto. Llevarte una niña, tampoco. Las mujeres de su país de origen seguirán viviendo igual de mal que antes de que tú adoptaras. Le cambias la vida a la niña, por supuesto; pero es que si te llevas a un niño, también. Y si lo que quieres, si la razón por la que adoptas, es mejorarle la vida a alguien que la tiene mal… ¿por qué una niña sana y pequeña? ¿por qué no una niña, o un niño, mayor, discapacitado, enfermo…?, estos sí que tienen difícil ser adoptados, y a estos sí que les mejoras la vida si les sacas de un orfanato…

Sin hablar del problema de los niños (varones) que se quedan en los orfanatos de algunos países porque la gente prefiere esperar años para tener su “niña soñada”…

Lo que más me cuesta de entender, es que uno puede no sentirse preparado para ser padre de un niño mayor, de un niño enfermo, o de un niño con otro color de piel, pero, ¿puede alguien sentirse preparado para adoptar una niña y no un niño? Y si es así, ¿no deberían analizar estas personas más a fondo?

Cuando empecé mi primera adopción, en Etiopía, en la ecai me dijeron que habían dejado de preguntar las preferencias, porque el 80% quería niña… y el otro 20% decían que les daba igual. Con lo cual tenían enormes problemas para asignar niños (que eran el 60% de las criaturas disponibles). En Marruecos, más del 90% de las criaturas adoptables son de sexo masculino… y aún así, cada semana los que se dedican a informar sobre esto reciben peticiones y preguntas sobre “qué hacer para kafalar niñas”… y a lo largo del tiempo que llevo “relacionándome” con la kafala, he visto gente capaz de hacer cosas surrealistas por kafalar niña (esperar… pagar… aceptar perfiles “peores”…). En España no se puede elegir sexo… pero sí mostrar preferencia. Así que es posible que a los que prefieran niña, se les asigne un niño… pero también sucede que a los que no muestran preferencia, se les asigna siempre niño. O eso dicen. Y así ha sido en los casos que yo conozco.

En cuánto a los hijos biológicos, al margen de las apreciaciones personales (yo en mi entorno sí he detectado una preferencia clara por las niñas), se publicó hace algún tiempo un estudio que constataba lo siguiente: hay más hijas únicas que hijos únicos. Es decir, los que tienen niño, en mayor medida, tienen un segundo hijo, se supone que con la esperanza de “la parejita”… mientras que los que tienen niña, se conforman en mayor medida con esa sola criatura.

La diferencia es que los que tienen hijos biológicos, tengan las preferencias que tengan, no se sienten legitimados para escoger el sexo de sus hijos.

Las preferencias no tienen nada de malo… pero me parece preocupante que el 80% de los adoptantes quieran adoptar una niña. Nos echamos la mano a la cabeza porque en China desechan a las niñas, pero, ¿somos mejores que ellos?

¿Qué es la maternidad?

Hace algún tiempo, una amiga me hizo cuestionar qué es la maternidad. Desde entonces, creo que mi manera de ser madre ha cambiado mucho… pero la idea que tengo de la maternidad es básicamente igual:

Ayer, con N. quedamos para comer con otra amiga del instituto a la que no habíamos visto desde hacía ¿20 años? Quizás no tantos, pero un buen rato. Como nosotras, roza los 40, pero no tiene hijos.

Se quedó sorprendida de que hubiéramos decidido (cada una de nosotras) ser madres en solitario, dijo que ella también lo había pensado alguna vez y nos lanzó una pregunta difícil: ¿Qué es la maternidad? Yo empecé a hablar de lo mucho que me había descolocado la llegada de mi hijo, cómo habiendo deseado toda mi vida tener hijos, cuando mis hijos llegaron, la realidad no se parecía en nada a lo que había imaginado.

Y N. dijo: Lo que más me sorprendió a mí fue que yo siempre había imaginado que tener un hijo era llevarle de la mano, ayudarle a crecer… y muchas veces me encuentro que es él quién me enseña cosas a mí.

Y me puse a pensar que tiene razón. Que tener hijos cambia muchas cosas, pero lo que más cambia es a la persona que tiene hijos. Que supone una revolución comparable a muy pocas cosas que te suceden en la vida (si tienes suerte): enamorarse, que te abandone la persona de quien estás enamorada, enamorarse otra vez cuando creías perdida tota la esperanza, la muerte de alguien muy cercano, exiliarse, arruinarse, sufrir una enfermedad que te pone cara a cara con tu propia muerte…

La llegada de mi primer hijo me hizo replantearme casi todo: las relaciones con mi familia, lo que es ser madre, pero también lo que es ser hija, mis prioridades, mis deseos, mis sueños, mis esperanzas.

Me hizo volver a ver mi vida desde una óptica nueva.

La que ya había vivido y la que queda por vivir.

Me permitió conocerme a un nivel distinto.

Convertirme en madre sacó lo mejor de mí… y lo peor. Hizo salir a la luz mis rincones más oscuros, estos cuartos que, como Barbazul, tenía cerrados con 7 llaves y en los que pensaba que no debería volver a entrar nunca. Tuve que revisitarlos, darles una buena limpieza y empezar a pensar de nuevo cosas que creía tener muy claras.

Memoria

Es una pregunta muy corriente entre los padres adoptivos cuánto recuerdan nuestros hijos, y cuánto imaginan, cuando hablan de su pasado. Muchas veces, no podemos saber qué base real tiene lo que nos cuentan… pero yo tengo la suerte de haber podido conocer buena parte de la historia de mis hijos, y he alucinado al descubrir que eran capaces de narrarme episodios reales que habían transcurrido… en algunos casos, cuando tenían menos de un año de edad. En otros casos, claro, la conexión no la conozco… Una de estas historias es la que conté aquí:

Hace algunas semanas, estaba con mi hijo pequeño viendo fotos de cuando fuimos a buscarle. De repente, ve un niño del orfanato y grita: “¡K!”. Inmediatamente, se tapa la boca, y me pregunta: “¿Quién es este?”. Yo le digo que, efectivamente, es K., y le pregunto si se acuerda. Me dice que sí con los ojos bajos.

Seguimos mirando fotos, no me dice recordar nada más (hasta que ve a su hermano), y hablamos del orfanato, de su pueblo, de si un día volveremos… Me dice: “A la playa sí, a la casa donde yo vivía no”. Le digo que si vamos, iremos sólo de visita, a que vean cómo ha crecido y que tiene una familia que le cuida, pero me dice que ni hablar.

K. es un niño de su edad, del que no recuerdo haberle hablado jamás (de otros niños sí hemos hablado). De hecho, ni siquiera recordaba su nombre hasta que él lo dijo. Mi hijo llegó de su país de origen sin hablar, no recuerda su idioma de origen, jamás había dicho el nombre de K.

Qué curiosa es la memoria, ¿verdad?