familia monoparental, diversidad familiar y adopción

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Vuela Alto

Yo no la conocí, pero coincidí con ella durante muchos años en grupos de adopción; la leía en redes sociales; comentaba en este blog; teníamos amigas en común. Fue una de ellas, C., quien me alertó anoche; también es C. quién ha escrito esta despedida que me ha dado permiso para compartir aquí:

La semana más larga

Se ha acabado una de las semanas más largas de mi vida. La semana del cáncer de Schrödinger, en la que he vivido a la vez una vida en la que el bulto en mi pecho no era nada de importancia y otra vida en la que había cáncer, quimioterapia, náuseas, metástasis y necesidad de prepararse para morir (relativamente) joven.

Finalmente, no era nada de importancia, pero en el tiempo que ha pasado entre que noté el bulto y me ha visto la doctora, he vivido una y otra vez el proceso de enfrentarme a la noticia de la enfermedad y, tal vez, mi muerte inminente.

He seguido haciendo vida normal: madrugando, yendo a trabajar, cocinando, charlando con mis hijos, con mi madre, haciendo compra, saliendo con mis amigas al cine, a caminar… pero en todo me acompañaba, como un ruido de fondo, la posibilidad – en los peores momentos convertida en certeza – del cáncer.  

Mientras escuchaba mi cuerpo sin estar segura de comprenderlo, en las noches de insomnio, he organizado mi vida en las próximas semanas, meses, años; y también mi vida sin mí, la de después, empezando por mi funeral (decidido: quiero que suene “Gracias a la vida”, la versión de Isabel Parra que tantas veces escuché en aquel cassette de 2 horas de duración de color azul) y siguiendo por el testamento, el reparto de mis libros, la logística de mis hijos.

He escrito mentalmente tropecientos posts para este blog titulados “Diario del año del cáncer”.

Me he acordado de mis amigas que han tenido cáncer. Me he imaginado su miedo, su esperanza, su miedo a esperanzarse, su incertidumbre. El dolor. Me he acordado de mi gente que murió de cáncer, de mi abuela, tan joven, cuya pérdida fue tan insoportable que hice en secreto un libro de poemas sobre su muerte que nunca enseñé a nadie; de C., de quien me despedí aquel día en el hospital y estaba tan extrañada de pensar que no se podría acabar la novela que estaba leyendo; de B (Bone aquí en el blog), que estaba tan llena de vida y de proyectos y que también dejó dos hijos tan pequeños y que un día me llamó M. y me dijo que había muerto de un tumor cerebral, en plena pandemia.

De P., que después de pasar un cáncer de mama hace casi 5 años, ahora convive con uno de hígado.

Me ha dado tiempo a que me pase por delante de los ojos no la vida que he vivido hasta ahora sino la que nunca viviré si muero ahora. Los nietos que no tendré, los libros que no intentaré escribir, las casas que no habitaré, los amores que no conoceré, los libros que no leeré.

Y me he dado cuenta de que la vida es como aquellas novelas de Anne Tyler en la que la protagonista repasa su vida y se da cuenta de que nadie salió cómo había imaginado… pero que no cambiaría nada.

Incluso si terminara ahora, todo habría merecido la pena.

Lo único insoportable, abandonar a mis hijos.

Tan pronto, tan jóvenes, tan frágiles, tan sin acabar de construir, con tanto por hablar, tantos abrazos por darnos, tantos años por delante.

No sé dónde va a parar la angustia de una semana como esta última. No sé si se quedará en forma de contracturas o pesadillas. Ojalá, de ganas de comerme la vida a bocados como si me fuera a morir mañana.

La banalidad del mal

La filósofa alemana (y luego norteamericana, y siempre judía) Hannah Arendt publicó en 1963 el libro “Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal”, después de seguir durante la primavera de 1961 el proceso contra el nazo Adolf Eichman, responsable de la logística para la organización y distribución de los campos de concentración.

En este libro, Arendt se planteó una pregunta fundamental: ¿por qué Eichamn no parecía malvado si había contribuido al genocidio más espantoso de la Historia reciente? Y en respuesta acuñó el concepto de “la banalidad del mal”. Un concepto que explica cómo un sistema político puede trivializar el exterminio de seres humanos convirtiéndolo en un procedimiento burocrático ejecutado por funcionarios que se limitan a cumplir órdenes, sin pensar si lo que hacen está bien o mal o qué consecuencias tienen sus acciones.

Es inevitable pensar en la banalidad del mal cuando ves “La zona de interés”, una película que retrata la vida cotidiana de la familia de Rüdolf Höss en su casa adosada al campo de Auschwitch.

Los niños juegan en el jardín y se bañan en la piscina, las criadas sirven el te o remiendan prendas de ropa, el jardinero rastrilla, las calabazas crecen en el huerto, los soldados cortan flores – y son castigados si estropean la planta en la que crecen. Hay besos, regalos de cumpleaños, se fuma, se llama por teléfono, se reciben visitas, se leen cuentos por la noche. Y de fondo, al otro lado del muro, la humareda, los gritos amortiguados, los golpes, algún disparo, los objetos que algún día conformaron la vida cotidiana de personas que ya no son consideradas humanas.

Esto pasaba a 1.239 kilómetros de aquí, hace 80 años, mientras miles de ciudadanos europeos lo ignoraban, o miraban hacia otro lado.

Igual que hacen ahora, cuando algunos de los descendientes de los judíos que entonces fueron asesinados en los campos de exterminio ejecutan miles de personas, muchas de ellas criaturas, y les niegan la humanidad que un día se negó a sus ancestros.

Las abarcas desiertas

(Este poema lo escribió Miguel Hernández en 1937, en plena guerra civil, cuando estaban recogiendo donativos para que todos los niños tuvieran un juguete).

Y ahora, las madres (los padres)

Consell de Cent se ha convertido en el nuevo epicentro de mi geografía, y de la gente que vivimos cerca: es la calle por la que siempre paso si es una ruta posible. Se ha convertido en un paseo, una calle mayor, una rambla: el sitio al que siempre dirigimos nuestros pasos, el sitio donde pasa la vida.

No pocas veces me cruzo con S., que pasea por allí los perros. Nos paramos, nos ponemos al día. Su madre estuvo en el hospital, recuperándose de una enfermedad que le ha dejado secuelas; luego en un centro sociosanitario, ahora en la casa de S., desde donde va cada día a rehabilitación. No saben si podrá volver a casa. No saben si debe.

La madre de B. está en una residencia después de varios episodios de salud que la llevaron al hospital; pasó de ayudarla con su hijo a necesitar cuidados. La de N. sigue en casa, pero esto obliga a N. a pasar por allí prácticamente todos los días para supervisar que todo vaya bien. R. y sus hermanos han hecho turnos para atender a su padre, que se quedó viudo el verano pasado y ya no puede quedarse solo. M. viaja todos los fines de semana al pueblo en el que creció, para acompañar a su madre, que está muy mayor. La madre de V. murió hace unos meses, después de unas semanas en el hospital, y lo mismo pasó con la madre de C.

Residencias, cuidadoras, hospitales, medicamentos, intervenciones quirúrgicas, prótesis, limitaciones, cargas, gastos. Estos son nuestros temas de conversación ahora.

Y el miedo a perderlos. Lentamente empezamos a despedirnos. O a vislumbrar la idea de que algún día deberemos hacerlo.

Hace 20 años parecíamos no tener otro tema que nuestras criaturas. Ahora hablamos de las madres (y de los padres).

A vueltas sobre el bullying

Vuelvo una y otra vez la historia de las criaturas adolescentes de Sallent que saltaron por la ventana porque sufrían bullying. Por ser migrantes; por ser una de ellas transexual; en cualquier caso, porque les hacían la vida imposible.

Vuelvo sobre esta historia porque me parece el paradigma del bullying: la xenofobia, lo lgtbiq, la esencia de la diferencia, de la alteridad; de no ser, como suele decirse, “como uno”.

Leía ayer en un titular de la Vanguardia que aseguraban las amigas que le hacían bullying y castigaban a la víctima: “Porque eran pequeñas, recién llegadas y nada populares. Y porque Alana no se callaba, les plantaba cara, se defendía y al final siempre la acababan castigando a ella”.

Y además de los castigos y expulsiones, ¿qué más hicieron en el instituto? Cambiar a la víctima de clase, cambiar a la víctima de patio de recreo, negando que hubiera una situación de acoso, y en última instancia, prohibiendo “que tratemos el tema con periodistas”.

O sea, resumiendo, lo que suelen hacer en las escuelas, en los institutos: mirar hacia otro lado, en el mejor de los casos. Tolerar el acoso, en otros. En algunos, incluso alimentarlo.

Poner la carga sobre la víctima. “No les hagas caso”; “no les provoques”.

Y es que las personas adultas, el profesorado, las familias, también son parte del bullying.

Las criaturas que sufren bullying suelen ser criaturas que se salen de la norma, por uno o varios lados. Por el fenotipo, su lgtbiqidad, sus diferencias corporales, la discapacidad o una inteligencia que despunta, porque su comportamiento no se ajusta a lo establecido. Suelen ser sospechosas, antipáticas, raras; también para los adultos que las rodean, para las madres y padres de sus compañeros, para el profesorado.

No hay mecanismos que funcionen para atajar el bullying; al revés, los mecanismos son para borrar las diferencias y las disidencias. Para hacernos volver al redil. Para que no nos salgamos de las normas sociales que compartimos.

Si no fuera tan doloroso (incluso criminal), es muy interesante el fenómeno del bullying. permite entender las jerarquías de los centros, el lugar que ocupa cada uno, y cómo ve la sociedad todas las exclusiones y disidencias.

Los padres de las víctimas suelen ser gente sin poder en el entorno escolar. Personas migrantes, madres trabajadoras que no pueden participar en el AMPA, familias que se relacionan poco con otras (porque no quieren, porque no pueden, o porque no les aceptan), y muchas veces miradas con desconfianza y prejuicio por otras familias y por el equipo docente. Muchas veces también disidentes a nivel familiar, familias divorciadas o monoparentales.

La escuela no deja de ser un reflejo y un espejo de la sociedad en la que está inserta; a veces, un lugar peor, porque es obligatorio estar en él hasta los 16 años, sin posibilidad de instalarte en un entorno alternativo, seguro.

Y si piensas que en tu escuela no pasa, es posible que seas (o tus hijos) el agresor.

Para vivir

Y ahora tratar de conquistar con vano afán

Este tiempo perdido que nos deja vencidos

Sin poder conocer

Eso que llaman amor para vivir

Para vivir

La historia de Ennatu

En agosto de 2006 pasé 10 días en Addis Abeba para ultimar la adopción de B. Una mañana, cuando salíamos del hotel, B. estaba tumbado en las escaleras del Hotel Ghion y escuché unas voces decir en catalán: “¿Cómo se debe decir en amariña “levántate”?

Eran dos parejas con sus hijas etíopes de 10 años, Ennatu y Banchi, que estaban haciendo el viaje de regreso a los orígenes. No recuerdo si iban a salir hacia el norte o habían regresado de allí; creo que estaban empezando el viaje.

Un año más tarde, cuando B. entró en la escuela, descubrí que una de las niñas, Ennatu, iba a uno de los cursos superiores. No recuerdo si hablé con ella, pero sí tuve muchas conversaciones con su madre, al igual que con la otra madre de un niño nacido en Etiopía que estaba en edad entre Ennatu y B.

Ahora, Ennatu Domingo narra su historia en el libro “Madera de eucalipto quemada”. Regresa a ese viaje, primero de muchos, que ella no quería hacer pero que agradece que sus padres le impusieran. Regresa también a su primera infancia, los primeros 7 años de su vida, tan distintos a los de después, junto a su madre Yamrot y sus hermanos, viajando de un lugar a otro de Etiopía para buscar trabajo y tratar de mejorar su vida. Como tantos niños y niñas etíopes, asumió responsabilidades de mayor, como ayudar a nacer a su hermano pequeño y cuidar de él, cargándole en la espalda, o contribuir al sustento familiar recogiendo algodón. Es desgarrador cómo narra la enfermedad y la pérdida de su madre y su hermano, que murieron con pocos días de diferencia.

Muchas de las cosas que cuenta me son familiares: el omnipresente olor a eucalipto, las sisters de la madre Teresa que tantas criaturas huérfanas han acogido, los lugares del Norte de Etiopía por los que viajó, las imágenes de las mujeres cargando leña y bidones de agua, el extraño encuentro con extraños que acabarán convirtiéndose en tu familia, la conexión con la película «Vete y vive» que tantas veces hemos visto en casa. Pero otras me ayudan a entender lo que B. (mucho más pequeño y por tanto, sin memoria) vivió antes de llegar a mí. La precariedad de su vida en Etiopía y el amor, la fortaleza de su madre, a la que imagino con la cara de la madre de B. El viaje que le llevó hacia el resto de su vida. Las muertes, las pérdidas, inasumibles para un cuerpo tan pequeño. La doble identidad. La desculturización. La pérdida (y posterior recuperación) del idioma.

Las preguntas sin respuesta.

Guerras, Rusia, deporte

Estos días que tanto hablamos de la guerra y de Rusia, me ha venido a la cabeza una historia que sucedió hace casi 50 años.

El 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet llevaba a cabo un golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de Chile. Un golpe de Estado orquestrado y apoyado por la CIA y los EEUU, estos garantes de la libertad en el mundo y los derechos humanos.

El mismo día del Golpe de Estado empezaron a encerrar presos políticos en el Estadio Chile, el estadio de Futbol de Santiago. Encerraron a miles de hombres y mujeres, se convirtió en la cárcel más grande de todas las dictaduras de América Latina. A estos prisioneros, muchos de ellos casi niños, les torturaron, violaron, mataron, desparecieron.

Entre ellos, seguro que lo sabéis, Victor Jara, al que arrastraron por el suelo, quemaron con cigarrillos, le rompieron los dedos para que no pudiera tocar la guitarra. Al cabo de 4 días, le mataron.

En esas fechas tenía que jugarse en Chile el partido de vuelta de la clasificación para el Mundial de 1974,  entre la selección chilena y la soviética. La FIFA (este organismo que acaba de excluir a Rusia del Mundial de Qatar – Qatar, este país garante de la democracia y los derechos humanos) mandó a una delegación a Santiago para que decidieran si se podía jugar el partido.

Los representantes de la FIFA viajaron hasta Santiago de Chile, entraron en el Estadio, observaron a los 7.000 prisioneros que había encerrados en aquel momento, y dictaminaron que se podía jugar.

El equipo contrario, la URSS, se negó a jugar en un lugar de tortura. Enviaron una carta a la FIFA para explicar que “por consideraciones morales, los deportistas soviéticos no pueden en este momento jugar en el estadio de Santiago, salpicado con la sangre de los patriotas chilenos”.

La FIFA dispuso que el partido se celebrara igualmente. Los jugadores chilenos saltaron al campo. Sonó el himno. El partido duró, literalmente, 30 segundos: los que tardó la selección chilena en marcar un gol desde el silbido inicial.

Les declararon ganadores.

Las (otras) guerras

En el país natal de mi hijo mayor hay una guerra. Él cumple 18 años en unos meses: si se hubiera quedado allí es posible que le llamaran a filas. No, no es ruso ni ucraniano: el país donde nació mi hijo no ocupa portadas ni moviliza conciencias.