familia monoparental, diversidad familiar y adopción

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¿Por qué seguimos hablando de Shakira?

¿Por qué seguimos hablando de Shakira? Porque, como dijo Sandra Yáñez, es un tema que nos atraviesa, que nos interpela. Como nos interpeló en su momento lo de Rocío, como nos atravesó lo de Amber Heard. No estamos hablando de ella: estamos hablando de nosotras.

Porque, ¿quién no ha sido Shakira alguna vez? ¿Quién, a pesar de ser inteligente, fuerte, independiente, no ha caído a cuatro patas en las garras del amor romántico, se ha hundido hasta las trancas y se ha dejado arrastrar? ¿A cuántas cosas no hemos renunciado por el dichoso amor? Por el pack completo: las mariposas en el estómago, el sexo salvaje, la familia feliz, la imagen pública de ser una pareja tan guapa, tan sólida, tan de verdad.

Cómo no empatizar con esta pobre muchacha, dolida, perdida, humillada, lejos de los suyos, que ha renunciado, o pospuesto, o reducido, su carrera, sus ambiciones, para ayudar a hacer crecer la de él, y se ha encontrado de repente en una ciudad ajena, en un entorno hostil y sin que nadie le devuelva todo lo invertido.  

Quién no ha querido gritar a los cuatro vientos las verdades que se calla por no hacer daño, por no señalar, por no sufrir represalias, porque no es elegante. Quién no ha querido puntualizar las versiones públicas o soterradas que corren de una historia que (también) le pertenece. Quién no ha querido escupir en los rescoldos fríos de una historia que, aunque agradezca haber dejado atrás, le ha pasado tantas facturas.

Quién no ha querido pasarse por el forro las convenciones y el qué dirán y tanto masticar y tragar, y hacer catarsis.

Quién no ha querido convertir el dolor en arte.

Quién no ha querido tener la última palabra.

Para vivir

Y ahora tratar de conquistar con vano afán

Este tiempo perdido que nos deja vencidos

Sin poder conocer

Eso que llaman amor para vivir

Para vivir

Diario del año de la peste, entrega 172

Los viernes se han convertido en los días de las novedades. Estado de alarma, toque de queda, confinamientos, restricciones…

La idea de vivir en Estado de Alarma asusta; la de que se puedan imponer según qué limitaciones a los Derechos Fundamentales sin Estado de Alarma, asusta más.

Otra vez estamos en la incertidumbre de lo que implica. Sabemos que hay un toque de queda nocturno, como si el virus fuera, como dijo alguien, un virus «gremlinico», que solo se vuelve malo si le das de comer después de medianoche. En otro sitio he leído que como deriva del murciélago, ataca de noche y duerme de día como Batman.

Vuelve el humor, quizás la única manera de afrontar la incertidumbre y el despropósito.

«No quiero ser cabrón pero acabo de ver al Dúo Dinámico afinando la guitarra», reza un meme que me llega por Whatsapp.

Dice el humorista Mauro Entrialgo: «Todo lo que me gusta es ilegal, inmoral, o expulsa aerosoles».

La palabra de la semana es «Disciplina Social». A ella apeló Pedro Sánchez el viernes en su comparecencia, para lograr contener el virus. Es curiosa la elección del lenguaje: hablar de disciplina en vez de responsabilidad o consciencia colectiva, quizás porque lo colectivo siempre brilla por su ausencia en todos estos discursos: quieren vendernos que se trata de soluciones individuales, que lo comunitario no tiene ningún peso. Que lo que nos salvará es quedarnos solos en vez de las conexiones, el pertenecer al grupo, los otros.

Los otros: los chinos, los italianos, los madrileños, los de los barrios pobres, las criaturas, los jóvenes, los que salen de noche, los que llegan a Barajas… son el enemigo.

Sigue sin hacerse pedagogía: se dan muchas normas y pocas explicaciones. Se apela al miedo y no a la responsabilidad, a la conciencia. Se proponen normas absurdas o incumplibles. Y contradictorias, porque nos dicen a la vez que no salgamos de casa pero que no vaciemos bares y tiendas.

«Allá donde se cruzan los caminos/ donde el mar no se puede concebir / donde regresa siempre el peregrino (sic) / pongamos que vamos camino de Madrid».  Me recuerda mi Facebook que tal día como hoy, hace 8 años, estábamos en un tren con destino a Madrid. Quién nos iba a decir que ese día conoceríamos a la otra mitad de su familia, que el viaje que empezábamos no iba a durar solo un fin de semana, que Madrid no iba a ser un destino exótico al que volver de vez en cuando. Quién nos iba a decir que esto iba a ser el principio de todo.

Diario del año de la peste, entrega 98

Corría el año 2010, cuando descubrí que las Familias Monoparentales con dos hijos – yo lo era desde un año atrás – sufríamos una discriminación flagrante en el contexto de las Familias Numerosas; mientras ellos tenían esta consideración y una serie de beneficios con 3 criaturas (es decir, una ratio menor a la mía de criaturas por adultx, incluso en el caso de que todos sus hijos e hijas fueran comunes), nosotras quedábamos excluidas. No solo eso: si eras monoparental por viudedad – y por tanto, probablemente cobrabas en casa prestaciones por orfandad y/o viudedad – también eras Familia Numerosa. Si no había habido un padre legal en ningún momento, no.

Hubo cierto debate en esa época, en la que me sentí muy incomprendida: el discurso generalizado era, o bien que tener 2 hijos no se podía considerar una familia numerosa, o bien que las monoparentales no viudas habíamos escogido tener criaturas solas, o bien, por parte de los colectivos monoparentales, que el hecho de tener dos hijos no marcaba ninguna diferencia: que lo realmente importante era ser una sola persona adulta.

Y entonces descubrí un comunicado de la Asociación de Madres Solteras por Elección, que recogía todos y cada uno de los puntos que me preocupaban. Y aunque no soy muy de asociarme, me apunté. Y allí conocí a un puñado de mujeres que tenían conmigo muchas más cosas en común que la monoparentalidad: también maneras de ver la vida, preocupaciones, miedos, expectativas, logísticas. No con todas, claro: era un grupo heterogéneo con ideas e ideologías muy distintas, pero sí unas cuantas. Y había una que, cada vez que entraba en los foros que compartíamos y veía su nombre, leía, convencida – nunca me decepcionó – de que estaría de acuerdo en todo lo que decía, de que me aportaría reflexiones interesantes.

Era N.

Entonces no sabía que era ella quién había escrito el texto que me llevó a la Asociación; ni sabía, claro está, que acabaríamos compartiendo vida, casa, proyectos, maternidad, logísticas.

Nuestras criaturas han crecido y, aunque conservamos amistades y afectos, nuestra relación con la Asociación de MSPE se ha diluido mucho, excepto una vez al año: en la Asamblea Anual. Durante un fin de semana nos encontramos con decenas de mujeres de todo el Estado para definir objetivos y luchas comunes.

Excepto este año, claro.

Este año hemos seguido la asamblea a través del Zoom. Sin el calor del encuentro, las charlas después de la cena, los reencuentros con las que viven lejos, el café de media mañana, los manolitos de la merienda, las risas de las criaturas en las actividades por la granja, las carreras por las literas, los carritos de los bebés en el pasillo de la sala.

Después, los pequeños se fueron a casa de G. para el cumpleaños de M. comieron allí, pasaron la tarde, se quedaron a dormir.

N. y yo decidimos dejar a los mayores con barra libre de Netflix y palomitas y salir a cenar. Llamamos al restaurante de delante de casa. Llamamos al restaurante hipster del barrio. A la hamburguesería guay. Al restaurante delicatessen del barrio vecino. A otros restaurantes menos guays.

En ningún sitio tenían mesa.

La gente reserva con varios días de antelación, nos dijeron.

Me sorprendió, igual que cuando el día anterior me contaron que el campamento deportivo del barrio estaba ya lleno. Como nosotras apenas hemos salido, me llama la atención que tanta gente salga a hacer tantas cosas.

Finalmente encontramos una mesa en un bar del barrio, un sitio nuevo que no estaba nada mal.

Siempre se dice que la de Sant JOan es la noche más corta del año, pero no es cierto: la más corta ha sido esta noche pasada, que ha durado 8h, 49 minutos y 48 segundos.

Y luego ha llegado el verano. El del calendario, y el meteorológico.

Y el final de Estado de Alarma: El paso al solsticio de verano marca el paso al inicio de la nueva normalidad.

Diario del año de la peste, entrega 83

Cuando nos conocimos N.  y yo, una de las cosas que más me llamó la atención es la sintonía en la crianza. Como nos regíamos por valores parecidos a la hora de educar, como armonizaban las normas e instrucciones que dábamos a las criaturas, cómo una terminaba la frase que había empezado la otra.

Recuerdo un día que salíamos de un vagón de metro con todas las criaturas, con sus bicicletas, y sin necesidad de hablar, nos organizamos para sacar todo y todos como si fuera una coreografía.

Han pasado un puñado de años y claro que ha habido malentendidos, diferencias de criterio, estrés, exceso de obligaciones, agendas apretadas… pero estos días en los que el confinamiento y la crisis lo han exacerbado todo y han hecho estallar las costuras de muchas cosas que se aguantaban con alfileres, estos días en los que leo las quejas de mis amigas por la carga mental que sus parejas hombres no comparten, por el agotamiento de tener que estar encima de todo, por cargar con la logística, lo escolar, el trabajo propio y el de sus cónyuges, no puedo dejar de pensar: que fácil es criar a pachas con otra mujer.

Nos hemos adaptado a la rutina. Levantarnos sin despertador, trabajar las primeras horas con las criaturas todavía dormidas, ayudarles a organizarse con las tareas escolares a lo largo de la mañana, comer juntos – en el patio cuando se puede. La película de después de comer, con sus turnos para escogerla; la salida de la tarde, la cena, el rato de descompresión cuando mandamos a la prole a la cama.

No es muy distinto de lo que haría si pudiera escoger.

Ayer, P. nos dijo que quiere hacer menos extraescolares el año que viene. Quiere dejar la natación sincronizada y el Wu-shu, dos cosas que hacía con gusto, contento, sin pereza.

-Me gustan – dice – pero es que también me gusta hacer otras cosas.

Parece que ha descubierto con esta temporada de parón que este ritmo más lento, más casero, se le ajusta bien; que no necesita llenar las horas.

 

Diario del año de la peste, entrega 68

Antes de ayer me llegó al móvil un SMS: era del dentista, que nos “recordaba” una cita para la revisión de A. Pongo comillas en recordaba, porque la cita que teníamos pasó en lo más duro del confinamiento y asumimos que se había pospuesto.

Como no nos apetecía ni sumar transporte público ni sacar el coche, decidimos ir en bicicleta. A. hinchó las ruedas de la mía, que llevaba tantos días aparcada, yo le pedí a B. y N. las cadenas para atarla y para allá que nos fuimos.

Un par de kilómetros a primera hora de la tarde, en un barrio sin tráfico, y solo tuve que apearme en una subida larga a la ida.

En la entrada del dentista había una bandeja con agua y desinfectante, para mojar los zapatos; en la recepción, un bote de solución hidroalcohólica que se dispensa con un pedal. Mascarillas y distancia de los anteriores pacientes y los que fueron llegando. Una especie de microondas que nos contaron que era un aparato para esterilizar todo entre paciente y paciente.

La vida sigue.

Hoy hacía tan bueno que he decidido trabajar en el patio. He sacado la silla de estudio que encargamos durante el confinamiento, el ordenador portátil y todo lo necesario. El vecino me ha ofrecido una copa de vino blanco del que él estaba tomando.

La verdad es que la temperatura es mejor dentro, pero es una maravilla trabajar bajo la caricia de la brisa, viendo al levantar la vista el verde de las tomateras que ya miden más de un palmo y el rojo y el amarillo de los kalanchoes, que destacan sobre la pared encalada de blanco de la casa vecina. Se oyen los ruidos cotidianos del vecindario: las lavadoras, las radios lejanas, las voces en las cocinas, los platos al chocar. Y los pájaros, las campanas de la Iglesia, alguna sirena muy lejana.

Ayer me decía una lectora de este blog que va a echar de menos mi diario de este año raro. Me hizo pensar en cuando N. y yo vivíamos en ciudades distintas y solo nos veíamos de viaje en viaje, y (casi) todas las mañanas nos mandábamos canciones que eran importantes para nosotras para darnos los buenos días. Entonces le dice que, aunque nos pareciera imposible, llegaría un día que echaríamos de menos esos mails con canciones. Aunque hubiéramos dejado de enviárnoslos porque habían llegado tiempos mejores.

Echaremos de menos esos días también, probablemente. Pero esto querrá decir que han pasado.

Amor

«A mí lo trascendente me parece a quién le llevas sopa cuando está enferma, no a quien te tiras un sábado por la noche».
Brigitte Vassallo

4 años

 

 

Me recuerda el FB

Que un día como hoy, hace 4 años, colgaba una foto en la que comenté «En Madrid en buena compañía».

A la izquierda del sofá está C., con la vista puesta en la tele y un vaso de leche en la mano, tranquila y ajena al bullicio que a su derecha hacen B., medio tumbado en ese sofá negro que ahora está en nuestra casa, A., que detrás de él saluda a la cámara, y P., que no se sienta ni por equivocación y no deja de tocarlo todo. Todos en pijama a la hora del desayuno.

Han pasado cuatro años, sí, y ellos han crecido… pero qué fácil es reconocerles en esos niños que se estaban conociendo y que no podían ni imaginar que algún día se llamarían hermanos.

 

¿Qué nos convierte en familia?

¿Qué nos convierte en familia?

En casa, siendo una familia tan poco convencional, debatimos a menudo sobre este asunto.

¿Es la genética?

La genética es un factor importante en la constitución de una familia. Es una de las cosas que nos hace familia: la genética nos une (casi siempre) a padres, hermanos, hijos, primos, tíos… Aunque no tengas relación con ellos, incluso aunque no les conozcas, la familia (biológica) siempre es familia. Yo tengo en Facebook a primos que no he visto en 30 años… no estarían allí si no fueran mis primos. Es una de las diferencias fundamentales con los amigos, por cercanos que sean… que es un vínculo que no se rompe, ni siquiera si se rompe la relación.

¿Es familia la familia biológica de los adoptados? Como mínimo, es familia biológica. Y, ¿por qué iban a ser menos familia de mis hijos sus familiares biológicos, aún desconocidos, que son familia mía los tíos de mi madre con los que no he tenido relación?

Como dice A. un adoptado adulto, que alguien que no ha visto cortados sus lazos genéticos le diga a un adoptado que la genética no importa, es como un rico diciendo que el dinero no hace la felicidad.

Pero… si bien la genética es una de las bases de la familia, no es necesaria la genética para convertirse en familia.

Y no hablo solo de adopción: mis hijos, que a veces cuestionan si soy su “madre de verdad”, jamás cuestionan si el marido de mi hermana es su tío o la pareja de mi padre es familia suya.

Son mi familia personas con las que no comparto genética: mis cuñados, mis suegros… mi pareja. De hecho, hay unos lazos familiares que se sustentan, precisamente, en no compartir genética (siempre y cuando no hablemos de incesto,… uno de los mayores tabús de nuestra sociedad).

¿Es el vínculo legal?

El vínculo legal es otro de los factores que nos convierten en familia: adoptar o casarnos, por ejemplo. Pero en un momento histórico en el que el 40% de los bebés nacen en parejas no casadas, tampoco es imprescindible. Podemos ser familia sin que un juez lo rubrique si hay convivencia, compromiso, proyecto en común.

Sin embargo, tampoco es la convivencia lo que nos convierte en familia. No son parientes los compañeros de piso. Ni el afecto: queremos a personas que no son de nuestra familia, y también podemos cuidarlas.

Obviamente, en nuestro caso, es absurdo apelar a los parecidos, ni siquiera a la historia compartida.

Y nos encontramos con contradicciones tan grandes como que es familia aquellos a quienes elegimos para serlo (la pareja) y los que no hemos podido elegir (la familia en la que nos ha tocado nacer).

Así pues, ¿qué nos convierte en familia?

Un poco de todo lo anterior, seguramente. Y sobretodo, una decisión.

Como dice A., con 8 años, el mediano de casa. Somos familia porque queremos serlo.